Alejandro Terán: el recuerdo de Cerati, el proyecto que ensayó un año con Charly y sigue inédito y el ACV que sufrió hace tres años
Con el Cuarteto Divergente se presenta este martes en El Galpón de Guevara; nombre fundamental del rock argentino de las últimas décadas, dirigió y arregló los 11 Episodios Sinfónicos de Cerati y decenas de proyectos de Santaolalla, Catupecu Machu, Elvis Costello y muchísimos más
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Alejandro Terán nació en 1967. Y es sin dudas una rara avis dentro del panorama de la música argentina. Violista, orquestador y director, su espectro musical, sin embargo, se abre para muchos lados. Tiene un pie en la música clásica heredado de su madre alemana y otro en la popular que le llegó de un padre argentino al que considera un punk de su época. En su currículum figuran, con proyectos o arreglos compartidos, nombres muy ilustres para el rock, como Charly García, Gustavo Santaolalla, Divididos, Café Tacuba, Bajofondo, Elvis Costello, David Lebón, Skay Beilinson, Sexteto Irreal, Catupecu Machu, Kevin Johansen, entre muchos otros; y, más cercanamente, Benito Cerati, Zoe Gotusso o Lucio Mantel. Aunque probablemente su punto culminante hayan sido los “11 episodios sinfónicos” que escribió y dirigió para Gustavo Cerati en 2002 en el teatro Colón; o su posterior sociedad para tocar en Londres. Y no hay que olvidar sus músicas arregladas para la escena o el cine, como la muy exitosa “Relatos salvajes” de Damián Szifrom o “Aniceto” de Leonardo Favio.
Hiperactivo, con varias cosas en simultáneo en su agenda, su presente se reparte en buena medida entre sus dos hijos propios, la orquesta Hypnofón y el Cuarteto Divergente –junto a Javier Casalla y Julio Domínguez en violín y Karmen Renar en cello-, en un formato clásico que aborda una serie amplia de piezas y estilos y con el que protagoniza un ciclo en El galpón de Guevara del barrio de Chacarita durante los martes de octubre, en un proyecto bautizado como “Centauro”.
De todo esto, y también de un ACV que casi lo lleva a la muerte hace tres años, habló con La Nación.
-¿Qué es el Cuarteto Divergente?
-Como su nombre lo indica, es un monstruo de cuatro cabezas que tiene un funcionamiento que se parece mucho al de un centauro, y de allí el nombre del espectáculo. Son cuatro mentes con toda la parte animal de la cuerda. Karmen Rencar, la cellista, es una fuerza de la naturaleza. Julito Domínguez, que es el 2° violín, es para mí el camarista más dotado; es la persona que mejor sabe tocar con otros. Y de Javier Casalla ya sabemos. Tengo 40 años de trabajar con músicos de orquesta y nunca me crucé con uno como él. Me contó Santaolalla que cuando se hizo amigo de (Eric) Clapton para trabajar con él, le preparó un audio con varias de sus cosas y que a la vuelta el mail de Clapton decía “¿man, quién es tu violinista?”.
-¿Cuánto tiene ese formato tan identificado con la música clásica con el rock que ha sido la música que atraviesa buena parte de su vida?
-Es que leer la partitura es la etapa inicial. Después, la interpretación del camarista necesita de una etapa que es la de jugar con lo que está tocando el otro, reaccionar a sus impulsos dinámicos. Un cuarteto de cuerdas es un dispositivo de cuatro instrumentos que tiene atrás cuatro almas, cuatro espíritus, cuatro psicologías. El improvisador necesita abrirse y poner de sí algo como una desnudez; y eso es lo que buscamos. Decía Bill Evans que un compositor académico puede escribir tres minutos de música en 20 años y que un improvisador tarda tres minutos en escribir ese mismo tiempo. Eso significa que hace falta animarse a dar el salto al vacío, algo de lo que no todas las personas son capaces.
