El baterista de los Rolling Stones murió acompañado por su esposa Shirley Ann Shepherd, madre de su única hija, con quien compartió 57 años de vida conyugal; desde hacía tiempo, la pareja disfrutaba de la soledad de una granja de Dolton, rodeados de naturaleza y sin lujos
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“Los Stones son una molesta forma de pasar el tiempo”, dijo Charlie Watts aquella vez en la que, con honestidad brutal, rompió las reglas de la etiqueta semántica para confesar que lo suyo era el jazz mucho antes que el rock. Al menos, luego de aquellos 60 iniciáticos y feroces donde su batería poderosa e inmaculada selló a The Rolling Stones, la banda con la que le mostró al mundo sus virtudes, pero con la que él libró una batalla íntima y secreta para que no ocupase cada minuto de su vida fagocitando su existencia.
Watts fue un tipo que se salió del molde. Aquello de sexo, drogas y rock and roll no cuajó del todo en él. Casi nada. Tuvo su momento de descontrol, sí claro. El que esté libre que tire la primera piedra. Pero solo le duró un corto período desde 1983 a 1986. Tres años que sentaron las bases del hombre maduro. Ese que hoy falleció a los 80 años.
El amor
Hijo de camionero y operaria de fábrica, a los 10 años experimentó una epifanía cuando escuchó a Miles Davis y John Coltrane. El jazz comenzaba a despabilarlo. Estudió arte y uno de sus primeros empleos fue en una agencia de publicidad. Cuando le llegó el ofrecimiento para formar parte de The Rolling Stones puso una condición: percibir más que lo que figuraba en su recibo de sueldo.
Si Vladimir y Estragón esperaron a un Godot indefinible, Watts se empecinó por encontrar la materialización de su destino y de rodearse de aquellos que compartían su mirada sobre su filosófica concepción del mundo. En el amor fue igual. Podría decirse que Watts fue un hombre enamorado toda su vida. Quizás por eso no fue rocker de groupie cercana ni debilidades desbordadas.
The Rolling Stones se formó en abril de 1962, poco después de los primeros escarceos de la pareja que, rápidamente, selló un vínculo indeleble. Dos años después, el 14 de octubre de 1964, Charlie Watts se casó con Shirley Ann Shepherd, esa mujer que no se enamoró del prócer célebre, sino de ese otro hombre aún anónimo, de ese apasionado baterista que soñaba con tocar, tocar y tocar, sin importarle dónde.
En aquello tiempos en los que Charlie y Shirley contrajeron enlace, el movimiento hippie se oponía a Vietnam plantando banderas pacifistas y faltaban cuatro años para que se desarrollara la estudiantil revuelta gestada en París y conocida como Mayo Francés. Cuando la pareja se conoció tenían un look más bien Beatle. Cabellos lacios y con flequillos les daban un aire personal. Shirley se enamoró de ese hombre recatado, sencillo, pero refinado en sus gustos. Coincidían en todo. Tal para cual. Y, cuando aún no era un tema instalado, ellos conversaban sobre la protección de la naturaleza.
El baterista no fue un hombre de lujos, aunque vivía una vida sibarita. Es que Watts era de esos que no ostentaban, a pesar de la enorme fortuna que amasó gracias a su estelar vida artística y a las buenas inversiones.
Legado
Charly y Shirley tuvieron una sola hija: Seraphina, la joven que nació cuatro años después de la boda y que los convirtió en abuelos de Charlotte. En ese reducido cuadro familiar, el rock star vivió como si no lo fuera.
Cada vez que terminaba un concierto en gira, lo único que esperaba Watts era fugarse a su habitación para descansar aislado del bochinche de la adulación. Era ordenado hasta la obsesión, así que nadie podía ingresar a sus cuartos. Si sus compañeros de banda disfrutaban con la diversión, el sexo sin escrúpulos y los vicios, él se inclinaba por la austera vida en soledad. En una ocasión, Jagger lo molestó por teléfono y Watts no dudó en ir a pegarle una trompada. Cuando los Stones fueron invitados a la Mansión Playboy, él prefirió disfrutar de la sala de juegos de Hugh Hefner, en lugar de corretear por los cuartos en compañía de bellas mujeres. “Nunca me interesó responder al estereotipo de una estrella de los Rolling”. Touché.
En 1983, crisis de la mediana edad mediante, se volvió una persona dependiente del alcohol y algunas drogas. La feroz adicción minó su matrimonio al punto tal de colocarlo al borde del divorcio. “Me estaba buscando a mí mismo”, confesó el músico en la presentación de una de sus bandas de jazz. Luego de aquellos pocos años de descontrol, volvió a ser el que era. Y, desde ya, no se separó de su amada Shirley.
En junio de 2004 le diagnosticaron cáncer de pulmón, una vicisitud que superó, pero que definió su proyecto de adulta madurez. Sus últimos años los vivió en una granja de Dolton junto a ese amor indestructible con Shirley, esa mujer con la que escribió su propio guion de escenas conyugales mucho más amoroso que el de Bergman.
Lo suyo fue pasar inadvertido para que nadie descubriera que era una pieza esencial. Acaso por eso hoy falleció sin histrionismo en un centro de salud de Londres. Se fue como vivió.
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