A principios de mayo, Moby lanza su segundo libro de memorias, Then It Fell Apart. En el libro el músico habla del período embriagador y hedonista luego del lanzamiento de su disco revelación de 1999, Play, que mezclaba música electrónica con folk, blues y góspel. Play vendería más de 12 millones de copias en todo el mundo, y alcanzó el puesto número 341 de los 500 Mejores Discos de la Historia de Rolling Stone, pero cuando salió el álbum, el productor sentía que su momento ya había pasado. En este fragmento del libro, describe el deprimente primer show para promocionar el LP: un recital en un local de Virgin Megastore de Nueva York al que fueron apenas 30 personas.
Lower East Side y Union Square, Nueva York, 1999
Play había salido hacía una semana, y ya parecía un fracaso.
Era un día de principios de mayo, extrañamente frío para Manhattan. Yo estaba caminando por la Cuarta Avenida hacia el norte desde mi loft en la calle Mott, camino a Union Square, pasando edificios que 150 años atrás habían sido los más elegantes de Nueva York. A mi izquierda estaba la Colonnade, que alguna vez había sido una fila de casas adosadas diseñadas para parecerse a la Acrópolis, y que ahora apenas eran un par de columnas de caliza, con manchas grises y negras de un siglo y medio de humo.
Yo tenía puesto mi uniforme habitual, jeans viejos y zapatillas negras; tenía mis pequeñas manos frías metidas en los bolsillos de mi chaqueta militar comprada en una tienda de ropa usada. El sol de la tarde se desplegaba por las calles, haciendo brillar los viejos edificios de piedra.
Había trabajado dos años en Play. Después de casi una década haciendo discos, parecía que sería mi último álbum, una canción de despedida fallida y mal mezclada. Me sorprendía incluso que hubiera sido editado: un año antes, yo había perdido mi contrato discográfico con un sello americano, y antes del lanzamiento de Play, me habían tirado al tacho de basura de los artistas fracasados.
La caída de mi contrato discográfico no me había amargado ni sorprendido, porque mi disco anterior, Animal Rights, había fracasado en casi todas las maneras en las que un disco puede fracasar. Se vendió poco y recibió reseñas casi exclusivamente terribles. Mi antiguo sello estadounidense, Elektra, publicaba a Metallica y otros artistas que vendían millones de discos. Tenía objetivamente mucho sentido que se desprendieran de mí, puesto que toda la evidencia indicaba que mis mejores años ya habían pasado. A principios de los 90, yo había sido considerado como un niño prodigio del techno, pero a medida que la década progresaba, no lograba estar a la altura de las expectativas que me habían llevado a estar en un sello grande.
Yo seguía vinculado a Mute Records en Inglaterra, pero ellos nunca echaban a ninguno de sus artistas. Un sello nuevo de Nueva York, V2, había aceptado editar Play, una decisión que yo asumí que era un acto de caridad o de delirio.
Pasé caminando por la antigua ubicación del Ritz, en la calle 11, donde había visto el primer show de Depeche Mode en Nueva York, en 1982, cuando tenía 15 años. Luego de ver a la banda con sus sintetizadores y sus peinados new wave, yo soñaba con tocar alguna vez mi propio recital solista en el Ritz. Pero ahora tenía 33 años. Y si en el Ritz entraban más de mil personas, esa noche yo iba a tocar en el sótano de una tienda de discos para, quizás, 50 personas. Agaché la cabeza para hacer frente a un viento inesperadamente frío, y caminé a través de las sombras.
Había trabajado mucho, mes a mes, para hacer Play, componiendo y grabando en un equipo viejo en mi pequeño estudio de mi loft de la calle Mott. Ahora que el disco ya había salido, me di cuenta de que no tenía nada que presagiara un éxito. Estaba pobremente grabado, y cuando no aparecía mi voz plana, usaba voces grabadas hacía 40 o 50 años, de cantantes muertos hacía mucho tiempo. Asumí que Play sería rápidamente olvidado, puesto que era 1999, la época de Britney Spears y N*Sync y Limp Bizkit, grandes grupos de pop que hacían discos en estudios caros y sabían cómo componer y grabar canciones que sonaran grandes en la radio.
En los últimos años, no muchas cosas habían funcionado para mí. Había muerto mi madre, había perdido mi contrato discográfico en Estados Unidos, sufría de ataques de pánico casi constantes, me acercaba a la bancarrota, y me bajaba 10 o 15 tragos por noche. Pero ese día estaba feliz. Me habían permitido hacer un último disco.
Luego del show de esa noche en el Virgin Megastore de Union Square, mi grupo y yo íbamos hacer una gira de dos semanas por locales pequeños en Norteamérica, y luego una gira de dos semanas en locales pequeños en Europa. Emborracharse después de estos pequeños shows y despertarse con resaca en un estacionamiento probablemente no sea la idea que la gente tiene acerca del glamour. Pero me entusiasmaba tener un último mes en un micro de gira. Cuando terminara, podía volver a estudiar o decidir qué otra cosa podía hacer con mi vida.
Había armado una pequeña banda: Scott, un baterista dark y guapo con el que trabajaba desde 1995; Greta, una bajista alta y tatuada con pelo puntiagudo y teñido; y en los teclados y bandejas Spinbad, un DJ y comediante con la cabeza rapada y barba candado. Yo iba a cantar algunas de las canciones, pero la mayoría de las voces femeninas sampleadas eran grabadas, porque no podía contratar a una cantante de verdad.