-Pero también le das mucha importancia a los demás participantes del proyecto, más allá de los músicos.
-Por supuesto. Además de nosotros cuatro están Johanna Wilhelm en la puesta general -una puestista que conocí en El hombre que perdió su sombra en el Cervantes y que tiene un talento descomunal -, Gise Cukier, que es su socia eterna; Fernando Samalea, el músico que aquí está en su papel de bartender psicomágico generando impulsos alquímicos a la reunión; algo que ya hemos hecho otras veces; Gabriel Calvo que nos hace sonar, Matías Sendón en la luminotecnia, Lady María González en el vestuario y Racu Sandoval que es nuestro manager y el que permite que todo suceda. Con todos, el espectáculo tiene tres vertientes: los clásicos de Divergente que hacemos siempre, los temas con músicas mías u otras que adoptamos como propias y el enorme trabajo que hemos hecho en 35 años con Casalla.
-¿Dónde está lo “divergente” en todo esto?
-Tiene que ver con nuestro modo de trabajar y así funciona mi mente. Eso no implica que no haya también convergencias a lo largo del tiempo. Yo soy un músico de rock aunque toquemos a Mozart o a Beethoven, porque hay una relectura. Los observamos a Wolfgang y a Ludwig como jóvenes punks, vanguardistas, que no eran condescendientes con nada. En este espectáculo tocamos parte del “Cuarteto de las disonancias” de Wolfgang que los críticos decían que estaba mal. Es una hermosura que tiene 200 años de adelanto a su época. Volviendo a tu pregunta, la diferencia entre el pensamiento lógico y el divergente es que el lógico son muchos canales que caen en el mismo caño. El pensamiento divergente no une y mantiene los distintos canales encendidos; y mi cabeza funciona así. Creo que soy alguien del espectro autista sin diagnosticar que se expresa en cosas raras que deja de interesar al otro. Igualmente, digámoslo, soy alguien que ha logrado tener una vida social aceptable.
-Hablabas de Mozart como si fuera parte de tu entorno.
-Soy muy mozartiano por mi mamá alemana. Si a ella le decías que Mozart era música clásica le daba risa, para ella era como Sui Generis. Lo mismo los lieder de Schubert. Se sentaba al piano, leía a primera vista, tocaba aceptablemente el violín, podía leer una partitura cantando, pero no se consideraba música. Estaba muy formada en Europa y acá se casó con Eduardo Terán que era un cellista re rockero, un hombre en moto tipo rebelde sin causa. O sea que en mi neurosis está todo. Fui criado por mi madre en Olivos en una prefabricada; ahí nos crio a mi hermana y a mí como príncipes, escuchando música alemana de todos los tiempos. Mi papá tenía lo otro, la calle. Había tocado en bandas, en orquestas y tenía gusto por lo bizarro, la música popular, tocaba la guitarra -era guitarrero de asado con el boom del folklore de los 60, de canciones picarescas-. A eso agregale ese robot que se llama la televisión que en los 70 estaba todo el día prendida y que fue una escuela maravillosa con la síntesis melódica y orquestal de las publicidades.
-Con ese gusto por mezclar lenguajes, ¿te interesa o te interesó oportunamente lo que llamamos el rock sinfónico?
- Eso no es parte de mí. Sí estuve muy relacionado con el bop más duro, el de Charlie Parker, por ejemplo. Él tenía su parte sinfónica y hace a mi imaginario musical. Estoy más cerca de Parker que de Emerson, Lake & Palmer, o de esa orquesta del lado B de “Submarino amarillo” de Los Beatles.
-¿Que significaron y qué dejaron Gustavo Cerati, Gustavo Santaolalla y Charly García en tu vida.
