Black Sabbath en Vélez: una banda a la altura de su legado
En el estadio José Amalfitani, la banda de Birmingham dio un show glorioso que no apeló a la nostalgia reciclada
Ruido de lluvia, el sonido de truenos a lo lejos y el tintineo lento y pesado del campanario de una iglesia. En lo que fue la despedida definitiva con el público local, Black Sabbath decidió que lo mejor era empezar por el principio de su propia historia. La canción homónima de su debut ídem sonó el sábado en Vélez tan siniestra como en su versión de estudio de 1970, con su ritmo de marcha fúnebre coronado por un riff disonante y en cámara lenta en manos del guitarrista Tony Iommi. En medio de ese clima lúgubre, Ozzy Osbourne se aferró al micrófono para esbozar una letra en la que se hace alusión a un final inminente por la llegada del diablo. Lejos de la preocupación, el cantante esboza entre versos una sonrisa maléfica, propia de quien se animó a mover sus fichas para el lado del ángel caído.
La gira que depositó a la formación original de Black Sabbath por segunda vez en Buenos Aires (o al menos a tres cuartas partes de ella, ya que en la reunión el baterista Bill Ward no fue de la partida) lleva por título The End, la afirmación ineludible de que, después de haber convertido el grupo en una puerta giratoria que tuvo a Iommi como único miembro estable en todos estos años, ahora sí llegó la hora de decir adiós. Lejos del oportunismo revisionista y la nostalgia reciclada, lo que se vio el sábado en el José Amalfitani fue a una banda a la altura de su propio legado, despidiéndose en la gloria antes de arruinar su propia estampa.
Como una afirmación del aporte de sus primeros álbumes al nacimiento, desarrollo y escolarización del heavy metal hasta convertirlo en una entidad independiente, doce de las trece canciones que interpretó Black Sabbath en Vélez salieron de sus cuatro primeros trabajos, con el foco puesto en Paranoid, su segundo opus, de 1970. El recorte dejó afuera del repaso a discos como Sabbath Bloody Sabbath, Sabotage o el más reciente 13, que reunió en el estudio a Iommi, Osbourne y el bajista Geezer Butler por primera vez en tres décadas y media, pero a nadie pareció molestarle las omisiones cuando lo que se tiene delante de los sentidos es un best of de su propia carrera interpretado en vivo en poco más de hora y media.
Con una edad promedio de 67 años, los tres miembros de Sabbath todavía están en condiciones de evocar demonios con la misma oscuridad que en sus años mozos. Lejos del papel del bufón escénico que encaró en la última década gracias al reality que expuso la intimidad de su familia disfuncional, Osbourne ofició de monje negro abrazado al soporte del micrófono, mientras Butler y Iommi construían paredes de distorsión demolidas por el pirotécnico baterista Tommy Clufetos a golpe limpio. “Fairies Wear Boots”, “After Forever” e “Into the Void” fueron muestra de esa vigencia, donde la pesadez a velocidad crucero devino en hipnosis por repetición. El trance se quebrantó de a momentos en “Snowblind”, cuando la voz de Osbourne se quedó a mitad de camino cada vez que el tema le solicitó acudir a lo más agudo de su registro.
El costado más intenso de Sabbath se puso de manifiesto con el himno antibelicista “War Pigs” y la primera ronda de pogo desatada en el campo, y la furibunda “N.I.B.”, antecedida por un solo de bajo con wah-wah a cargo de Butler. Poco después, una versión reducida del instrumental “Rat Salad” desembocó en otro solo, esta vez de batería. A lo largo de casi diez minutos, Clufetos (que nació en 1979, el año siguiente al que Osbourne fue despedido del grupo por sus adicciones) aporreó parches y castigó platillos con rabia, una escena extensa en demasía, que sólo puede encontrar su justificativo para que Osbourne y compañía repusieran energías tras bambalinas. Después de su demostración más gimnástica que musical, el baterista comenzó a marcar un golpe lento que devino en los cimientos de “Iron Man”, que marchó con la cadencia y la pesadez con la que el protagonista de la canción arrasa con todo lo que encuentra a su alrededor a paso de gigante de hierro. “Dirty Women” y “Children of the Grave” resumieron cerca del final las facetas posibles de la música de Black Sabbath. La primera, más psicodélica y caleidoscópica; la segunda, intensa y acelerada, ambas convertidas en un momento protagónico de Iommi a fuerza de solos de guitarra dominados por un estilo en donde la creatividad tiene más preponderancia que el virtuosismo.
Para la despedida final, Black Sabbath apeló a “Paranoid”, un himno que para la patria heavy es tan fundacional como “(I Can’t Get No) Satisfaction” para la tribu stone local. Durante esos tres minutos, todas las voces del estadio se unieron a la de Osbourne para convertir en un solo rugido la proclama desesperada de su estribillo (“Creo que voy a enloquecer si no consigo algo para tranquilizarme / ¿Podés ayudarme a ocupar mi mente?”). La escena podría haberse prolongado por horas, pero un final en seco puso fin a la celebración colectiva. Después de una ronda de saludos con los brazos en alto, y mientras por los parlantes comenzaba a sonar la versión de estudio de “Zeitgeist”, la relación entre Black Sabbath y el público local pasó a conjugarse en tiempo pasado, sólo recitales de por medio. Su legado sigue ahí, inalterable, y de ahí no se moverá jamás.
Black Sabbath - Estadio José Amalfitani
Duración: 95 minutos
Integrantes: Ozzy Osbourne (voz), Tony Iommi (guitarra), Geezer Butler (bajo), Tommy Clufetos (batería), Adam Wakeman (teclados).
Califación: Muy bueno
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