El viernes, el acordeonista misionero presentará su nuevo álbum, Eiké! en el Teatro Coliseo; cómo se gesto, cómo llegaron a grabar Gustavo Santaolalla y Jaques Morelenbaum y el pedido de su hija menor
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Si los discos, en muchos casos, son fotografías de un momento determinado de un artista, Eiké! Entrar en el alma, que acaba de publicar el acordeonista misionero Chango Spasiuk, fue definido por las condiciones que impuso la pandemia. Desde el forzoso encierro comenzó a hacer un disco que imaginó solo, el día que decidió improvisar, no con el acordeón sino con el piano, un tema que dedicó a la menor de sus hijas. Pero las ideas fluyeron y los invitados, aunque de manera virtual, fueron llegando. Así fue como hizo un disco de colaboraciones pero lejos de los formatos más convencionales, regidos, muchas veces, por artistas fichados por un mismo sello discográfico.
Chango pensó en su entorno más reciente y fue así que aparecieron Gustavo Santaolalla y el gaitero gallego Carlos Nuñez. Luego, el célebre chelista brasileño Jaques Morelenbaun, el arpista paraguayo Sixto Corbalán, el trompetista francés Erik Truffaz. el guitarrista Per Einar Watle y el contrabajista Steinar Raknes, de Noruega. También llegaron el senegalés Boubacar Cissoko con su korá y el marroquí Majid Bekkas con el laúd.
Ese viaje solitario se convirtió en un diálogo que fue una forma de abrir las puertas de su hogar y también de conectarse con su propia historia. Su padre, violinista aficionado con el que Chango comenzó a tocar en reuniones de familia. Sus hijas retratadas en temas como “Polcas de Juana” y “Mejillas coloradas”, sus antepasados ucranianos o su primer acordeón, que suena en una versión del primer tema que aprendió a tocar.
El jueves toca en Neuquén, el viernes presenta su disco en el teatro Coliseo de Buenos Aires y el sábado en Mar del Plata. Antes, reflexiona sobre este trabajo. “Hay muchas palabras dentro de nuestro lenguaje cotidiano y no sé si profundizamos mucho en ellas. Alma, por ejemplo. Tener una verdadera conciencia de lo que esto significa especialmente en nosotros mismos. Este disco lo comencé solo, en casa. Iba a ser así, leyendo poesías y tocando el piano, como la improvisación de piano para Juana. De hecho, así arrancó el disco. Luego se me ocurrió la idea de escribirle a los invitados. No sé si hubiera tenido tantos invitados si esto no hubiera ocurrido durante la pandemia, porque gente como Morelenbaum o Santaolalla tienen agendas complejas. Todo coincidió en el tiempo de confinamiento. Y terminando todo este proyecto llamé a una intelectual amiga mía de Asunción del Paraguay, que se llama Alejandra Peña Gill. Ella hizo el desarrollo de la palabra Pynandí, cuando publiqué aquel disco. Y le hablé sobre el proyecto y cuando le conté todo me dijo: “La palabra de tu disco es Eiké!”. Y como el guaraní es un lenguaje lleno de imágenes y de significados que aparecen según uno esté dispuesto a entrar en la palabra, ese “entrar”, que es el significado de “Eiké”, representa en este caso una invitación a entrar a tu casa. ¿Y cuál es el lugar más importante de esa casa? Tu propio corazón. Es como una palabra de muchas posibles lecturas. Desde ese lugar tengo, primero, un dialogó de corazones abiertos con los invitados. Luego un diálogo con la gente que me escucha desde hace tantos años.
-¿Necesitás revisitar composiciones que tienen muchos años porque ya no te sentís identificado con lo que grabaste hace 20 o 30 años?
-No. La única que quizá no me guste tanto es la versión de “Lucas” [dedicada a su padre y grabada por primera vez en 1992], que está en un disco que, hoy, creo que pude haber grabado mejor. Pero la mayoría de las motivaciones son de ver hasta dónde las puedo estirar un poco más. En general, no pienso si las canciones son nuevas o viejas sino en la posibilidad de un nuevo planteo. Y hasta dónde, estéticamente, se pueden desarrollar. En algún momento tuve la fantasía de hacer chamamé como si fuese un standard de jazz y por eso me conecté con Truffaz. En otro momento, pensé como sonaría un chamamé en un instrumento tan antiguo y cargado de historia como el laúd. No elijo cualquier canción. Cuando pienso en eso ya tengo la canción en mente. Todas las devoluciones de los artistas fueron superadoras. Y la posproducción fue muy bella.
-Detrás de cada versión hay músicos y una historia: ¿Qué tanto influyó eso?
-Con la mayoría me había cruzado antes de la pandemia. Con Santaolalla y Carlos Núñez estuvimos antes de la pandemia, en el teatro Coliseo, en un concierto de Núñez. Estaba fresco en mí ese encuentro. Antes de ese concierto había hecho una gira europea donde tuve una charla con Majid Bekkas en el Babel Meet, de Marsella, y en el norte de Francia con Boubacar Cissoko. Con los dos pensamos que en algún momento estaría bueno hacer algo. Con Per Einar Watle hicimos un disco. Al arpista Sixto Corbalán lo conocí haciendo [el programa televisivo] Pequeños universos. Al único que hacía tiempo que no veía, desde que hicimos gira juntos, era a Morelenbaum. Pero no salí en busca de algo con lo que nunca había interactuado.
-El álbum tiene también una fuerte mirada hacia adentro. Tus hijas están presentes en tu música. Tu padre vuelve en esta versión de “Lucas”.
