Biografía colectiva: por qué la música más ardua puede convertirse en una pasión
La ensayista cuenta las razones por las que el ciclo del San Martín la volvió adicta a un género frecuentado por una comunidad fervorosa
En una de las escaleras del Teatro San Martín, escuché: “Sciarrino me tiene un poco cansado”. Me di vuelta y allí estaba Gerardo Gandini, el más grande músico argentino que, cuando yo era muy joven y él también, había organizado una serie de conciertos gratuitos de música contemporánea en el Colón. La frase de Gandini, seguramente uno de sus momentos de mal humor, me dio una pista: no era necesario que a uno le gustara todo; lo que era imprescindible era que fuera posible escuchar todo. Después adoré la música de Sciarrino y tengo todavía la duda de que la frase de Gandini fuera una de sus salidas arbitrarias, que, al mismo tiempo, lo volvían atractivo: un vanguardista. Años más tarde, por casualidad, en la sala Casacuberta, mi butaca estaba al lado de la de Sciarrino. Cosas así nos pasaron en los ciclos de música contemporánea a mí y a muchos otros, recuerdos tan insignificantes como decisivos en una biografía estética colectiva.
Escuchamos mucha música por primera vez. Contra los que piensan que hay que confiar todo a la sensibilidad (¿cuál sensibilidad?, ¿salida de dónde?), el arte necesita ser hablado y escrito. No es sólo una cuestión de gusto, porque el gusto no es anterior a la experiencia. Quienes me buscaban por algún trabajo durante noviembre aprendieron mi respuesta (que muchos juzgarían esnob): “Cerré la agenda porque es el mes de música contemporánea”. ¿Cómo no estar allí cuando Santero hizo Cage, entre el público y los músicos? ¿Cómo negarse a la Oresteia de Xenakis, donde la música es tan brutal como el mito? Finalmente: ¿cómo faltar, si podía encontrarme con Margarita Fernández y tomarla del brazo para bajar las escaleras?
Escuchamos mucha música por primera vez. Aprendimos que los sonidos y soplidos de una flauta, de un clarinete, de un piano, la emisión de las voces y los rasguidos de un chelo son diferentes en la música clásica y la contemporánea. Había vivido en un mundo que empezaba con Beethoven y terminaba con Gustav Mahler. Conocía la escuela de Viena, porque Federico Monjeau me la había explicado. Los conciertos de noviembre de este ciclo en el cual Martin Bauer cumple veinte años como programador me volvieron público cautivo de toda la música del siglo XX. Hicieron de mí una adicta.
Al principio no nos conocíamos. Yo llegaba con mi entrada. Sólo eso, comprar las entradas en la boletería del Teatro San Martín anticipaba la felicidad. No elegía. Compraba todo, porque estas entradas no pesan como un abono de ópera. Las apilaba sobre mi escritorio y las controlaba todos los días. Finalmente, tantos noviembres del ciclo hicieron que Martin y yo nos conociéramos. No recuerdo cuándo. Tampoco recuerdo cuándo lo conocí a Gianera, quizás haya sido en Diario de Poesía, pero sé que, sin falta, nos encontramos en la entrada o en el entreacto. De todas formas, seguí comprando mis entradas. Mientras fue director del teatro, Kive Staiff estaba todas las noches al lado de la empleada que las recibía en el ingreso a la sala. Me habría avergonzado que pensara que yo no había pasado por la boletería.
Este ciclo fue uno de los grandes acontecimientos estéticos de mi vida. No sólo por la noche del Segundo cuarteto de cuerdas de Morton Feldman, que hoy se ha convertido en leyenda. Sobre ese cuarteto de Feldman escribí por primera vez sobre música. Quise probar de qué modo una categoría estética, como la extensión, podía pensarse en la música, la literatura y el teatro. Estos cruces también los hizo posible el ciclo. La extensión fue también llevada a prueba durante 24 horas, cuando decenas de pianistas tocaron Vejaciones, de Satie. Empezó Christian Wolff y terminó Margarita Fernández. Volví a la sala a las tres o cuatro de la mañana: la música seguía y, en el hall, las pianistas (recuerdo sólo mujeres jóvenes) esperaban su turno. Pálidas y concentradas, parecían bailarinas. Un teatro hipnotizado.
A veces, las cosas podían complicarse. Una tarde, yo merodeaba por algún bar frente al teatro y escuché que la percusionista Robyn Schulkowsky le decía a la pianista Haydee Schwartz (venían, supuse, de ensayar para la noche): “Con ese piano no podés tocar”. Me fui corriendo. Yo allí era inservible y sólo me importaba que nada detuviera lo que iba a suceder dos o tres horas después. Nada lo detuvo. Otra noche, salimos del Colón como de un festival de rock, después de que Alejo Pérez dirigió la integral de Edgar Varese. Me tocó comer en una mesa de Arturito, donde estaba sentado Francisco Kröpfl, el primer músico que vi en mi vida haciendo música electrónica, en el laboratorio del Instituto Di Tella.
Martin Bauer prefiere volverse invisible, como cuando me miraba de lejos y casi no podía decidirse si hacia un saludo al aire. Pero él sabe que muchos aprendimos; que muchos, venidos desde afuera, nos dimos cuenta de que esa música nos había cambiado para siempre. Nos dio la experiencia del aura y la dura intensidad de lo desconocido. Me faltó una obra, que es seguramente imposible: Cuarteto de cuerdas para helicóptero de Stockhausen. Sólo el ciclo permitió esos deseos.
Tres nombres para empezar
John Cage
El compositor norteamericano rehabilitó el ruido como elementos artísticos y es autor de provocaciones como 4'33", una pieza "silenciosa"
Pierre Boulez
Además de ser uno de los mayor compositores de la segunda mitad del siglo XX, Boulez se encargó de difundir gran parte de la música contemporánea
Karlheinz Stockhausen
Vulneró las fronteras de la academia (su cara aparece en la portada de Sgt. Pepper's de los Beatles) y fue un explorador incansable de nuevas formas
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