Cincuenta años sin Charlie Parker
Cuando murió, luego de revolucionar el jazz y crear el bebop, tenía apenas 35 años, pero parecía de 50
Ni siquiera una millonaria de la familia Rothschild con mucha experiencia en apañar genios del jazz en apuros supo cómo comportarse ante la sorpresa de que el más disoluto y célebre de todos ellos, Charlie Parker, acababa de morir riendo frente al televisor de su living con vista al Central Park de Nueva York. Ocurrió hace cincuenta años, en el atardecer de un sábado como hoy, y la baronesa Pannonica de Koenigswarter, conocida mecenas que lo había alojado muy enfermo un par de días atrás, prefirió mantener en secreto la noticia hasta ubicar a la mujer con la que el muerto venía manteniendo una relación destructiva desde hacía años.
Logró hacerlo al día siguiente, pero si bien la información no se publicó en los diarios hasta el martes, ya toda la ciudad sabía de la desgracia por el grafito "Bird Lives" –lo apodaban "Pájaro"– garabateado en paredes de Greenwich Village y pasadizos del subterráneo.
Durante la semana se tomó conciencia de que quien había dejado de existir no era el drogadicto impredecible con el que ya pocos querían tocar y nadie se arriesgaba a contratar, sino uno de los más grandes creadores del jazz contemporáneo, el hombre que contribuyó a imponer la primera renovación a fondo con sonido, técnica y vehemencia nunca escuchados en un ejecutante de saxofón.
Charlie Parker había nacido el 29 de agosto de 1920 en Kansas City, la ciudad quimérica en la que se tocaba muy buen jazz durante todo el día, pero que a él no le produjo estímulos memorables. Los directores que toleraron sus primeras impuntualidades –George Lee, King Colax, Harlan Leonard– significaban algo en la región, pero su música eran simples blues que algún portentoso vocalista gritaba sin micrófono para que la gente bailara. Lo mismo que hacía Walter Brown en la banda del pianista Jay Mc Shann, donde Parker permaneció más de tres años, grabó su primer solo notable –"Hootie Blues"– y abandonó a mediados de 1942 para quedarse en Nueva York.
No fue un suceso instantáneo, sino otra vez la penuria de volver a rodar por un salario miserable como miembro de una orquesta en crisis –la de Earl Hines– que dependía de la presencia de Billy Eckstine y se derrumbó apenas el cantante la abandonó para formar su propia organización llevándose los mejores músicos, entre ellos los dos que pronto revolucionarían el jazz: Parker y el trompetista Dizzy Gillespie.
Grabaron por primera vez juntos en enero de 1945 y antes de que terminara el año, habían establecido el repertorio, la estética musical, el formato instrumental, las normas de comportamiento, una jerga propia y hasta la indumentaria del movimiento denominado Bebop, reducido finalmente a Bop.
Aunque su significado se amplió hasta definir un estilo de vida nocturna e inconformista, al principio la palabra Bebop identificaba una manera distinta, competitiva y excluyente de tocar jazz, con ritmos discontinuos, un método de improvisación asentado más en la estructura armónica que en la melodía de los temas y recursos instrumentales novedosos y tan complicados que sólo podían intentarlos intuitivos superdotados, como reveló ser Charlie Parker en las primeras obras maestras con su nombre en la etiqueta.
La idea de exportar el Bebop y sus dos superestrellas a la costa californiana terminó siendo el desastre comercial y artístico que marcó el fin de la extraordinaria sociedad. Gillespie retornó a Nueva York y Parker quedó varado en Los Angeles actuando con cualquiera y cometiendo un error tras otro, entre ellos el de firmar contrato con un tramposo llamado Ross Russell y su sello Dial, algo que no podía hacer, porque un par de meses atrás se había comprometido con un delincuente peor, Herman Lubinsky, el dueño de los discos Savoy.
El disparate de titular el primer tema registrado para Dial "Moose the Mooche", en homenaje al traficante parapléjico al que también cedió la mitad de todas sus regalías, indica un estado mental que culminó en el colapso nervioso que en julio de 1946 lo mandó directo al manicomio por seis meses. Ocurrió en plena grabación, y la publicación de esas tomas ha quedado como una de las grandes indecencias en la historia del disco.
Pero a mediados de 1947, Charlie Parker reapareció en Nueva York repuesto, saludable y tocando mejor que nunca. La vinculación con el respetado empresario Norman Granz y su troupe de Jazz at the Philharmonic significó la posibilidad de permanecer controlado durante las giras, actuar en grandes salas junto a solistas importantísimos y evitar, al menos durante la mitad de la temporada, esos clubes donde se gastaba en copas su cachet y el de los demás músicos antes de empezar a tocar y luego se negaba a hacerlo.
Granz también lo liberó de las miserables grabadoras anteriores para sumarlo al elenco de su sello Verve, donde además de impecables sesiones con sus pequeños conjuntos y un encuentro con Gillespie y Thelonious Monk, grabó acompañado por Machito y sus Afro Cubans, una big band convencional, el noneto arreglado por Gil Evans con coro a cargo de Dave Lambert y –todavía más extraño– una gran orquesta de cuerdas, contextos instrumentales distintos que volvieron aceptable a Charlie Parker en mundos menos raros que el del Bebop, lo que no fue suficiente para detener su caída.
El sentimiento ante su muerte fue de congoja, no de sorpresa, porque aunque no tenía ni treinta y cinco años –el médico forense estimó la edad del cuerpo en cincuenta y cinco– sus últimos meses habían transcurrido como actos de un drama que no podía terminar de otro modo que rápido y mal, con episodios como la muerte de su pequeña hija, compromisos incumplidos a lo largo del país, un intento de suicidio el día de su cumpleaños, la obligación legal de recibir tratamiento psiquiátrico y una violenta pelea en el escenario de Birdland que acarreó la expulsión definitiva del local que llevaba su nombre, pocas noches antes de acudir al departamento de Pannonica afectado por la neumonía que terminó con él hace hoy medio siglo.