A los 89 años, murió la cantante lírica española Teresa Berganza, célebre por su presencia escénica y espontaneidad
La mezzosoprano era referencia mundial para la Carmen de Bizet, con la que se identificaba dentro y fuera del escenario: “A mí lo que me gusta es hacer el amor con el público ”; en el Teatro Colón se presentó por primera vez en 1967, con una Cenerentola de antología
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MADRID.- La cantante Teresa Berganza murió Madrid a los 89 años, según confirmó su hijo a este diario. Por deseo de la artista no habrá velatorio ni entierro público. La familia ha emitido el siguiente comunicado: “Addio de Teresa: ‘Quiero irme sin hacer ruido… No quiero anuncios públicos, ni velatorios, ni nada. Vine al mundo y no se enteró nadie, así que deseo lo mismo cuando me vaya’. Toda la familia respetamos su voluntad. Nuestro homenaje será recordarla en toda su plenitud y seguir disfrutando de ella a través de sus interpretaciones para recordarla siempre”.
Teresa Berganza deja un inmenso vacío que llena la historia de la ópera. De pocas personas se podía aprender tanto lo que es saber mantener alta la dignidad de su arte. Tan graciosa e impredecible como rigurosa y seria para lo suyo. Gran testigo de su tiempo, poseía un radar realista hacia el pasado y buen ojo para el futuro. Se mostró siempre castiza y modernísima. Fue una joven que supo defenderse y desenvolverse por la Europa de posguerra y pronto asimiló con una gran carrera internacional el cosmopolitismo sin renunciar a un punto de vista estrictamente madrileño de la vida. Ella, que nació en la calle San Isidro, muy pronto se comió el mundo.
Se armó para ello. Formándose a fondo. Estudió piano, armonía, música de cámara, composición, órgano y violoncelo. Pero se dedicó al canto después de pasar por el aula de Lola Rodríguez Aragón. Despuntó ya en su primer recital en Madrid, el 16 de febrero de 1957, algo que le dio alas para entrar por primera vez con un papel en escena: un Trujamán de El retablo de maese Pedro (Falla) en el Auditorio de la RAI, aquel mismo año en que también tuvo la oportunidad de debutar con el papel de Dorabella en Così fan tutte dentro del festival de Aix-en-Provence, Francia.
Después llegaron más éxitos en el Reino Unido dentro del Festival de Glyndebourne o su debut junto a Maria Callas en una Medea un año después en Dallas (Estados Unidos). De ahí, a Viena, en 1959, junto a Karajan con Las bodas de Figaro, también con Giulini y un viaje a los siglos XVII y XVIII de la mano de Purcell, Haendel, Monteverdi, que le ocupó el principio de los años sesenta. De Mozart y aquellos retos barrocos pasó al bel canto junto a Alfredo Kraus, con El barbero de Sevilla, luego el Metropolitan y la Scala la recibían con Las bodas de Fígaro mozartianas y la mencionada ópera de Rossini junto a Claudio Abbado. Esa que la consagró como ícono y experta en el repertorio endiablado del creador de Pesaro, lo que no le apartaba de riesgos como meterse en un montaje de Don Giovanni, dirigido por el cineasta Joseph Losey y con Lorin Maazel en el foso. A ese nivel discurrió la carrera de Berganza, que continuó en los 70 con diversos hitos en Salzburgo, Edimburgo, el Liceo, junto a Karajan, Abbado, Kubelik… Los de una auténtica figura que ha sabido nadar entre lo más pegado a la tradición sin miedo a una radical modernidad. Ese instinto para saberse puente lo fue construyendo con una mentalidad fascinante, una manera de ver la carrera y su vida fuera de la norma.
En 1967 debutó en el Colón con La Cenerentola, de Rossini, en una puesta en escena de Joachim Herz con escenografía y vestuario de Roberto Oswald, un rol que sería definitorio para sus seguidores en la Argentina. Ese mismo año también fue parte del elenco de Cosi fan tutte, interpretando el rol de Dorabella. En 1969 cantó en La clemenza di Tito y en El barbero de Sevilla mientras que en 1970 lo hizo en Las bodas de Fígaro y La italiana en Argel. Retornó al país en 1996 y 2008, para dar clases magistrales de canto.
En 1991, Berganza fue reconocida con el Premio Príncipe de Asturias de las Artes. Un año después participó en la ceremonia inaugural de la Exposición Universal de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona de 1992, y en 1994 se convirtió en la primera mujer en ser elegida miembro de la Academia Real de Artes de España.
