La histórica canción de “mil versiones” tiene en la original y en la de Divididos a dos de sus versiones más exquisitas; cómo surgió y cuál fue la frase que disparó la idea
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Escrita y grabada por primera vez el 27 de diciembre de 1944 por Atahualpa Yupanqui, seguramente el cantautor, poeta y guitarrista más importante de la historia del folklore argentino, la zamba “El arriero va” se convirtió desde entonces en un verdadero himno de la música popular. Una obra maestra que en apenas un puñado de versos proclama la desigualdad social condensada en la figura de aquel arriero solitario y anónimo que va animando las tropas, su poncho al viento, “como sombra en la sombra por esos cerros”: “Las penas y las vaquitas/ Se van par la misma senda/ Las penas son de nosotros/ Las vaquitas son ajenas”, cantaba Atahualpa.
Nacido el 31 de enero de 1908 en Pergamino, cuando cumplió 4 años Héctor Roberto Chavero, tal su nombre de nacimiento, se mudó junto a su familia al pueblito rural de Agustín Roca, a unos pocos kilómetros de Junín, en la provincia de Buenos Aires; más precisamente a la estación del ferrocarril donde su padre, Demetrio Chavero, había sido enviado como segundo jefe.
Fue allí mismo, en aquel pueblito de unas pocas manzanas, donde el gran cantautor, guitarrista, poeta y escritor transcurrió su infancia, de asombro en asombro, de revelación en revelación, entre los 4 y 13 años, y empezó a asomarse al mundo de los peones, los jornaleros y los gauchos de la pampa: “Hombres de curtidos rostros y fuertes manos encallecidas”, cuando se desvelaban las guitarras en las abiertas noches estrelladas.
En El canto del viento, el libro de recuerdos de infancia y juventud, Atahualpa evoca justamente aquellos personajes y músicos, historias y relatos de ese entonces: “Roca era una aldea en aquel tiempo, tenía como tantos poblados de la llanura un par de comercios, una escuela, una capilla, una cancha de pelota, cuyo bar era también sala de conciertos; un curandero y una vieja estación ferroviaria. Luego un vasto rancherío, cinturón de paja y adobe con sus pequeños corrales. Allí residían los peones, los gauchos, los jornaleros, los hombres de curtidos rostros, de fuertes manos encallecidas, hombres de mucha pampa galopada. Allí se desvelaban las guitarras, en las abiertas noches estrelladas cantaban las Galván (tres célebres hermanas). Adornaban su pobreza con los mejores lujos de una vidalita o alguna otra nostálgica canción de las llanuras. Y en el silencio de la aldea, todo parecía más bello cuando las Galván sumaban al misterio de la noche coplas del tiempo aquel”, cuenta Atahualpa Yupanqui, que en quechua significa “el que viene de lejanas tierras para decir algo”.
Fue justamente en Agustín Roca donde “don Ata” descubrió su encanto por el canto de la llanura y el misterio de la guitarra, cuando las chatas llegaban hasta la estación con el cereal o la hacienda para mandarla en ferrocarril a Buenos Aires. Entonces, al caer la noche, los que eran de cerca se volvían a sus casas, y los que eran de más lejos formaban un fogón, sacaban las guitarras y empezaban a cantar.
Decía Atahualpa: “Eran estilos de serenos compases, de un claro y nostálgico discurso, en el que cabían todas las palabras que inspiraba la llanura; su trebolar, su monte, el solitario ombú y el galope de los potros, las cosas del amor ausente. Eran milongas pausadas en el tono de Do Mayor y Mi Menor, modos utilizados por los paisanos para decir las cosas, para narrar con tono lírico los sucesos de las pampas; el canto era la única voz en la llanura. Así, en infinitas tardes, fui penetrando en el canto de las llanuras, gracias a esos paisanos. Ellos fueron mis maestros, ellos y luego multitud de paisanos que la vida me fue arrimando con el tiempo. Cada cual tenía su estilo, cada cual expresaba tocando o cantando los asuntos que la pampa le dictaba (…). Sin yo saberlo, en ese instante hechizado de la recuperación del canto se estaba delineando en mí corazón el rumbo cabal de mi destino”.
La inspiración en un dicho
Todo lo que cuenta Atahualpa en sus memorias lo hace poéticamente. Cómo el recuerdo de la historia que dio origen a “El Arriero va”, inspirada por el dicho de un gaucho lugareño que iba arreando unas cuantas vacas por una finca anteña.
