“Happier Than Ever” reafirma el talento indiscutible de una artista que con apenas 19 años ya escribió un par de páginas importantes de la historia de la música pop
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Después de ver The World’s a Little Blurry (El mundo está un poco borroso), el documental que Apple TV estrenó este año, queda la sensación de que el gran desafío que hoy tiene Billie Eilish es lidiar con el agobio que le produce su status de superestrella global, más que ninguna otra cosa.
La transformación radical de esta chica de apenas 19 años que pasó de grabar austeras canciones en su cuarto con la ayuda de su hermano Finneas (cerebro de un universo sonoro trabajado con una cantidad limitada de recursos, aunque utilizados con mucha perspicacia) y subirlas a SoundCloud a tener a los medios de todo el planeta pendientes de su próximo paso es la historia verdadera e importante de Happier Than Ever, el disco que acaba de aparecer en plataformas de streaming hace unas horas, luego de dos años de larga espera para su legión de fans.
En ese sentido, “NDA”, el single menos escuchado de los cinco que adelantó antes de la salida del álbum completo, es probablemente el más significativo de todos: después de ganar siete premios Grammy, ser uno de los números centrales del Coachella (el festival más mediático del mundo), convertirse en número uno en ventas en diecisiete países, escribir y cantar el tema principal de una de las películas de la famosa saga de James Bond y acumular cerca de 50 millones de oyentes mensuales -cifra que la deja por encima de figuras que admira como Taylor Swift y Beyoncé-, era inevitable un cambio dramático en la vida de esta chica de clase media de California.
Como muchísimas integrantes de su generación, se obsesionó con su cuerpo -o mejor dicho, con la exigencia social en términos de lo que significa una “buena imagen”- y canalizó en lúgubres ilustraciones caseras la angustia existencial que en Estados Unidos a esta altura parece un mandato para la gente de su generación. Y esta canción lo sintetiza con un par de líneas de enorme elocuencia: las que dicen que un chico al que lleva a su casa debe firmar un documento de confidencialidad para no divulgar intimidades del encuentro y las que expresan su deseo de escaparse a Kauai, una isla del archipiélago de Hawaii cuya superficie está cubierta por un tupido bosque tropical. La idea de esconderse en un lugar remoto y propicio para pasar inadvertida suena lógica: The World’s a Little Blurry es una prueba cabal del amor incondicional de los millones de seguidores de Billie Eilish vaya donde vaya, pero también del ineludible precio de la fama, más alto que nunca en esta era de redes sociales, una época marcada por el crecimiento de una Torre de Babel digital dominada por los que gritan más fuerte: haters, neuróticos, perversos y acosadores anónimos (como el que la artista denuncia en este mismo track).
Con tantos ojos observándola, Billie Eilish empezó su operación de camuflaje simbólico con un cambio de look: del verde neón al rubio Marilyn Monroe, que en realidad la ha dejado bastante parecida a Scarlett Johansson, otra superestrella que acaba de demandar por un tema de regalías a Disney, casualmente la compañía que el próximo 3 de septiembre estrenará la ambiciosa versión visual de este nuevo disco, realizada con el apoyo de la Orquesta Filarmónica de Los Ángeles dirigida por Gustavo Dudamel y el Coro infantil de esa misma ciudad, además de los cineastas Robert Rodriguez (El mariachi) y Patrick Osborne (un especialista en animación), a cargo de la imagen. Después de la experiencia que Beyoncé hizo en 2017 con Lemonade, este tipo de productos audiovisuales amaga con empezar a ser moneda corriente para los músicos más taquilleros.
El cambio de look -que además de enviar el mensaje evidente de una renovación necesaria después de tanta exposición, puede leerse perfectamente como una maniobra para dejar atrás a la versión de Billie Eilish que generó un ejército de perseguidores- fue consagrado con una aparición en corsé (de Gucci, marca top del mundo de la moda) en la icónica portada de la edición británica de la revista Vogue y la explosión de esa foto en su perfil de Instagram, donde llegó al millón de likes en apenas seis minutos. También motivó una curiosa investigación de dieciocho capítulos de una tiktoker y una polémica en torno a una supuesta “sexualización” que hasta ahora la joven cantante había evitado usando ropa dos o tres talles por encima de los que serían usuales para ella.
