Para recordarlo, este sábado se realizará un homenaje con muchas figuras de la canción popular, que se podrá ver de manera presencial y por redes
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Cuando le preguntaron a Ariel Ramírez qué era lo que más le gustaba de su Santa Fe natal, respondió: “Lo mismo que de otras regiones de nuestra tierra; lo mejor siempre es la gente”. ¿A cuento de qué surge hoy un testimonio de Ariel Ramírez? Del centenario de su nacimiento, que se cumple este sábado. Y aunque Don Ariel haya dejado el mundo hace algo más de una década vale la pena recordarlo con este número redondo. Y volver a pasear por su obra. Silbarla un rato. “Te vas Alfonsina con tu soledad, ¿qué poemas nuevos fuiste a buscar?”
Ariel Ramírez tenía razón. Lo mejor de un lugar es su gente. Porque la gente tiene la capacidad de llevar el paisaje consigo. Y cuando se muda y no se lo lleva, lo añora. Así lo testimonian muchas canciones del repertorio nativo. La música folklórica, ante todo y por definición, es la gente y su circunstancia. Su cultura. El paisaje es el gran decorado sonoro. Ramírez lo supo ver, sin importar el hecho de que haya nacido en una región que no está tipificada con un folklore en particular; sin importar que haya vestido de saco y corbata sobre cada escenario que visitó, mientras que muchos otros lucían pilchas gauchas en los años dorados del folklore argentino. Pero Don Ariel llevaba el folklore consigo. Lo había aprehendido de andar. Y como, evidentemente, hay algo de ida y vuelta, cuando salió a conocer el país y una tarde de 1945 estaba “de prestado”, en una casona en las afueras de Simoca, en Tucumán, nació su primera zamba. Esa que encontró la letra justa en los versos de María Elena Espiro, esposa de Ramírez: ”Sangre del ceibal, que se vuelve flor; yo no sé por qué hoy me hiere más tu señal de amor”. Caminaba, para solo pensar -como dijo una vez aquel joven Ramírez- entre jardines y cañaverales, cuando apareció la melodía de aquella zamba. Corrió al piano para tocar sus notas. “Qué triste que suena esa zamba: ¿Cómo se llama?”, le preguntaron. “La tristecita”, respondió.
Pianista y compositor, ha sido el gran melodista del folklore argentino. O, al menos, uno de los grandes (si no queremos crear escalafones innecesarios, cuando aparecen otros nombres irremplazables dentro de la música nativa, como Adolfo Ábalos). Y aquí aparece otra figura que viene a cuento para decir que mientras que el folklore se lleve adentro, poco importan las reflexiones acerca de su gramática (si Ábalos entendía a muchas de sus danzas en 3/4 y Ramírez en 6/8). Mientras que en una melodía haya gente y su paisaje, lo demás podrá resultar complementario.
Afortunadamente, hay mucho melodismo en la obra de Ramírez. En los temas emblemáticos de Mujeres argentinas y en los de la Cantata sudamericana (”Antiguos dueños de las flechas”); en la Misa Criolla, o en la “Zamba de usted” y en “Santafesino de veras”. O en esas (no tantas) que hacen más foco en el paisaje que en su gente. Buena parte de esta obra se podrá escuchar este sábado, en un concierto de homenaje que se realizará en el CCK.
Bellas son las melodías de Ramírez, hasta para hablar de lo trágico. Por eso “Alfonsina y el mar”, con letra de Félix Luna, es una especie de obra maestra. “Con Félix hablamos mucho. De Alfonsina Storni, por ejemplo, consiguió un material precioso (poesías de ella, artículos, etcétera) -decía Ramírez a LA NACION, 25 años atrás, cuando en 1996 estaba por presentar un nuevo espectáculo, en un teatro porteño-. Y a mí me viene algo de la historia de Alfonsina, de mi familia. Alfonsina era de Coronda (Santa Fe), donde papá era profesor de literatura. Ella se carteaba con papá. Una hermana mía conserva ese material. El hecho es que con Félix Luna nos emocionamos. Yo escribo la música y él, que sabe música, le pone sus versos. Recuerdo que cuando la concluimos se la mostré a Mercedes (Sosa) y ella lloró de emoción. Mercedes fue la primera en cantarla. Ella la grabó para el sello Philips en la serie Mujeres argentinas, en 1969. El disco fue un fracaso en ventas. Cuando la presentamos en el teatro Alvear regalamos las entradas a mitad de precio. Pero luego la cosa se revirtió: hicimos dos funciones por día durante dos meses”.
