Fue un ícono del soft rock, estuvo en la ruina y se reinventó en clave autoirónica. De Bravo a Tinelli, retrato de una estrella glam en su propio universo
En los fondos de una galería sobre la calle Cuenca, en Villa del Parque, un chico de 8 años se entretiene como puede mientras su padre les corta el pelo a los varones del barrio. Es el último tirón de los 70 y, de a ratos, para salir del sopor de una peluquería para hombres, el chico tiene permitido ir hasta la casa de discos, en el local de al lado, donde un sujeto amable le pone vinilos de The Police. Hay un plan mejor todavía: la peluquería de su abuela, a unas cuadras de allí. En la de su padre los caballeros conversan arduas cosas de la circunstancia argentina y nadie le pasa mucha bola. Pero las clientas de su abuela mueren por escucharlo cantar y le aplauden al chico todas las gracias, todas sus mímicas de cantor. Descubre ese chico, a esa edad, en ese otro local, el funcionamiento íntimo de la platea femenina, sus pliegues secretos; y que el mundo entero puede estar hecho de un buen corte de pelo, una canción y mujeres que te miran brillar.
--¿Qué requisito era más importante para ser músico de Bravo: saber tocar tu instrumento o tener una buena melena?
En una mesa bulliciosa de una pizzería de la calle Corrientes, a los 47 años, Carlos Alfredo Elías demora la respuesta porque la sabe, y porque sabe que la sé.
En la Navidad de 1988, Every Rose Has Its Thorn, de Poison, se mantuvo durante cuatro semanas en el número 1 del Billboard Hot 100 y selló para siempre un formato de época: el del frontman bonito y símil renegado, alejado de la rudeza imperfecta del macho metalero y más cerca de cierta delgadez andrógina que sufre y se divierte, según la canción, y que en vivo tira pelazo.
Para ese año, el chico que se aburría en la peluquería de su padre ya había aprendido el oficio de las tijeras y el de las guitarras, y ya había decidido a cuál de los dos le dedicaría la vida. Ya había llevado demos por cuanta productora quisiera recibírselos y ya se los habían devuelto; ya había armado Rocket Boys no tanto para sonar como Duran Duran, sino para verse como ellos. Y ya había tocado en los cabarets del microcentro por unas monedas al final de la noche. Ya había comprendido que Soda Stéreo era todo y que el rock se trata de un trabajo en el que sólo queda ir para adelante. Le sirvió ver que el sujeto amable del negocio de discos que le ponía The Police salió del fondo de la galería para alquilar un local a la calle, y que así le fue mejor, y entonces después abrió otro local, y después uno más y cuando tuvo una cadena les puso a todos el mismo nombre: Musimundo.
Los sismos producen réplicas, y el hair metal del mercado anglo en el final de los 80 produjo a Bravo en el mercado argentino para el principio de los 90. Hubo que heredar la constitución glam de David Bowie o de Aerosmith y desarrollarla industrialmente hasta que Poison y Bon Jovi estuvieron listos para copar las radios del mundo con himnos y power ballads. Una vez que esa descarga se completó, todas las bandas que quisieran poner la fe en el diseño capilar quedaron habilitadas para hacerlo.
--¿Cuándo supiste que ibas a ser Cae?
Tuvo una revelación, dice; una especie de epifanía durante una tarde en un departamento de la calle Guido después de otro enfieste regular con las chicas del King, el cabaret donde tocaba en ese momento. Abrió una ventana y lo supo. Dice ahora, Carlos Alfredo Elías, sentado en esta pizzería, que vio el sol del mediodía y lo supo. Lo que vino después, entonces, fue la manufactura de una versión local, la argentinización del rock de los pelos que será protagonizada por el hijo de un peluquero de Villa del Parque.
El codo de la historia dobla en los estudios que Oscar Mediavilla tenía en Valentín Alsina, que también eran su casa y sus oficinas. Mediavilla, guitarra y cerebro de La Torre, se pasó los 80 aprendiendo el oficio de producir, y cuando Cae y el resto de la banda llegaron hasta él ya tenía aprendida la dinámica que requiere una formación de rock para ser construida y quedar rotando en el mercado.
