Arctic Monkeys: la banda de rock que no se conforma con ser la más grande del planeta
"Yo sólo quería ser uno de los Strokes y ahora mirá el lío que me hiciste hacer". La frase que abre Tranquility Base Hotel & Casino, el sexto álbum de estudio de Arctic Monkeys , resume con un poder de síntesis envidiable el derrotero de la banda de Sheffield, Inglaterra. En menos de una década y media, el grupo liderado por Alex Turner pasó de representar una renovación en el regreso del rock de guitarras al mainstream a darle un escueto papel de reparto a las seis cuerdas en el presente. Entre una instancia y otra, el crecimiento y desarrollo de una de las plumas más ingeniosas y agudas del último tiempo.
Arctic Monkeys representó la brecha transicional entre los fenómenos empujados por la industria y los salidos de las redes sociales. Sin más recursos que un demo urgente en un CD virgen que circuló de mano en mano en su ciudad natal, la banda convirtió al boca en boca y a su perfil de MySpace en trampolines a una audiencia mayor. Al poco tiempo, un EP autogestionado les valió en 2005 un lugar en la programación del festival de Reading y, poco después, un contrato discográfico con el sello independiente Domino. Envuelta en una nube de hype, la banda publicó su primer single, "I Bet You Look Good on the Dancefloor" el 17 de octubre de ese año, y logró destronar del primer puesto de los charts a Robbie Williams.
Como consecuencia de este crecimiento desmesurado, el primer disco de Arctic Monkeys, Whatever People Say I Am, That’s What I’m Not vendió más de 300 mil copias en su primera semana en las bateas, un récord para un álbum debut en la industria británica. Casi como una respuesta tardía al fenómeno estadounidense de The Strokes, la banda liderada por Alex Turner supo canalizar riffs de guitarra, espíritu punk y una voz líder convertida en una catarata de versos filosos y punzantes. El éxito acarreó también la primera consecuencia: el bajista Andy Nicholson decidió dar un paso al costado al no poder acostumbrarse al ritmo de gira y exposición constante.
Lejos de aminorar la marcha, Arctic Monkeys ahondó en su propuesta para su segundo álbum: Favourite Worst Nightmare, lanzado en 2007. El álbum significó la primera gira mundial (con su correspondiente debut porteño en octubre de ese año) y su llegada al festival Glastonbury, en calidad de cabeza de cartel con solo dos discos bajo el brazo, y a un año del lanzamiento del primero de ellos. De a poco, la experimentación empezó a asomar la nariz: Turner encaró un proyecto de pop barroco llamado The Last Shadow Puppets, y al poco tiempo la banda encaró la grabación de su tercer opus en el desierto californiano bajo las órdenes de Josh Homme, de Queens of the Stone Age. Como resultado, Humbug es un disco espeso, de ritmos cansinos y ralentizados, pero con las válvulas al rojo vivo. La apariencia de la banda iba a tono: de los cortes taza y las chombas Fred Perry al pelo largo y la ropa desaliñada.
Y como la apuesta de su tercer opus había separado aguas, en 2011 Arctic Monkeys decidió encarar una versión menos áspera de su sonido retro… pero igual de contundente: basta con escuchar los singles "Brick by Brick" o "Don’t Sit Down ‘Cause I’ve Moved Your Chair", para entender que la función principal de Suck It and See era pulir las imperfecciones de su predecesor, y también de renovar las ambiciones. Casi como en una apuesta de cuántas veces puede reinventarse una banda de rock clásico, en 2013 agregó beats de hip hop y eventuales falsetos a su música, y lo llamativo no terminó siendo la mezcla sino que fuese esa combinación la que deviniese en su puerta de entrada al rock de estadios. AM fue no sólo su álbum más exitoso, sino también la llegada definitiva a la adultez de un grupo de amigos que se metió en una sala de ensayo en la adolescencia y, cuando quiso darse cuenta, estaba cerrando festivales a lo largo y ancho del globo.
Y acá es donde la cita del primer párrafo cobra sentido. Después de años de pensar una y mil variantes posibles para las seis cuerdas en el rock, Alex Turner decidió darle el protagonismo a otro instrumento por razones entendibles. Así como Arctic Monkeys saltó a la fama en un momento en que las guitarras estaban lejos de ser un sonido de moda, su cantante y líder decidió dejarla de lado al momento en que ya se había vuelto un lugar común (y seguro) en la música. Con un nombre inspirado en la Base Tranquilidad, el lugar de alunizaje del Apolo 11, Turner imaginó al lugar como la sede de un hotel cinco estrellas intergaláctico. Escudado detrás de un piano eléctrico, se imaginó a él mismo como un huésped de un escenario retrofuturista en donde conviven David Bowie, la música lounge y el easy listening.
Lejos de la efervescencia rockera de hace trece años, la versión de Arctic Monkeys que cerrará la segunda fecha de Lollapalooza 2019 elige la barba candado y el traje de tweed como vestimenta reglamentaria. Sobre el escenario, pasado y presente dialogan sin problemas, como si fueran dos pasajeros en la barra del hotel que se encuentran a pedir algo para tomar: uno, una cerveza industrial; el otro, un whisky añejado en barrica de roble.
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