Mientras prepara el espectáculo Viva el Chamamé, con varios grupos y solistas de la música del litoral, el artista da cuenta de la emoción que sigue sintiendo por el género que lo hizo famoso
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El espectáculo Viva el Chamamé cumple veinte años en salas de la Avenida Corrientes. La función que había sido programada para este fin de semana, fue reprogramada para mayo de 2025, y según sus organizadores, las entradas compradas servirán para la nueva fecha agendada. La producción incluirá figuras consagradas del género, como Los de Imaguaré, Antonio Tarragó Ros, Los Alonsitos, el Quinteto Cocomarola, Alfredo Monzón y Blas Martínez Riera Grupo. Sirve para plantar un estandarte con una música que guarda historia y tradición, vivencia genuina de tierra adentro y de sentires que se expresan en gestos tan extravertidos como el mismo sapucay.
Antonio Tarragó Ros, a los 77, es uno de esos referentes (por motivos muy diversos). Y es el que toma la palabra, más que para promocionar un espectáculo, para transitar desde las ideas ese sentir. ¿Acaso haya algo más inasible que un patrimonio “inmaterial”? El chamamé, esa música que los convoca, fue declarado por la Unesco, hace casi una década, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. En la lógica del señor Ros, que puede ir de ida y de venida entre una especie de realismo mágico litoraleño y la más sobria sensatez, se postulan esas ideas, que parten, muchas veces (tal vez, la mayoría) de la herencia, el costumbrismo y la tradición.
“Nosotros casi nunca estamos todos juntos -dice, sobre su entusiasmo por el show en el Ópera que tiene ya nueva fecha, en 2025. Porque, por ejemplo, si me contratan para el Festival de Cosquín, difícilmente para esa noche vayan a poner a otro chamamecero. Por eso es raro que me encuentre con el nieto de Cocomarola, Los Alonsitos o los hijos de Blasito Martínez Riera. Excepto en lugares como la Fiesta Nacional Chamamé; pero ahí ya somos demasiados. El chamamé tiene eso, ¿viste? Una gran diversidad. Ahí estamos todos juntos. El chamamé es el peronismo del folclore”.
-¿A qué se lo adjudicás?
-A que es una de las cosas más nacionales que hay. El chamamé no es una música más. Los que somos chamameceros consideramos que representamos lo que siente la patria. Tenemos que guardar la cultura de la patria. Es una responsabilidad, digamos. Cuando me pongo el sombrero, las botas y me cuelgo el acordeón me siento gigante. Pero no puedo defraudar porque tengo la historia de mi papá detrás [Tarragó Ros, el Rey del Chamamé]. Tengo detrás a los seguidores de mi papá, gente muy humilde del campo, que fue arrinconada por los prejuicios durante muchísimos años. Esto es lo que, al final, a mí me toca. Que el chamamé sea Patrimonio de la Humanidad es una gran reivindicación. Le agradezco a Dios haber vivido esto. Porque cuando vine [a Buenos Aires], en 1970, yo no podía tocar ni en El Palo Borracho [peña folklórica de Juncal y Callao].
-Pero...
-Pero hice la Suite Chamamecera con la orquesta de Banco Mayo. Después terminé tocando también con la Camerata Bariloche. En algún punto, porque necesitaba demostrar que esa música era de alto vuelo. Escribí cosas con Pacho O’Donnell. Cuando vine para acá había una misión por hacer: no quedarme con el público de mi papá. Y cuando cambiás de público, también tu música cambia. Yo soy muy formado. Ando a caballo en pelo, soy más gaucho que los gauchos, hice música para películas y televisión, escribí canciones como “María va”, que ya no sé en cuantos idiomas la podés escuchar. Y hablo de igual a igual con Pacho. Soy insoportable. Yo tenía que agregar público. Por eso hice “Canción para Carito” con León Gieco. Conocí a gente muy divina como Víctor [Heredia] y León.
-¿Cuándo pudiste dejar de demostrar?