Fueron meses de ir y venir con los instrumentos encima, una horita arriba del 117 hasta Puente La Noria, después combinar con algo que los dejara cerca de la calle Colombia. Después volverse. Después ir otra vez. En uno de esos viajes, Cae se cruzó con unos chicos que también llevaban instrumentos. Lo invitaron a ensayar con ellos y le dejaron un teléfono. Pero a Cae le pareció que haciéndose llamar Los Auténticos Decadentes no podrían llegar muy lejos, y nunca los llamó.
Un día Bravo cayó en lo de Mediavilla y el tipo los estaba esperando con el primer contrato de la banda, para el disco Desierto sin amor, de 1991. Dice Cae:
--En esa época éramos todos pobretones, Oscar también. Armaba los filtros de los micrófonos con las medias negras de Patricia Sosa.
Bravo fue, de algún modo, un contra rock. Porque no encontró su alta rotación en la programación canónica de la Rock & Pop sino en la menos rockera Z95. De hecho, el primer manager de la banda fue Horacio González Garrido, más conocido por todos como H Scanner, voz insigne de la Z.
Tampoco fue bendecida en La TV ataca de Mario Pergolini sino en el Ritmo de la noche de Marcelo Tinelli. Definitivamente, no fue una banda aprobada por la intelligentzia de la época, pero tuvo lo que hay que tener para bancar una existencia real: hits. Un puñado de ellos. De esos que 25 años después siguen tarareándose en la cola del Pago Fácil.
Fue, también, Bravo, un hecho capilar, pero finalmente el rock lo es: no habría Beatles sin flequillo, ni Ramones. No habría Marley sin dreadlocks ni Elvis sin patillas ni Charly sin bigote. De Vanilla Ice quedaron las dos rayitas que se dibujaba junto a las sienes a punta de rasuradora y Billy Idol anticipó, en el comienzo de los 80, el escarpado amarillo que Bart Simpson estrenaría sobre el final de la misma década. La esponja formidable de Jimi Hendrix fue reverberada por Slash. Sinead O’Connor eligió negar el pelo, lo que también implica una forma de enunciarlo. El musical que retrata las contorsiones culturales de los años 60 se llama Hair porque el largo de una cabellera alcanzó su cumbre semántica al transformarse en manifestación política, y que cortarla haya sido la respuesta del sistema para conservar el orden no hace más que rubricar su trascendencia cultural. En algunos casos no es el pelo sino su complemento, el accesorio que lo transforma: el fijador del rockabilly, el sellador de la cresta punk, el spray de James Brown, el jabón con el que Robert Smith terminó de fabricar a The Cure, y que llegó hasta Soda Stereo. Y en otros, toma la forma de grito desesperado frente a la angustia de la existencia: Britney Spears asesinando su figura frente a un espejo mientras los mechones le van cayendo a sus pies; el Pity Alvarez extirpándose las cejas. El corte de pelo como narrativa, como discurso y, en el techo de su consagración, convertido en género: nunca nadie creyó que fuera a existir eso que conocimos como hair metal.
***
Después de tres discos y una cantidad creciente de tensiones internas, y cuando bajó la espuma mediática de Bravo, España era un destino lógico para el salto del rockstar solista al mercado internacional. Pero lo que Cae, la familia con esposa y dos niños pequeños que ya había formado y sus músicos encontraron en la vieja Europa fue una estafa primero, por parte de los productores que lo llevaron. Y la urgencia de tener que sobrevivir después. Sobrevivir en el sentido drástico de mi amor qué comemos esta noche.
--Teníamos que elegir qué días podíamos comprar un pedazo de carne, y qué días no.
--¿No tenías ahorros?
--Sí, claro. Le pedí a mi familia que me enviara el dinero que yo había dejado en la Argentina, pero se la quedaron los bancos. Era 2001 y había corralito.
Entonces el chico ganador de las mechas rubias que las enamoraba a todas de golpe fue un papá en el metro de Madrid haciendo pasar a sus hijos por arriba del molinete para ahorrarse dos tickets.