Berganza fue una referencia para todo el mundo que desee desentrañar la complejidad presente y pasada de la ópera, donde ella ha sabido brillar y mantenerse con los pies en el suelo sin renunciar a altos vuelos. Un caso insólito y ejemplar de carrera duradera en la cumbre, sin que aquello le hiciera sentirse presa de una grandeza o una gloria pasada.
La confusión, el lío, lo encontraba ella por todas partes y se agobiaba: “El problema es que solo pensamos en la cantidad. El poder y el dinero. Ya nadie te dice: ‘Qué voz tan bella’. Ahora todo es: ‘¡Qué voz más grande tiene!’. La cantidad’”. Cuando veía una boda de postín en El Escorial, donde vivía, le entraba una carcajada: “Vivo enfrente del monasterio y me las veo todas. Llegan con unos modelos, unos coches, unos tacones. Total... ¿Para qué? ¿Para qué se tienen que casar? ¿Por qué quiere la gente casarse si hoy puedes irte con quien quieras? Yo, que he tenido dos maridos y me ha durado cada uno 20 años, jamás pensé en lo bien que me lo iba a pasar sola, como ahora, que soy libre y disfruto de mi libertad, como mi Carmencita”.
Se refería a la criatura de Bizet. Pocas veces alguien se identificó tanto con un papel. Berganza es referencia mundial en la ópera del francés y ella sigue siendo su mujer preferida. “Me marcó Carmen, le debo muchísimo, más que esos papeles tan ñoños que hay por ahí. Ahora no se hace bien. Las que he visto no se empeñan más que en dar gritos. ¿Qué forma de seducir a un hombre es esa? A un hombre hay que conquistarlo al oído”, aseguraba la cantante.
La seducción es algo que ella aplicaba siempre. “Una cantante lo es de la punta del pie a los pelos de la cabeza. Para vestir a diario, ya ves, me vale cualquier cosa”, aseguraba señalando su conjunto de camisas, pantalones y zapatillas deportivas de color butano, ocre y marrón, a juego con un tono de pelo y su peinado punk: “Pero para salir a escena me voy con los mejores modistas”.
Los directores de orquesta siempre han tenido una predilección por ella. Conservaba algunas batutas eminentes: “A mí me respetan. ¿Por qué? Porque soy músico. He estudiado dirección, composición, piano, y no me engañan. A alguno le he tomado la batuta y se la he tirao a la cara, pero no puedo decir a quién. De otros, las colecciono. Sí, de Solti, de Karajan, de Karl Böhn, de Abbado. No está mal. A veces las agarro y dirijo lo que sale por la radio. En mi próxima vida seré directora de orquesta”, confesaba.
Desde que la conocí jamás tuvo miedo a decir la verdad, a sentar cátedra de manera espontánea y desenfadada o reírse de todo lo que la rodeaba, empezando por sí misma. Demostró siempre una salud mental y una inteligencia asombrosas para analizar su oficio y el entorno en el que se desarrollaba. Tiraba de ironía para asegurar que le confundían cosas que tenía clarísimas. “No sé si es bueno o malo que haya tanta confusión por todas partes, y también en el mundo del canto. En eso entramos los artistas. Todo el mundo quiere cantar, hay voces muy buenas, pero, ¿qué objetivos tienen? Ahí empieza el lío. ¿Qué tipo de voz define a este o a aquel? Sigue la confusión. A las sopranos les dan papeles de mezzos y viceversa. Las sopranos ligeras se meten en repertorios dramáticos... ¿Qué pasa? Pues que a los ocho años se les acaban las carreras”.
La muerte no le asustaba. Antes de morir dijo a su familia que no quería velatorios ni cementerios. “Cuando me muera, me gustaría que me envolvieran en una sábana, me quemen y me tiren al río. No temo a la muerte, pienso en ella con amor, me gustaría morirme de repente para no sufrir yo ni ninguno de los que me quieren. Pero que no me enseñen muerta, que nadie vea mi cara de muerta, y que no canten, a eso sí que le tengo miedo, porque como desafinen soy capaz de levantarme…”, apuntó.
Vida es lo que ansiaba. Y vida tuvo, vida repartió, tanto como arte. Se mostraba muchas veces pletórica, invencible, inquieta, contagiosa y toda una personalidad andante. “He sido muy reinona, sí, pero humilde. Soy buena hasta que me tocan, y pacífica si no me atacan. Ahora, cuando me hacen algo, ¡bueno! Me vuelvo una víbora”.
