Para ser un ajuste de cuentas, sonaba bastante gentil. Después de tolerar su destrato como compositor por años, George Harrison tomó asiento entre sus gnomos de jardín y decidió que iba a drenar la bronca y el dolor con las gotas homeopáticas del hare krishna. Phil Spector se frotó las manos. A lo largo y a lo ancho de cinco meses, dieciocho canciones, mil zapadas y tres estudios londinenses, el productor condujo esa catarata de música a su propio modo: con litros de brandi y un anillo de tensión espiritual. El contraste entre el bajo perfil de Harrison y la catedral sonora de Spector sonaba como una religión nueva. El libro de salmos era un disco triple. El primer mandamiento estaba tallado en el aire: Todas las cosas deben suceder.
En noviembre de 1968, Harrison necesitaba vacaciones. Estaba harto. Después de aquel tortuoso ciclo del Álbum Blanco de los Beatles había hecho las valijas y unos días después ya estaba recorriendo la campiña de Woodstock. Si bien apenas conocía a sus integrantes, quería visitar a The Band en su célebre Casa Rosa. Tenía una suerte de intuición. El sonido de su disco debut no solo lo había animado a componer, sino que esa combinación de disciplina y espíritu comunitario podía resultar el anhelado antídoto contra el conflicto beatle. "Cada vez que compongo una canción, el dúo de compositores Lennon y McCartney la ignora todo lo que puede –les contó Harrison, algo resignado-. A veces incluso tengo que pelear por mis partes de guitarra. Paul tiene una idea tan clara de cómo debería ser la canción que me dice qué tengo que tocar o quiere tocar él".
Como si hubiera cargado combustible espiritual, Harrison dejó The Big Pink con una sensación de inminencia en los dedos. Tenía otra visita pendiente. Subió al coche y unos minutos después estaba en la casa de Bob Dylan. El ambiente era afable. Los niños jugaban por ahí. La camioneta Ford azul, como el avatar de la fama, estaba estacionada entre los pastizales. Harrison y Dylan se sentaron y, para sellar el comienzo de aquella hermosa amistad, escribieron al menos dos canciones: "Nowhere to Go" (también conocida como "When Everybody Comes to Town") y "I'd Have You Anytime".
El 2 de enero de 1969, Harrison entró en los estudios cinematográficos de Twickenham de Londres para sumarse a las sesiones de Get Back. La idea de McCartney, como es fama, era recuperar la química de los primeros años. El tiro le salió por la culata. Rodeados por cámaras en un galpón con una acústica espantosa, la mala onda apareció enseguida. Harrison les mostró canciones como "All Things Must Pass", "Hear Me Lord" o "Let It Down" y tanto Lennon como McCartney lo ningunearon olímpicamente. El 10 de enero pegó un portazo y Lennon, medio en broma medio en serio, sugirió reemplazarlo por Eric Clapton. En vez de maldecir, Harrison escribió "Wah-wah": "Oh, no me ves llorar / Oh, no me escuchas suspirar / No necesito ningún (wah-wah) / Y sé lo dulce que puede ser la vida / Si me mantengo libre".
La tregua duró un suspiro, pero sirvió para que grabaran Abbey Road y Harrison ganara confianza. No solo sacó de la galera "Here Comes the Sun", sino que se agenció su primer Lado A en un single de los Beatles con "Something". El 20 de septiembre de 1969, en la oficina del número 3 de Savile Row, se reunieron para definir los siguientes pasos del grupo (la edición de Abbey Road, una antología, varios simples programados, la película de Get Back) pero acabaron sellando un pacto de silencio sobre la separación. Cada uno hizo la suya. McCartney cargó todo en el auto y se fue a su granja en la península de Kintyre. Ringo reunió un puñado de standards y se puso a grabar su disco solista. Lennon y Yoko Ono colgaron sus gigantescos carteles de "WAR IS OVER! If You Want It" en doce ciudades del planeta. Harrison, por su lado, encontró al productor Phil Spector en las oficinas de Apple, lo arrastró hasta Abbey Road y lo sacó de su retiro. Ipso facto.
