El aventurero grupo británico abandona las guitarras para un extraño desvío por la música lounge. Leé la reseña de 'Tranquility Base Hotel & Casino'
Arctic Monkeys - 'Tranquility Base Hotel & Casino'
Dos estrellas
Alex Turner, de los Arctic Monkeys, es el Damon Albarn de su generación de Brit-pop. El artista imparable que se niega a quedarse quieto en un mismo sonido durante demasiado tiempo. Los Monkeys atravesaron un largo camino desde el punk rock explosivo y parlanchín de su éxito de 2005, “I Bet You Look Good on the Dance Floor”. Un muy largo camino. Tranquility Base Hotel & Casino, cuyo proceso llevó cinco años, es un disco conceptual de lounge-pop ambientado en un piano bar en un casino en la luna. Turner corteja su Steinway, mezclando influencias como las baladas aceitosas y sesentosas del crooner francés Serge Gainsbourg; el Leonard Cohen sórdido de fines de los setenta, y la estética espacial que les gustaba a los hipsters de la música en los noventa. “Soy un gran nombre en un espacio profundo/Preguntales a tus amigos/Pero el niño dorado está en mal estado”, canta en la apertura, “Star Treatment”, haciendo de un rockero arruinado, tan abatido que tiene que tocar para borrachos lunares aburridos.
Es un concepto aventurero y Bowiesco, y canciones como “American Sports” y “Ultracheese” no carecen de cierto encanto de vermouth. Pero el disperso LP no sostiene el peso de las indulgencias del muchacho del piano; “Four Out of Five” literalmente se mofa de los puntajes con estrellas de las revistas de música, y en “Batphone”, la letra de Turner transmite una molesta impresión de Velvet Goldmine mezclado con Black Mirror (“¿Alguna ves te dije de la vez que le chupé el culo a un dispositivo manual?”, canta). Nadie espera que Turner sea un pianista del nivel de Bill Evans, ni un compositor de la altura de Harry Nilsson. Estos son bromas cómicas de borracho más que canciones, de cualquier forma (Tranquility Base es esa extraña clase de discos que habría sido mejor en vivo, así podías escucharlo molestar a la gente en tiempo real, como en Take No Prisoners, de Lou Reed). En cualquier caso, sus talentos inconclusos son limitantes en términos de crear música disfrutable (empezó a aprender piano sólo para hacer este disco). Así que incluso una melodía que parece clásica, como la de “Golden Trunk”, se convierte en un tambaleo molesto. Después de un disco entero con ambiente de madrugada, quizás vas a querer subirte el próximo cohete de regreso a la Tierra.
Los Arctic Monkeys son una gran banda que hizo un montón de música buena (la explosión de glam oscuro estilo L.A. de A.M., de 2013, fue especialmente excelente) y, en la tradición de estrellas como Cohen, Bowie o Lou Reed, quienes ciertamente también daban un mal giro cada tanto, intentaron hacer un cambio de estilo que no funciona muy bien. No hay que avergonzarse. A veces, el talento imparable tiene su precio.
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