“Fue en esos tiempos que me tocó ir cazando por los montes boscosos de Anta, en Salta, aunque a mí nunca me gustó cazar. Sería más o menos hacia el año 44. Comencé el camino en los cerros de Raco y seguí por el Alto de Anfama hacia Tafí del Valle, tomé el sendero de los valles y fui a dar en Lumbreras, cerca del río Piedras, doce leguas adentro de Ruiz de los Llanos. Qué sé yo si era el 44. Hará de esto una temeridad de años. Se me ocurrió meterme en la estancia de los Matorras, sobre los mismos cerros de Anta. Allá estaba con mi amigo el ‘Mushinga’ Ruiz Huidobro, asando una corzuelita recién cazada, cuando pasó un hombre arreando hacienda. Junto a nosotros había un puestero, cuidador del cerro (en esa clase de estancias, los cerros tienen cuidadores) al que invitamos a almorzar para que nos disculpara el hecho de haber cazado en la zona”, recordaba Atahualpa.
“Estábamos a la orilla de un río chiquito y pasó un paisano arreando una tropita de veinte vacas. Iba yendo por la costa de una sendita sin alambre. Punteaba un novillo viejo y los demás lo seguían, mansos. Se llamaba el arriero Antonio Fernández. Le decían ‘don Anto’, según lo supe cuando el cuidador del cerro lo reconoció y lo saludó con sus buenos días. ‘Buenos días, buen provecho’, contestó el hombre. Nosotros no habíamos comido todavía así que lo del ‘provecho’ nos sonó a insinuación. ‘Bájese don Anto’, le dijimos. –No –dijo él. Ya voy a venir más tarde en todo caso. Voy llevando esta hacienda para la finca. -¿Y por qué anda tan apurado? –le preguntamos. Encogiéndose de hombros el arriero contestó: –'Es que tengo que andar no más. Ajenas culpas pagando y ajenas vacas arreando’. Se me pegó el refrán y ahí mismo lo anoté en unos papeles que llevaba en las alforjas. A partir de aquellos versos fui desovillando los otros: ‘Las penas y las vaquitas / se van por la misma senda / Las penas son de nosotros / las vaquitas son ajenas’. Así nació la canción ‘El arriero’, mientras casi de contrabando estábamos asando una corzuela”, rememoraba Atahualpa Yupanqui el origen de esta obra, registrada bajo el título de “El arriero va”, con música de Antonieta Paula Pepi, la mujer de don Ata, que firmaba con el seudómimo de Pablo del Cerro, y la letra de Héctor Roberto Chavero.
Posteriormente fue grabada por muchísimos intérpretes, desde Los Chalchaleros, el Chaqueño Palavecino, Los Nocheros, Los cantores de Quilla Huasi, Jairo, Hugo del Carril, Horacio Guarany y la enorme versión rockera y con aires bluseros de Divididos.
Publicada en La era de la boludez, tercer álbum de estudio de Divididos lanzado en septiembre de 1993 por Polygram, allí puede escucharse una versión ultra power de " El arriero va”, interpretada por Ricardo Mollo en guitarra y voz, Diego Arnedo en bajo y Federico Gil Solá en batería, que enseguida se transformó en una de las canciones más difundidas y celebradas por su público, que había llenado una decena de veces el estadio de Obras y un Vélez inolvidable en el marco de la presentación oficial del álbum.
Contaba Mollo que la versión nació de una zapada blusera, a la que le faltaba una letra, así que como quién no quiere la cosa, literalmente, comenzó a meter en el medio la letra de Yupanqui y quedó nomás, con su nostálgica belleza, en sus tonos tristes, siempre universal.
“Amalaya la noche traiga un recuerdo / que haga menos pesada la soledad /Como sombra en la sombra por esos cerros / el arriero va, el arriero va”, concluye la zamba, himno de la música popular.
Años después, Atahualpa Yupanqui se exilió en Francia y su actuación junto a Edith Piaff le abrió las puertas en Europa, para el inicio de numerosas giras por ese continente. En 1986, el gobierno de ese país lo condecoró como Caballero de la Orden de las Artes y las Letras. Murió el 23 de mayo de 1992, en Nimes. Su obra se compone de unas 325 canciones registradas bajo su autoría, entre las que se destacan “Basta ya”, “Camino del indio”, “El arriero va”, “Luna tucumana” y “Canción del arpa dormida”. Además de sus canciones, también cuenta con una completa selección de libros, como Piedra sola (1941), Guitarra (1954), El sacrificio de Tupac Amaru (1971) y La palabra sagrada (1989).
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