-Nunca. Porque ahora tengo que demostrarme a mí mismo que soy cada vez mejor persona. Porque si no, es el peor de los negocios. Soy un gran ególatra. Pero lo bueno del ególatra es que no le envidia nada a nadie. Le encanta ser como es. Y si miro mi carrera, veo que nunca traicioné lo que me parecía. Mi abuelo catalán me decía que uno sabe lo que tiene que hacer. A lo mejor eso no conviene económicamente, pero bueno, esa ya sería una decisión más miserable. Por eso mi vicio es la cultura argentina. Me pasé la vida trabajando para eso. Editorializo sobre la tradición, que, si quierés, es la eternidad en la tierra. En las cosas simples. Tu papá te enseñó a ponerle perejil picado al final del guiso de arroz para que el calor de ese guiso tenga algo fresco. Eso se lo enseñó su madre. ¿Por qué? Porque lo amaba. Y a mí, mi papá me lo enseñó porque me amaba. Y se lo enseño a mi hija porque la amo. Si la llevo a comer a un McDonald’s es porque me cagué en la historia de mi papá y de mi abuela.
-¿Se necesita renovación para la vigencia de una tradición?
-Tengo mis dudas. Lo que está bien, ¿por qué lo vas a cambiar? No vamos escribir La Biblia de nuevo ni a cambiar el agua. Por eso no sé si es tan así. La renovación por la renovación te lleva a la equivocación. El gordo Rodolfo Regúnaga [fue baterista de su grupo] decía que alguna gente, por salir del anonimato para ir al estrellato termina en el “ridiculato”. En el arte, la búsqueda siempre es para adentro. Y me pasaron muchas cosas lindas.
-¿Por ejemplo?
-Una vez, en una asamblea de Sadaic estaban Ariel Ramírez y Mariano Mores. Ariel le dice a Mores: “¿Viste cómo compone el pibe? Yo le grabé “Pájaros isleros” y “María va”. Escribe bien, muy buenas letras. “La huella del hombre”. Me estaba pasando eso. Y para que no viniera nadie a decirme alguna cosa que no fuera tan linda, me encerré en el baño y me puse a llorar. Entonces, eso fue una muestra de que estaba haciendo lo que tenía que hacer.
-¿A qué le atribuís la vigencia de un espectáculo como Viva el chamamé?
-No lo sé. Me pedís un análisis racional de un milagro [se ríe]. Mirá, si una persona necesita emborracharse o drogarse para escuchar una música es porque algo le está faltando a esa música. Yo escucho un chamamé… no sé, Tránsito Cocomarola tocando “Camino del diablo” y digo: “Gracias por la lágrima”. ¿Y cómo te explico eso? No lo sé. El chamamé es un camino de autoconocimiento. Es como rezar. La canción dice: “Con la alegría de volver al pago viejo, a la niñez, al río padre, al palmeral. Viva el chamamé. Bailando al son del acordeón, como esta música no hay. Busquen en su adentro un sapucay. Viva el chamamé. Un mundo sano encontrará, la bendición de la Itatí y la pasión de Antonio Gil. Viva el chamamé. Diga, chamigo, de allá i’té, con la esperanza de la fe. Rece bailando. Préndase. Viva el chamamé”. Lo que no es evolución es salir a bailar chamamé a los brincos. Y que me perdone el finado Darwin. ¿Cómo voy a entrar a una iglesia a los revolcones? Quizá sea una cuestión de edad. Pero, a mí, no me parece. Hay gente que hace concurso de sapucay. Y el sapucay es lo más parecido a una lágrima. Cuando una alegría ya no te cabe, llorás; con una tristeza o una rabia por una injusticia, lloras. ¿Cómo le vas a pedir a una persona que participe en un concurso de llanto? Hay sacerdotes del feísmo sobre el escenario. En Jujuy una vez escuché a uno decir: vamos a hacer el pogo andino. ¿A quién se le ocurre cagarse a empujones para escuchar música? Solo a los norteamericanos. La palabra evolución es una palabra tramposa. Porque evolucionar es crecer para adentro. En el caos de mi cabeza, se me cruzó una frase muy chamamecera de Shakespeare. Es esa que dice que el cobarde muere muchas y el valiente solo una.
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