Adiós a Luis Mucillo, el compositor del encantamiento y la soledad
“Sáquense el sombrero, señores: he aquí un genio”. Esas palabras que Robert Schumann escribió para celebrar a Chopin fueron las mismas con las que Gerardo Gandini, acaso hacia mediados de la década de 1980, presentó en un concierto a Luis Mucillo, recién vuelto de sus estudios en Alemania. Gandini no se equivocaba. Mucillo, que murió ayer de manera inesperada, fue realmente uno de los compositores más originales de la música argentina, con una originalidad que nunca quería llamar la atención sobre sí misma.
Mucillo había nacido en Rosario en 1956, y se había formado, en el piano, con el maestro Aldo Antognazzi, y en composición, con Francisco Kröpfl. Pero esa genealogía pedagógica no explica quién fue Mucillo. Mantuvo desde muy joven una singular intimidad con la literatura y tramó un incesante sistema de préstamos estéticos. Amaba del mismo modo a Gustav Mahler, Franz Liszt y Alban Berg como a Novalis, a Rilke, a Hugo Padeletti y a Arnaldo Calveyra. Dijo una vez: “El vínculo con la poesía vino desde muy temprano, y las primeras cosas que escribí fueron justamente canciones. Rápidamente, me di cuenta de que se podía combinar la afición por las letras con la música. Supongo que la literatura proporciona un correlato de la música que uno escribe”. Muy pocos, casi nadie en la música argentina, supo escribir para la voz como Mucillo.
Esos mundos se habían reunido para él en los trovadores, por los que tenía una nostalgia que no tomaba jamás un giro regresivo, y no lo tomaba porque no le parecía que el progreso fuera un atributo del arte. Tenía una infrecuente valentía artística. Ser valiente no es hacer ruido sino, en ocasiones, resistir (o mejor desentenderse) de los signos exteriores del arte de la época que quieren pasar por la única legalidad aceptada. Un ejemplo de esto es una de sus obras maestras, Broceliande, para orquesta, de 2003, en la que, como dijo con la mayor exactitud Federico Monjeau, viejo amigo de Mucillo, el compositor crea un paisaje arcaico sin motivos arcaicos, con el simple encantamiento de un color armónico. “Yo no diría que escribo música programática, pero comparto la opinión de algunos compositores del final del Romanticismo que tenían la sensación de que todo lo que escribían estaba ligado a un programa interior. Pero hay ciertas cosas que nunca se mencionan.” Esto ocurría en todas sus piezas, como por ejemplo en Aus Märchenzeit, un ciclo para piano con alusiones también a Paul Klee que estrenó en 2008, en un concierto inolvidable, con Antognazzi y Alexander Panizza, pianista muy ligado a la música de Mucillo que también había sido alumno de Antognazzi.
Más que la erudición, que compartía sin guardarse nada, la espina dorsal de su poética había sido siempre la espiritualidad cristiana. Convivían en él una melancolía sin fondo con el sentido del humor más diáfano. La música argentina pierde con Mucillo a un músico fuera de serie: un artista solitario, con esa soledad del misterio que resulta inasimilable. Una de las canciones de su ciclo Liebeslieder concluía con unos versos precisamente de Novalis: “Dulces cielos eternos/ inefables me habitan”.
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