Por morder, podía morder hasta al acudir a un teatro de espectadora. Sin inmutarse aprovechaba a confirmar que fue protagonista de una leyenda urbana que circuló por ahí: “Hay gente muy maleducada y que no tiene ni idea. Una vez me dio por aplaudir un aria en mitad de una representación y el que estaba a mi lado me chistó para que me callara. Yo le respondí: ‘Aplaudo porque me ha gustado, porque me da la gana y porque soy Teresa Berganza…'”.
Aun así, a veces se quejaba de no haber sido suficientemente reconocida en su tierra. “Cuando empezaron a fijarse en mí, yo ya llevaba 25 años de carrera”. ¿Fue Berganza un lujo que España no supo digerir? “Esa es una muy buena reflexión”, dijo una vez ante aquella pregunta. Ella llevaba a gala haber hecho lo que le tocaba en cada época. “Cantaba todo y con todos. Hasta con Juanito Valderrama, del que se aprendía muchísimo. Y hasta hacía películas con Carmen Sevilla para ganar dinero. Luego empecé a cantar y desde entonces no he parado. Me fui a Italia, hice 13 o 14 conciertos y me dijeron: ‘¿Le apetece cantar en la Scala?’ Yo respondí: ‘Bueno, ¿por qué no?’. Y he sido de las que entró en la Scala sin acostarse con el director, que no me gustaba entonces. Él sí quería, pero yo no”.
Tal vez por esas cosas se definía pobre pero honrada y entregada radicalmente a su voz: “Sí, ahora soy pobre porque me llamaban para cantar en el Metropolitan de Nueva York, pero me llevaba a mi marido, a mis tres hijos, a mis padres, a una niñera y a una señora para limpiar. Así que al final me quedaban 100 dólares, pero he sido muy feliz. Tengo unos hijos maravillosos y unos padres que no me daban dinero porque en casa no había un duro, con un padre en la cárcel y una madre trabajadora, pero me inculcaron cultura y mucho cariño. Me enseñaron a amar. Por eso he tenido una infancia maravillosa en la que iba al colegio, cantaba en un coro y entre medias me comía un bocadillo de calamares”, aseguraba.
¿Y el marido? Entonces estaba casada con el pianista Félix Lavilla: “Pues el marido, cuando vas a los sitios en Rolls-Royce y te reciben con alfombra roja, al principio le gusta, pero después no lo aguanta y van surgiendo los celos. Llega un momento en que tienes que elegir: dejar al marido o dejar el canto, y mi voz no la habría abandonado por nada del mundo”.
Jamás dejó de estudiar y llegó a dar clases en la Escuela Reina Sofía. Sabía lo que era aprender de los grandes y quiso aportar. En ese sentido, siempre se mostró agradecida de lo que su relación con Maria Callas le dio. “Era la más grande. Yo creo que en mí, lo que vio, es que no era mala. Me quiso tanto... Me llevaba a todas las fiestas y me sentaba en sus rodillas. Me adoptó”. ¿Tanto como para copiar algo de ella? “Copiar, nada. Aprender, lo aprendí todo. Sobre todo que los más grandes son los más humildes. Después, a mí me han querido copiar mucho, pero no han salido como yo. No hay artista igual”, decía.
Lo que nadie era capaz de predecir eran sus salidas. Berganza fue siempre pura espontaneidad en cada respuesta. Como esta, a los 75 años: “Tengo tres cuartos de siglo. Te vistes de otra forma. Me falta el moño. El moño tenía mucho éxito”. De ahí pasamos a la audacia y a la prudencia. Ambas cualidades, necesarias para sostener carreras. “Si me hubiese dejado llevar por lo que querían en las discográficas, no hubiese durado ni dos años. A mí, los discos no me emocionan... Aunque he grabado casi 200. El disco puede ser la perfección, pero el teatro es la emoción. A mí, lo que me gusta es hacer el amor con el público. Conmigo no se han equivocado nunca...”.
Eso no suponía que ella misma estuviera segura de lo que le gustaba. Una vez, en una entrevista que mantuvimos, se lo preguntó ella misma. “A veces me pregunto: ‘¿Me gustará la ópera? ¿Me gustaba?’. Porque se ve cada cosa... ”, decía. Aun así, seguía jugando a ser diva sin perder los papeles. “Puedes jugar a eso. Vacilando. Cuando te ponen alfombras rojas y Rolls-Royces con bar, te gusta. Cuando te aplauden media hora, claro que te sientes especial. Pero luego llegas a tu casa y eres la que ha nacido en la calle de San Isidro, número 13, de Madrid”.
EL PAISOtras noticias de Ópera
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