Para 1969, Ariel ya era un músico maduro y consagrado que había recorrido el país y vivido en el exterior. Había paseado la música nativa argentina por varios países. Todo aquello había comenzado en el seno en una familia de maestros, una tarde en la que Ariel descubrió el piano. “Fue en la escuela de Gálvez, donde papá tomó la dirección, donde vi por vez primera un piano. Estaba en el pequeño museo de esa casa. Desde entonces nunca más me separé del teclado -contaba Ramírez al periodista y crítico musical René Vargas Vera-. Después, ya vueltos a Santa Fe, en una casa hermosa que le asignaron a papá por ser gerente, me compraron el primer piano. Yo tenía 16 años. Papá era radical y con la revolución de Uriburu lo despidieron. Terminó siendo director de un diario. Se puede decir que enseguida empezó mi vida de vagabundo. Y fue don Arturo Schianca, pianista y compositor, quien me inoculó el virus de la música popular: estilos, triunfos, cielitos. A los 19 conocí a Atahualpa Yupanqui. Y él me financió (diez pesos para comer y vivir cinco días) un viaje a Jujuy, con una recomendación para don Justiniano Torres Agüero. Él me llevó a vivir siete meses en su casa de Humahuaca. Allí escuché por primera vez un charango. En esa época empezaba a descubrir el folklore en Tucumán, Santiago del Estero, Catamarca, y a aprender todo lo que no se enseña en los conservatorios”.
La calle y la escuela. Esa sería una manera de sintetizar el derrotero formativo de Ramírez. La música popular aprehendida en el Noroeste argentino y la académica (teoría, armonía, composición) transmitida por maestros de la clásica y la contemporánea (Luis Gianneo, que fue su guía entre 1945 y 1950 y luego Erwin Leuchter). “Él me enseñó el ABC de la escuela alemana –decía de Leuchter–. Se había negado a recibirme diciéndome: ‘No puedo enseñarle guitarra’, pensando que un folklorista no podía tocar otro instrumento. Era riguroso. Casi nunca ponía el ‘muy bien’. Pero yo alcancé uno con una práctica de composición ‘al estilo Schumann’ que él me encargó.”
Si la década del cuarenta fue formativa, durante el primer lustro de la siguiente vivió en Europa y regresó con la idea de crear una compañía de música y danzas folklóricas. En 1957 hizo una gira de cinco meses por la Unión Soviética. En los sesenta, el boom del folklore coincidió con la expansión definitiva de Ramírez: la grabación de discos como La coronación del folklore (1963), con Los Fronterizos y Eduardo Falú, y el comienzo de las series temáticas fueron algunas de las perlas del pianista. Hasta principios de los ochenta siguió publicando trabajos conceptuales. La Misa criolla (1964), Los caudillos (1965) junto a Ramón Navarro y Félix Luna; Mujeres argentinas (1969) y Cantata sudamericana (1972), entre otras.
A partir de los setenta comenzó a trabajar en el derecho autoral desde Sadaic. Fue elegido presidente de la entidad cinco veces, en períodos de cuatro años. El primero, de 1970 a 1974; el último, de 2001 a 2005.
El concierto de homenaje
Con dirección de Gustavo “Popi” Spatocco y la participación especial de Facundo Ramírez (hijo de Ariel), a las 19 de este sábado se realizará el concierto de homenaje al gran pianista y compositor, en el CCK. Participarán Juan Falú, Marian Farías Gómez, Sergio Galleguillo, Víctor Heredia, Liliana Herrero, Ángela Irene, Los 4 de Córdoba, Franco Luciani, Paz Martínez, Luna Monti, Marcela Morelo, Ramón Navarro, Teresa Parodi, Zamba Quipildor, Miguel Ángel Robles, La Bruja Salguero, Patricia Sosa y Chango Spasiuk. Todos ellos recrearán obras emblemáticas de Ramírez, como “Juana Azurduy”, “Rosarito Vera, maestra”, “Manuela la tucumana”, “Alfonsina y el mar” (de la serie Mujeres argentinas) y “Kyrie” y “Gloria” (de la Misa criolla). El concierto también se podrá seguir en vivo por el canal de YouTube y la página de Facebook del CCK y por la plataforma Cont.ar.
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