- Cerati tenía un ojo cosmológico como ninguno. Era un esteta. Sabía cada cosa. Me acuerdo una vez que le llevé algo y me dijo: “esto es Alison Goldfrapp” (compositora inglesa notable que por entonces yo no conocía). Era un observador. No era un rockero que componía bien, o un buen guitarrista. Era más. No estaba nunca a tope. Era asombrosa su capacidad casi pictórica para mezclar sonidos. Lo extraño mucho como amigo pero además es una pena que la cultura argentina se haya perdido de disfrutarlo siendo viejo. Era un faro cultural que cada año tenía una idea valiente nueva. Es inimaginable dónde andaría hoy. Su ausencia es una tragedia para la cultura argentina y no solo para sus fans o sus amigos. Con Santaolalla trabajamos en innumerables proyectos. No nos fue fácil entendernos al principio porque se nos complicaba la comunicación y nos llevó tiempo generar plena confianza estética. Es un productor al que le gusta estar en la cocina y del que aprendí mucho en ese terreno.
-¿Y Charly?
-Charly es como los maestros de las historias japonesas. Él pone el cuerpo en todo. Su genialidad tiene varias aristas. Es un gran compositor pero además es un gran director de ensayo. Convierte a músicos que no tenían quizá un norte definido en músicos fundamentales. Trabajar con él no es siempre fácil porque tiene ese fuego tan particular. Me decía: “si estoy con el lanzallamas, correte”. Nos une una simpatía personal y de mi parte una gran admiración. Va en un jet, nunca se queda en un presente, tiene saltos cuánticos. Quedó en el recuerdo aquel proyecto del que me bajé en 2013 cuando iba a tocar con una orquesta grande en el Colón. Me llamó y dijo que quería que hiciera lo mismo que con Cerati “pero que no se vea el director”. Durante un año fui todos los lunes a su casa de Coronel Díaz. Salíamos totalmente de acuerdo y al lunes siguiente ya no le interesaba una sola cosa de la semana anterior. No porque esté loco sino porque va a otra velocidad. Y para un arreglador de orquesta grande es muy complicado trabajar así. De modo que sentí que podía haber una hecatombe con los músicos, ya con los contratos hechos, que iba a generar muchas víctimas. Preferí ser la única víctima, aunque no lo soy tanto porque el material quedó y lo tengo guardado.
-Siendo un artista al que le gusta mucho grabar y dejar registro, ¿cómo te llevás con la virtualidad?
-Bien, porque entiendo que las formas de melancolía por el pasado en Occidente nunca sirvieron para nada. Los que añoraron el pasado siempre fueron atropellados por la cabalgata de la evolución. Además, la virtualidad nos permite generar nuevas relaciones humanas que eran impensables hasta hace poco y podemos interrelacionarnos de muchas maneras con gente de cualquier parte. Estamos en una sociedad líquida y oceánica: las cosas quedan en la orilla. Observaba un amigo que lo que desapareció fue el sentido museístico. Nada se compila, todo queda tirado en la playa.
-¿Cómo atravesaste el ACV de 2019?
-Estaba con un unplugged de Café Tacuba que me había encargado Santaolalla. Lo terminé, envié todo al director y me explotó el cerebelo. Fue un dolor de cabeza como nunca tuve en mi vida. Me llevaron al Güemes. Se había soltado la pica, que es una arteria grande de la cabeza. El diagnóstico era muerte, eso le dijeron a mi mujer. Pasaron los días, me fueron acomodando pero no se podía operar por la inflamación. Yo no fui consciente de la gravedad. Me daban fentanilo así que estaba feliz y creía que estaba todo bien. Me pusieron un neurostent. Estuve un mes con la pierna atada con una pesa porque no podía mover la femoral. Un día, el doctor Conrado Estol, que es un capo, me dijo: “Está curado, vuelva en dos años”. Me quedaron pequeñas secuelas y raras: como que tengo que pensar a la mañana para abrir los ojos, o a veces para tragar. La zona que me tocó es la de los automatismos, parece. Pero, por ejemplo, para tocar la viola no me jodió; sigo tocando como el orto, como siempre.
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