En la nota de Vogue, Billie Eilish habla de de música, pero también de los abusos sexuales que sufrió cuando era menor de edad, un tema importante de Happier Than Ever. La exposición pública de ese padecimiento que las mujeres mantuvieron casi siempre oculto hasta la liberación que trajo consigo el necesario desarrollo de la ola feminista es un asunto clave en este disco, igual que los planteos sobre los dilemas del “body positive”: para afirmar que todos los cuerpos son válidos no es necesario decir que todos son bellos, porque esa idea sigue poniendo el foco en la belleza, que además es pura convención.
Por lo demás, las señales para su público mayoritario -la generación Z a la que pertenece, portadora del estandarte de la fluidez genérica como herramienta política más notoria- titilan en varios pasajes del disco: desde la recreación de la intimidad protectora del pijama party en “Lost Cause” a las invectivas contra los acosadores de las redes, otra vez, en “Your Power”, que también ha sido decodificado como un pase de factura al rapero 7:AMP, con el que mantuvo una relación bastante tóxica.
Si en los 60 la cuestión era lo que pasaba a nuestro alrededor -el horizonte romántico de la utopía avizorado desde las barricadas del Mayo francés-, hoy muchas de las ambiciones revolucionarias de los jóvenes parecen limitadas a los meandros de la intimidad. Happier Than Ever -un título que puede ser al mismo tiempo índice de autoafirmación y apunte irónico- sigue la línea del libro Billie Eilish, un ameno álbum de fotos lleno de comentarios escritos sin mucha prolijidad con un bolígrafo que se propone como recorrido por la vida de una chica de 19 años que ha pasado, como ella misma explica, “algunos momentos fantásticos y otros terribles”, reflejados en imágenes que eternizan recuerdos familiares, las bambalinas de su estrellato y los estados de depresión, pánico nocturno y ansiedad que la cultura norteamericana produce en serie desde hace muchos años.
Mientras lidia con ese tipo de vida glamorosa que esconde un infierno bajo la superficie -el veneno que terminó liquidando, entre muchos otros y con diferentes características, a Kurt Cobain, Prince, Amy Winehouse y Lady Di, por citar algunos casos relevantes-, Billie Eilish engorda su cuenta bancaria gracias al interés desembozado que despierta en las grandes marcas: su contrato con Nike para ser la cara de un nuevo modelo de sneakers Air Jordan 1 merece tanto despliegue mediático como sus canciones, el auténtico Grial al que habría que prestarle atención.
Volando por encima de las bases electrónicas creadas por su hermano Finneas -un artesano que brilla elaborando ambientes donde la simpleza no conspira contra la profundidad, experto en el tallado de esos grooves infecciosos que son la pimienta de los shows en vivo (chequear “Oxytocin” y el ya más conocido “Therefore I Am” para ensayar los próximo pasos de baile)-, la voz dulce y sugerente de la cantante -capaz de expresar inquietud y temor, pero también convicción y vehemencia- suena tan potente como en su excepcional disco debut, When We All Fall Asleep, Where Do We Go?. La respuesta a aquella pregunta podría ser este nuevo disco, inspirado según ella ha destacado en el arte de Frank Sinatra, Peggy Lee y sobre todo Julie London, una cantante de los años 50 también californiana y alérgica a las presiones de la fama: cuando nos quedamos dormidos viajamos a los lugares que soñamos, y los mejores sueños son los placenteros, esos que perfectamente podrían tener como banda sonora un temazo como “Halley’s Comet”, donde Eilish nos invita a acompañar sus noches de insomnio y, claro, nos resulta imposible negarnos.
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