Charlo nunca dirá adiós
Hace más de tres décadas, durante una entrevista concertada para anunciar su inminente despedida, Charlo le reveló al autor de estas líneas que había nacido el 6 de julio de 1909, fecha que antes tuvo otras opciones y tampoco permaneció como definitiva, porque cuando Oscar del Priore volvió a interrogarlo, el año de su llegada al mundo bajó a 1906.
Como es legal mentirle a un periodista, pero no a un historiador, y no ganaba nada con una corrección que le aumentaba la edad, hay que aceptar que así fue y que el jueves se cumplirá un siglo del nacimiento del intérprete y compositor que mejor entendió el método de Carlos Gardel, de quien fue una consecuencia natural y el continuador más genuino sin copiarle otros recursos que el distanciamiento del tango arrabalero, el cuidado para elegir repertorio, la estrategia de proyectarse al resto de América para seguir siendo necesario aquí y un rebuscamiento indumentario que podía pasar por elegancia.
Igual que el francés del Abasto y sin las mismas posibilidades de envolverse en el misterio, Charlo fue tan genial para cantar y escribir tangos dramáticos y valses románticos como para inventarse una personalidad de ganador muy bien educado, complemento ideal de su imagen pública de seductor con clase que sólo se quitaba el smoking para vestir el traje de esgrima con el que consiguió un lugar en el equipo olímpico argentino.
No eran precisamente de florete los lances frecuentes en Avestruces, la región pampeana en que nació, tan remota que lo anotaron mucho más tarde como Carlos Pérez, bonaerense de Puán, nombre demasiado simple que enriqueció agregándole "de la Riestra", perfecto para el débonnaire que soñaba ser, pero demasiado largo de anunciar por radio. Por eso se convirtió para siempre en Charlo - sugerido por el Charlot de Chaplin- la primera vez que pisó un estudio, en 1924.
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Comenzó heroicamente -"Sólo yo y mi pianito", insistía-, cantando para los oyentes todavía escasos de receptores de galena, grabando discos acústicos a su nombre y apareciendo en teatros de revista antes de convertirse en el vocalista favorito de Francisco Canaro, por eso lo molestaba el malentendido de que había debutado con él, a pesar de que esa vinculación le permitió destacarse en el montón, ascender de estribillista a solista principal, eclipsar a ídolos como Ignacio Corsini y Agustín Magaldi, y ser más apreciado y mejor retribuido en el país que Gardel en su última etapa.
Ningún cantor argentino grabó tanto como Charlo: más de quinientos títulos con Canaro, a veces sin siquiera figurar en la etiqueta, a los que hay que sumar discos con otros directores sobresalientes de la época -Firpo, Lomuto, Carabelli- y una producción a su nombre no tan voluminosa, pero más depurada y representativa de su estilo.
Esa manera de cantar confidencialmente y sin desafinar significó una alternativa posible de la escuela gardeliana que se desdibujó en la década del cuarenta, porque exigía hombres apuestos, con talento musical, sensibilidad poética y cierta disposición teatral, identikit que no coincidía con la modalidad realista y la fisonomía no convencional de los nombres que impusieron Caló, Troilo y Tanturi mientras Charlo iba y venía por toda América susurrando tangos igual que si se tratara de boleros.
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También fue el vocalista que más música compuso -él hablaba de un baúl con centenares de piezas inéditas-, pero lo notable no es tanto la cantidad como el perfecto equilibrio de sus tangos, milongas y valses en colaboración con Cadicamo ("Rondando tu esquina", "Ave de paso"), Manzi ("Oro y plata", "Fueye"), Contursi ("Sin lágrimas"), González Castillo ("El viejo vals") y, especialmente, Luis César Amadori, con quien creó tres de las mejores piezas que se le puedan ofrecer a un cantor: "Rencor", "Cobardía" y "Tormento".
En aquel verano de 1971, a Charlo le disgustó que desde el título -"Nunca te diré adiós"- la única nota que había conseguido en una revista importante para anunciar su retiro pusiera en duda que fuera a concretarlo alguna vez, que fue exactamente lo que ocurrió, porque continuó actuando espaciadamente hasta poco antes de su muerte, a fines de 1990, cuando ya no podía cantar, pero recordaba el modo de hacerlo muy bien.
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