--Una vez nos vio un guarda. Me llamó, me dijo que debía pagar los boletos. Era un 6 de enero, día de Reyes. Yo les había comprado unos juguetitos a mis hijos y me había quedado sin un centavo. Le ofrecí mi reloj. Con un desprecio que no voy a olvidar jamás el tipo me dijo: “Vosotros los sudacas nos estáis devastando”. Y nos dejó pasar.
Hoy Cae hace 70 shows al año porque no se fija si hay que cantar en una fiesta de 15 del conurbano o en el Teatro Maipo. Es de esa gente que se come hasta la última arveja del plato porque una vez conoció el hambre.
Para finales del 2002, los Elías estaban de nuevo en la Argentina. Volvió con vergüenza, Cae. Con demasiada conciencia de la derrota. Así que eligió terminar con la criatura que lo había llevado hasta allí. Se mudó a Mar del Plata, la ciudad de su esposa, y se bajó de los escenarios. El anonimato fue una decisión sostenida y comenzó a trabajar en radio, en la parte gerencial y de programación. Entonces ya no hubo Cae, sólo hubo Carlos Elías, el tipo que lleva a los chicos a la escuela por la mañana, castinea locutores para que salgan al aire por la tarde y vuelve temprano a casa. Fue un período de reconfiguración, y perfectamente melancólico.
--¿Quién fuiste durante esos años?
--Otro bonaerense con trabajo anónimo.
Esta historia podría terminar acá, la verdad. Un tipo que encontró el éxito a sus veintes, lo perdió a sus treintas y se dedicó a vivir en paz lo que le quedara por delante. Cada tanto, en algún cruce casual, alguien creería reconocerlo y le preguntaría: “¿Vos no eras el que cantaba con una vincha en la cabeza?” Y él respondería que sí, que no, según el humor de su tarde. Tendría una foto de aquellos años en la oficina y una guitarra con la que tocaría sus viejas canciones en el final de sus asados. Ojo, no está mal. Hay muchos tipos así.
Pero no.
Para el 2006, Daniel Sanguineri, un amigo que trabajaba para EMI, le empezó a insistir con volver a probarse en vivo. A insistir, no: a romper las pelotas. Esa clase de personas que creen en uno más de lo que uno querría. Cae seguía siendo Carlos Elías, a secas, y aún permanecía en su claustro marplatense, armando canjes entre las productoras, sacando chivos con los hermanos Weinbaum en la modesta televisión regional.
Lo primero que comprendió Elías es que Cae, finalmente, era una ilusión, como una Barbie que viene con accesorios: trae su bandana y su guitarra, sus chupines y sus anteojos oscuros. Asumido lo cual volvió a darle vida a su muñeco, pero antes le prometió a su amigo, o a sí mismo: si no agoto una función, acá terminó todo de verdad. Fueron tres noches sold out en el viejo Teatro Güemes. Ahí supo que había vuelto.
El pulso de la vida de un músico se mide en contratos. Cuando no están, es un pulso muerto. Cuando aparecen, el muerto revive. Hoteles, casinos, temporadas, shows. Carlos Elías volvió a Buenos Aires en 2007 y Cae regresó con él.
Sábado 2 de septiembre de 2017. Nueve de la noche. Teatro Sony, Palermo. Cae está a cinco minutos de salir a tocar. Acá están las nietas de las mujeres que se hacían la permanente en la peluquería de su abuela, y que lo aplaudían como se aplaude a un mocoso encantador. Vinieron, ya crecidas, a dejarse enamorar por un puñado de canciones que canturrean desde hace casi tres décadas. Van a meter coro de amigas en banda durante el estribillo de “Te dije adiós mientras dormías”; van a dejar la garganta sobre la línea que dice “Y ahora nuestro tema/sonando en la radio...”. Hay algunos novios, maridos, varones que le ponen onda al asunto de acompañar. Nadie tiene menos de 30 y todo está cruzado por un intangible espíritu de pub.