Unas semanas más tarde, los Beatles eran historia y Spector cruzaba las puertas de metal de Friar Park: una mansión neo-gótica de treinta habitaciones refaccionadas y veinticinco hectáreas cubiertas con cuevas, pasajes subterráneos, un jardín de rocas alpinas y una multitud de gnomos de jardín. Harrison, su flamante dueño, lo estaba esperando. "George me dijo: ‘Tengo algunas canciones para que escuches’ –recordó Spector-. ¡Fue interminable! Tenía literalmente cientos de canciones y cada una era mejor que el resto. Tenía toda esa emoción acumulada". Algunas composiciones estaban tan frescas como la pintura de Friar Park ("Run of the Mill" o "Ballad of Sir Frankie Crisp", inspirada en la propia historia de la mansión). Pero otras ("Isn't It a Pity" o "Art of Dying") se remontaban incluso hacia el lejano 1966. Todas, de algún modo, parecían mapear la frontera imaginaria entre la espiritualidad oriental y su equivalente rockero: el góspel. A mi juego me llamaron, habrá pensado Spector.
El personal era el que estaba a mano. Claro que, tratándose de Harrison, la lista sonaba como la Liga de los Súper Amigos. Por un lado, los músicos de sesión: Gary Wright, Gary Brooker, los restos de Delaney y Bonnie (Jim Gordon, Carl Radle y Bobby Whitlock: eventualmente Derek and the Dominoes) y la guitarra pedal-steel de Pete Drake. Por el otro, personajes como Billy Preston, Dave Mason (Traffic), el artista plástico Klaus Voorman (responsable de la tapa de Revolver), Badfinger, Bobby Keys y Jim Price (los vientos de los Stones), un jovencísimo Phil Collins y, aunque no podía ser acreditado, Eric Clapton. "No hace falta decir que siempre ha sido un placer tener a mi viejo amigo Ringo tocando la batería –decía Harrison-. Y aunque probablemente no lo recuerde, tocó en un buen cincuenta o sesenta por ciento del álbum".
Las sesiones de grabación fueron arduas. Aunque se suponía que no debían extenderse más allá de dos meses, Harrison tenía a su madre diagnosticada con cáncer y la dieta de Spector incluía dieciocho brandis de cereza antes de la primera toma. Para julio, la madre de George estaba muerta y Spector tenía un brazo fracturado en el medio de una sesión. Harrison siguió solo. Entonces en los Trident Studios, el 19 de agosto, cuando el disco debía estar terminadísimo, recibieron una carta de Spector desde Los Ángeles que reclamaba no solo una nueva mezcla sino más sobregrabaciones. Los directivos de EMI se agarraron la cabeza. Para septiembre, Spector volvió a la carga en persona: decidido a supervisar paso por paso los arreglos y la orquestación de John Barham. Después de todo, era la cereza de su propio brandi.
El 27 de noviembre de 1970, All Things Must Pass comenzó a llegar a las bateas. A pesar de las quejas de los disqueros (para cargar con seis ejemplares de ese triple, eran necesarios unos buenos bíceps), "My Sweet Lord" picó en punta y arrastró al disco directo hacia el puesto número uno del ranking Billboard. Sonaba perfectamente imposible: ¿cómo es que todas esas canciones devocionales sobre el amor de Dios y la muerte llegaban a la cumbre del pop planetario? Lennon y McCartney, atrincherados en sus torres de marfil, se mordieron las uñas. En "Isn’t it a pity", incluso, Harrison citaba el tarareo de "Hey Jude" con una sonrisa en la comisura de los labios. La venganza, parecía decir, no es un plato que se sirve frío, sino uno que se sirve en paz.
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