Bruno Gelber, en la apertura de la temporada de Amijai
El pianista presentará hoy un programa basado en sonatas de Beethoven
Hoy se le tributará un merecido homenaje a Bruno Gelber en Amijai, en el que se le entregará una placa conmemorativa tras un acto organizado por una comisión de notables. Conozco a Bruno Gelber desde hace más de cuarenta años, y de nuestros encuentros recuerdo el último, que tuvo lugar en Estocolmo mientras yo me desempeñaba como embajador en Suecia, que fue muy grato porque lo acompañé sentado a su lado en un par de ensayos, además de escuchar con fruición su concierto.
También recuerdo nuestra charla en Washington DC en el 80, cuando lo visité en una "suite" del famoso edificio Watergate, que tenía la ventaja de estar prácticamente al lado del John F. Kennedy Center For The Performing Arts, lugar de los cuatro conciertos que ofreció en Washington. La "suite", con piano y todo, le fue cedida por el entonces director permanente de la orquesta sinfónica, Mtislav Rostropovich, y sus ventanales daban el río Potomac. Conversé con un Gelber seguro, maduro, cálido, humilde y muy argentino, a pesar de su trajinada vida internacional. Por eso desearía aprovechar esta oportunidad para transcribir algunas partes de su valioso testimonio.
Entre otras cosas, me contó que entre octubre y noviembre había hecho un total de 22 conciertos, recordándome que había comenzado aquí en 1966 y que después tocó una sola vez en 1967 en Nueva York en el Carnegie Hall. Fui yo quien le recordó que en aquella oportunidad el famoso crítico de The New York Times Harold Schonberg dijo que era "el vivo reflejo de Rubinstein", lo cual le valió que en 1968 fuera invitado a Nueva York para las grandes performances y después a Washington. Así fue que después de 1968 ya estaba allí en plena carrera. Cuando le pregunté cómo era su vida en París y en Europa, me dijo que como todos los concertistas vivía lo excepcional como natural y lo natural, excepcionalmente. Vale decir que lo natural era para él estar entre aviones, gente nueva, cuartos distintos. Tan era así que de pronto se despertaba de noche y no se acordaba en qué ciudad estaba.
En cuanto a sus planes inmediatos, tenía tres conciertos en Suiza y luego iba a Viena, Munich, Fráncfort, Trieste y Madrid, donde estaba invitado por la reina Sofía para dar un concierto. Luego serían Amsterdam, La Haya, Berlín y después dos festivales en Francia y Londres. Cuando le pregunté si iba a tomar vacaciones, me contó que afortunadamente sería en Buenos Aires, donde llevaba realmente una vida linda. Vivía en la casa de su madre. Estudiaba cosas nuevas, no tenía que organizar nada. Y ahí estaba lo excepcional para él: poder quedarse en un lugar sin ir y venir con valijas. Adoraba estar en nuestro país y le ocurría algo para él todavía increíble: iba a un negocio y la persona que lo atendía lo reconocía y le pedía un autógrafo. Lo paraban en la calle. Y esto no era común en artistas que hacen música clásica, que no trabajan el género popular.
Yo le pregunté a qué lo atribuía: él consideraba eso algo casual, porque cuando en el 76 lo llamó una amiga suya y le dijo todo lo que faltaba en los hospitales, él la vio venir y le preguntó: ¿querés que dé un concierto a beneficio? Por supuesto, le dijo que sí. Era para los hospitales de la municipalidad, y él sintió que tenía que hacerlo, porque pensaba que un artista no tenía que estar comprometido con lo político, pero sí con lo social. Recaudaron 98.000 dólares.
Le pregunté cómo se sentía frente al público y dijo que cuando daba un concierto se preparaba también espiritualmente. Hacía concentración para estar en situación de inspiración, porque no se podía pasar de una cosa a otra, de la rutina al concierto. Y para que me contara de manera práctica y directa le pregunté qué haría para el concierto de esa noche y me dijo que almorzaría liviano, luego estudiaría, más tarde descansaría y haría relajación, respiración, concentración. Es decir, entraría en "capilla", como los toreros. Era como un rito, porque tenía que entregarse al público con toda su alma. Estaba la parte física; la parte intelectual, que era el conocimiento de la obra, y la parte espiritual de entrega total a la obra y al público. Tratar de ser tan transparente como para que la obra pasara de la manera más auténtica al público. Debía transformarse en un instrumento sensible, vivo, para transmitir la obra de arte y darla a quienes la esperaban.
Entonces podía ocurrir que el teatro se cayera abajo de aplausos, pero en el momento en que ello ocurría no lo podía disfrutar enteramente, porque todavía estaba en otra cosa. No podía estar en la vanidad que da el aplauso y en la dimensión espiritual que es la entrega. Una cosa o la otra. Recién disfrutaba del aplauso horas después, con el recuerdo.
En cuanto a su relación con los autores, me dijo que era estrictamente musical, porque la música era un idioma clarísimo para él. Y nada le decía de ellos más que sus propias obras. Nada le decía más de sus estados de ánimo que leer las partituras. Mucho más que cualquier biografía.
Respecto de la inspiración, me contó con toda honestidad que no siempre se tenía. Pero que cuando le faltaba trataba de autoestimularse mediante recuerdos de paisajes, de personas queridas, de cielos vistos desde algún avión, de olores gratos. Siempre recordaba ese olor, mezcla de humedad y madera, que había en la casa de Scaramuzza en Lavalle y Ayacucho. No fumaba, no bebía alcohol, no tomaba café y se cuidaba mucho físicamente, porque el cuerpo era el receptáculo del alma. Trataba de preservarse de todo lo dañino. Y conocía sus límites. Para poder tener conciencia e iluminación, para poder ser el medio por el que pasaba la música, había que vivir de una manera muy especial, muy cuidadosa. Pero eso le daba tanta felicidad que no le importaban los sacrificios, porque ningún goce humano, ningún placer era comparable a ese momento de la transmisión al público de las obras de los grandes artistas.
El autor es escritor, periodista y diplomático
Bruno Gelber
Sonatas de Beethoven
Comunidad Amijai, Arribeños 2355.
Hoy, a las 20.30
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