***
Tenía 11 años cuando Norberto Napolitano entró a la peluquería de su padre y pidió un corte de pelo. Esa tarde el pibe Carlitos se quedó con un papel firmado cuya dedicatoria decía: “Desgraciadamente, Pappo”. Ahora, 35 años después, está acá, abriendo su show con "Rocklover", el primer track de su disco de 2012 y que también funciona como bajada, como apellido, como conjunción definitiva de la evolución de su personaje. Cae Rocklover, el eslabón perdido entre Bon Jovi y Cacho Castaña, según él mismo se relata en un alto de su concierto.
Porque resulta que la noche está hecha de canciones pero también del standup cítrico de un tipo que aprendió a reírse de sus propias confituras. Pide desde el escenario que le avisen si se demora demasiado en la reconstrucción del chape adolescente y sus manuales, o en la forma en la que debe bailarse un lento en un asalto. Se siente cómodo, Cae, en la memorabilia de su generación, que además le sirve para tirar de la noche. Después arranca otra vez, hace dos temas y vuelve a la charla. Tira labia, Cae Rocklover. Chamuya. Zapa el largo talksong de su vida y sus experiencias. Cuenta que en la calle la gente le pide autógrafos y se decepciona cuando descubren que no es Sergio Dalma.
Durante todo el ancho de la noche, Cae tendrá a su izquierda un guitarrista más bien físico que, como él lo ha hecho, desparrama por el aire las contorsiones de su melena. Es Franco Elías, su hijo y su tributo. A los 20 años, Franco homenajea a su padre replicándolo detalladamente. Verlo es ver a Cae revisitado, reversionado. Carlos Alfredo Elías hizo lo que ahora este chico está haciendo cuando tuvo que componerse, inventarse. Habrá que ver a quién tributa el hijo de Franco dentro de 25 años. Por ahora, es esto. Y la verdad es que cualquier papá en este mundo quisiera ser celebrado así.
Después del show, en la intimidad del camarín, Cae descansa y su hijo también. Frente al espejo hay una petaca de Jack Daniel’s que permanece sin abrir. Un sillón, unos bolsos, la verdad es que no hay mucho más. Los camarines son como aeropuertos: gente que pasa y no se queda. Cae se queja de un dolor en la rodilla. No sería nada si no fuera porque esta semana le toca entrar al Bailando y el martes siguiente estrena Rock of Ages, el musical de Broadway que fue película. A Cae le dieron el papel que hizo Alec Baldwin.
--Hasta Tinelli y el Maipo, no paro.
Relaja, Cae, echado en un sillón. Lo de Tinelli es un chiste, aunque de verdad fue convocado por la producción de Showmatch. Lo de Maipo también, aunque de verdad Rock of Ages estrena en la legendaria sala de Esmeralda al 400.
Lo de “no paro”, no.
--Eso es posta --dice. Y se ríe otra vez.
***
Martes 5 de septiembre de 2017. Once de la noche, hall del Maipo. Acaba de terminar el estreno de un musical en el que Cae es Dennis Dupree, el dueño de una salvaje rockería de Los Angeles. Hay fotógrafos, panelistas de la tele, famositos del run run de la pantalla de la tarde. Y También hay familia. Gente que vino a ver lo que su prole es capaz de hacer sobre un escenario.
Sobre un costado, cuidando el bajo perfil, está la chica con la que Cae comparte la vida desde hace el tiempo suficiente como para no necesitar precisarlo. Es una ex bailarina de Mateyko que prefiere no nombrarse y que banca la parada desde que a Cae los contratos le prohibían decir que estaba de novio. Es la mamá de sus hijos y ella también pasaba chicos por arriba de los molinetes en el metro de Madrid. Dice que está orgullosa y que todo lo que le pasa a su marido, bueno, será que se lo merece. Que el tipo trabajó para esto. Que se cuidó para esto. Que se sigue cuidando. Que no hay secretos. Que el secreto es contraerse. Y ponerle huevos a laburar. En un rato, Cae y yo vamos a estar en una pizzería de acá a la vuelta. Nos vamos a quedar hablando hasta que los mozos comiencen a dar vueltas las sillas. El me va a contar su historia. Yo lo voy a escuchar. Me voy a pedir una cerveza. Cae, un agua mineral.
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