-No es una necesidad, pero creo que no se puede separar la vida doméstica. Todo está en las impresiones que recibo, ese es mi sonido. Lo que leo, las personas que me rodean. Lo que sucedió con este disco es que yo no soy de los que graban en su casa. Para mí grabar un disco es ir al estudio ION y trabajar con “El Portugués” Da Silva o con Amílcar Gilabert. Con la pandemia, el ingeniero de sonido me instaló un software en la computadora y me dijo: “esto se graba así”. Tunié el living de mi casa y puse los micrófonos. Empecé por la “Improvisación para Juana” y cuando quise guardar lo grabado borré tres de los cuatro micrófonos que había usado. Por eso el piano no suena poderoso. Después aprendí. Pero ninguna improvisación salió como la primera. Mis hijas más grandes tienen sus composiciones y la más chica me decía: “¿Qué pasa con mi tema?”. Después de que hago las cosas me aparecen las palabras. Padre, hijos, tierra, provincia. Es mi pequeño mundo Chango que tiene todas estas cosas. Ese es mi mundo Chango. Un día un señor me regaló un cuadro hermoso en el que se ve a un niño con un redondel enorme de tierra colorada. Y lo llamó Mundo Chango.
-La figura de tu padre violinista llama la atención, ya que tocabas mucho de chico con él y murió cuando vos ya comenzabas a tener un lugar en la música popular argentina.
-Hay un agradecimiento constante. El de no transmitirme sus miedos, tener confianza, tener la experiencia de intentar proyectos propios más allá de los resultados. Uno siempre termina hablando del padre, pero en eso también está ahí la fuerza de mi madre, a quién en algún momento me gustaría hacerle una canción. ¿Por qué toco esta canción? Bueno, porque hay algo de mi padre ahí. Su fuerza, su entusiasmo y una búsqueda desesperada de la belleza. Era un carpintero tosco, nacido en una chacra, sin instrucción ni libros, sin haber escuchado demasiada música. ¿De dónde viene su necesidad de detenerse en la flor, en el sonido, en un instrumento tan sutil como el violín? La verdad que no lo sé. Pero me pregunto porqué tanto esfuerzo.
-¿Habrá sido la escasez?
-Posiblemente. Sí. La conciencia de la escasez, de la carencia y la necesidad. Ser consciente de una flor que está pidiendo ser regada, como dice El principito. Cuando miro eso, a la distancia, agradezco. Y no lo hago conceptualmente sino en acciones. Fijate que hay una conexión natural. En este disco grabé el chamamé “Siete higueras” con mi primer acordeón, ese que mi papá me regaló hace 44 años, cuando yo tenía 10. El primer chamamé que aprendí a tocar fue ese, de Isaco Abitbol. Conocés la historia: yo mucho después vendí ese acordeón y más tarde lo recuperé. Pero nunca grabé con ese instrumento. Por eso pensé, encerrado en mi casa, que podía grabar el chamamé y con ese acordeón con los que empecé mi vida como músico. Es como cerrar una enorme Gestalt, por decirlo de alguna manera. Y lo llamé al maestro Pablo Farhat para que toque el violín, así sonaba como cuando yo era niño. Ahora sí puedo decir que dejé testimonio con mi primer acordeón y con esa composición de Abitbol. Ya lo puedo soltar. Hasta ahora era solo un recuerdo.
-Está relacionado quizá a las Polcas de mi tierra, ese disco que se conectaba con la inmigración y la historia de tus antepasados ucranianos.
-Es algo parecido. Y seguramente hubiera tocado ese acordeón. Pero en ese momento todavía no lo había recuperado. El otro día me decía una mujer muy sabia algo que me llamó mucho la atención: se cree que los hijos tienen la impronta de los padres. Pero no, tienen la de sus abuelos, transmitida por los padres. Hay saltos generacionales. Y eso me pone en conexión con estos cuatro abuelos inmigrantes, todos ucranianos. La carencia, el desprendimiento, la actitud para sobrevivir a cualquier contexto. Qué fuerte es todo esto y en este contexto de guerra en el país de mis abuelos. Mi manera de hacer una música poco comercial, de manera independiente, evidentemente viene transmitida en ese cuero duro de mis abuelos.
-¿Te golpea de una manera especial la invasión a Ucrania?
-No puedo dejar de ver lo que pasa con otros pueblos. La injusticia y la violencia. Lo confundidos y alienados que estamos porque es inadmisible que a esta altura del partido la lucha de intereses se tenga que manejar a partir del costo de vidas humanas. También tengo que ser sincero. No me mueve más la vara la injusticia con el pueblo ucraniano que con otros pueblos manipulados, avasallados y vapuleados. En realidad, esto me interpela y preocupa y me moviliza en mi pequeño rango de acción, para cualquiera. Porque uno no esté opinando no significa que no esté conectado con lo que sucede. Más en esta época de redes sociales. Evito emitir juicios, para que la gente que me sigue no se pelee entre ella.
-¿Qué tan complejo es llevar este disco, con tantos invitados, a un escenario?
-Van a venir Per Einar Watle desde Noruega y Sixto Corbalán de Paraguay. Con los invitados que no estén haremos otra cosa. Pareciera que los traperos lo hacen todo el tiempo, ¿por qué yo no puedo disparar digitalmente los instrumentos de los invitados, como una vez hice con la voz de Mercedes Sosa, en el Teatro Ópera? A veces uno se cuestiona mucho [hace una pausa y se ríe pensando en lo va a decir]. Hay tipos que aparecen con una computadora y le dan play. Nosotros también vamos a hacer play, pero somos como diez tocando alrededor de eso.
Chango Spasiuk. Viernes, a las 21, en el teatro Coliseo, Marcelo T. de Alvear 1125. Entradas desde 3500 pesos en el sitio del teatro
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