Doblé en la Calle 14 y le compré una botella de agua mineral Poland Spring, generosamente envuelta en una servilleta mojada, a un vendedor callejero de pretzels. Diez años antes, cuando me mudé a Nueva York, vivía en un edificio de ladrillos verdes a dos cuadras de ahí, en la Calle 14 y la Tercera Avenida.
Y nueve años antes, en 1990, había tocado mi primer recital en Palladium, en la Calle 14 e Irving Place. Tenía bastantes buenos recuerdos en la calle 14: quizás esa noche también tendría suerte y sería uno de ellos.
Entré en la tienda de discos con mi botella de Poland Spring goteando y bajé al sótano en escalera mecánica, donde mi banda y mi equipo ya habían conectado los equipos. Aunque casi no tenía una carrera propiamente dicha, todavía tenía tres managers. Una era Marci, quien me esperaba al final de la escalera, molestando al manager de la disquería. Marci tenía unos explosivos rulos de cabello rojo; era petisa, feroz y fiel. El manager estaba tratando de alejarse de ella.
"Hola, Marci", dije yo.
"¡Mo! ¿Cómo estás?"
"Con resaca", le dije. "¿Cuándo empezamos?"
"Supuestamente, a las 5:30, pero creo que podemos empezar a las 6", dijo, sonriéndole al manager.
"OK", concedió él. "Pero tienen que terminar a las 6:30."
"¿Todo bien, Moby?", preguntó Marcy.
"Supongo que sí", dije resignado. Me dirigí a donde estaban mi banda y mi equipo.
"Hola, Mo", dijo Dan, el iluminador. "¿Cómo estás?"
"Con resaca."
Dan era un británico con una cresta verde enorme. En realidad no necesitábamos un iluminador para este recital, con todas las luces fluorescentes que había en el sótano de la disquería, pero él había aparecido para cargar equipos y dar su apoyo. Estaba ahí con Steve, un sonidista perturbadoramente alto y atractivo, y con J.P., otro sonidista indefectiblemente amable de Manchester que había empezado trabajando con los Happy Mondays.
Luego apareció mi nuevo manager de giras, Sandy. "¿Todo bien, Moby?", preguntó.
Sandy era británico, un poco más alto que yo, y lindo, con un nutrido cabello rubio que yo le envidiaba. Había sido manager de giras de varios grupos indie británicos exitosos, y me sorprendía que hubiera aceptado pasar un mes supervisando una gira pequeña y poco excepcional.
"Estoy bien, Sandy. ¿Vos?", le pregunté con amabilidad. El era un manager de rock & roll, que había vivido en varios colectivos durante las giras, pero parecía profesional y erudito; yo quería que me respetara.
Más allá de la banda y el equipo, había apenas un puñado de personas en ese sótano. Algunos daban vuelta por los estantes con revistas, otros nos miraban conectar los equipos. Me subí al pequeño escenario, agarré la guitarra, y empecé a tocar "Stairway to Heaven". El manager se acercó rápido y protestó: "Antes de seguir, tenés que bajar el volumen".
Lo miré, y tragué avergonzado. "No hay problema", dije, y apagué la guitarra.
Esto no era glamososo. Pero era algo. Al final de la gira de Animal Rights, yo tocaba para 25 personas. Si llevábamos 50 personas, esta noche tendríamos un incremento del 100%.
Apoyé la guitarra en el piso y caminé por la disquería, recorriendo las bateas de CDs y cassettes y revistas y libros de música. Agarré una copia del semanario británico Melody Maker para ver si habían reseñado Play. Sí. Le habían puesto dos estrellas sobre 10, y habían usado casi toda la reseña como una oportunidad para difamarme personalmente. Se me cayó el alma a los pies.
Se me acercó Marci. "¿Qué estás leyendo, Mo?"
"La reseña de Melody Maker."
"¿Y qué tal?"
Me encogí de hombros y le pasé la reseña. La leyó y sacudió la cabeza. "Bueno, ¡al menos la reseña de Spin estuvo bien!", dijo, enfrentando con optimismo el desprecio periodístico británico.
"¿Empezamos?", le pregunté.
Reuní a la banda, subimos al escenario, y agarré la guitarra. Probé el micrófono y evalué la escena. Yo esperaba que hubiera 50 personas en nuestro primer recital, pero bajo las potentes luces de la disquería apenas pude ver a 30 mirándonos desde el balcón.
"Hola", dije con cuidado por el micrófono, "soy Moby, y esto es ‘Natural Blues’", y empezamos el primer recital de Play. Yo quería que la gente nos viera tocar instrumentos, y que quizás no notaran que las voces femeninas estaban pregrabadas y que nadie cantaba. Cuando terminó la canción, algunos aplaudieron y el resto de los clientes siguieron en lo suyo.
Tocamos "Porcelain" y "South Side" y "Why Does My Heart Feel So Bad?" y "Go" y "Body Rock", y terminamos con "Feeling So Real". "Go" y "Feeling So Real" habían sido éxitos en Europa, y en varios momentos, yo las había tocado para decenas de miles de personas. Ahora estaba en un sótano tocando ante los magros aplausos de un par de fans intransigentes, y un par de trabajadores en busca de CDs de Hootie and the Blowfish.
Apenas terminó el recital, el público se dispersó y los ocho miembros de mi banda y mi equipo empezaron a desconectar micrófonos y a guardar las guitarras en las fundas. Sonreí. Así sería el siguiente mes de mi vida, y era suficiente.
Extraído de THEN IT FELL APART, de Moby. Usado con permiso de Faber & Faber. Copyright 2019 Moby Entertainment.
LA NACION