A 10 años de la muerte de Lou Reed, el músico que caminó por el lado salvaje y retrató el lado más oscuro de la vida neoyorquina
Mostró como ningún otro la cara menos difundida de la Gran Manzana e influyó a varias generaciones; dejó clásicos como “Walk on the Wild Side”, “Perfect Day”, “Coney Island Baby” y “Dirty Blvd.”
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A finales de octubre de 2013, Lou Reed fue retratado por última vez. En una sesión de fotos a cargo del fotógrafo Jean Baptiste Mondino, el músico que tradujo a sonidos el espíritu vivo de Nueva York aparecía frente a cámara con un puño en alto y una mueca monalisiana, entre la sonrisa y el gesto adusto. Pero además había en su semblante una llamativa sensación de paz y de equilibrio, la muestra de que una persona que atravesó una vida turbulenta (algunas veces, incitando esa misma turbulencia) pudo finalmente hacer las paces con su propia existencia y también con la enfermedad hepática que acabó con su vida a sus 71 años.
Hijo de una familia judía de clase media, Lewis Allan Reed atravesó una infancia en Brooklyn sin amigos, a causa de un carácter volátil e irascible. En la adolescencia las cosas no sólo no cambiaron, sino que el consumo de drogas acrecentó toda aspereza social y de atención, sólo mitigadas por su relación con la música. Ya en sus años de universitario, sus padres y los psiquiatras a su cuidado decidieron tratarlo con sesiones de electroshock con la intención de “curar” las inclinaciones homosexuales que venían en él. Con una frecuencia de tres sesiones por semana durante dos meses, Reed perdió la memoria remota. “La mayor parte de mis recuerdos de infancia no están disponibles. Mi infancia fue tan poco feliz que no recuerdo nada antes de los treinta y un años”, contó el músico a Anthony DeCurtis.
Al poco tiempo, conoció al músico de vanguardia John Cale y ambos descubrieron la heroína y, por una extraña vuelta del destino, la droga fue también su puerta de entrada al ámbito creativo y cultural de vanguardia que se vivía en Nueva York en la época. Las canciones que creó en esa época y que luego terminarían en el disco debut de The Velvet Underground eran el retrato de un mundo privado que incluía excursiones a Harlem a comprar drogas (“I’m Waiting for the Man”) e incursiones al mundo del sadomasoquismo (“Venus in Furs”).
Bajo el ala protectora de Andy Warhol y con la presencia temporal de la modelo alemana Nico como vocalista, en su primer disco The Velvet Underground fue una banda que le puso al mundo una bofetada de realidad y crudeza. Su efecto no fue inmediato, sino a largo plazo: casi ignorado en su momento, el álbum se volvió una de las piezas más influyentes del rock. Como bien observó Brian Eno: en su momento vendió solo treinta mil copias, pero esas treinta mil personas que lo compraron formaron alguna banda que fue crucial.
The Velvet Underground continuó su carrera cambiando de integrantes y también de ideas, con discos más volcados a lo experimental y catártico y otros donde la canción era la que mandaba. Reed encontró allí su lenguaje, una manera de escribir próxima al storytelling, más cerca del recitado que del canto. Una vez que la banda se separó (en rigor, quedó en manos del bajista Doug Yule, que había sido el último músico en incorporarse al grupo antes del éxodo masivo de lo demás integrantes), Reed dio comienzo a una carrera solista, que tuvo a principios de los 70 un álbum debut homónimo que funcionó más como transición hacia una búsqueda nueva que de reflejo real de sus inquietudes artísticas. La historia tomó un giro abrupto luego de que David Bowie, uno de sus más confesos admiradores, se ofreciese a coproducirle su siguiente disco junto al guitarrista de su banda, Mick Ronson.
Transformer, el resultado de esa experiencia, puso uno de los primeros mojones del glam rock y lo hizo con un cancionero plagado de hits (“Perfect Day”, “Vicious”, “Walk on the Wild Side”), pero también dándole visibilidad a transformistas, junkies y demás personajes que transitaban por las banquinas de la vida. El disco fue por demás exitoso y la presión lo llevó a tener que tomar un volantazo radical en su siguiente trabajo. Con la producción a cargo de Bob Ezrin, Berlin es una suerte de ópera rock, la historia de una pareja de adictos a la vera del Muro, una familia que se deshace en mil pedazos con un desenlace trágico. De algún modo, este tándem sentaría la norma de su obra posterior, donde álbumes comerciales fáciles de digerir convivieron con obras que parecían poner a prueba la tolerancia del oyente, como el doble Metal Machine Music, un disco compuesto por acoples y manipulación sonora extrema.
Pero Reed también fue el autor de obras cumbres como New York, el equivalente a un vuelo ligero sobre la Gran Manzana para dar cuenta de todo lo que ocurría en ella a finales de los ochenta; o el sufrido Magic & Loss, un tratado privado sobre el duelo, el esoterismo y las enfermedades después de perder a dos amigos. De a poco, su obra parecía destinada a hablarle a nadie más que a él mismo, y aún cuando su momento de mayor gracia parecía haber quedado atrás en el tiempo, Reed desembarcó por primera vez en Argentina en 1996 con una seguidilla de cuatro conciertos en el teatro Gran Rex. A ese mismo teatro volvería cuatro años más tarde para presentar Ecstasy, de 2000, el que sería su último álbum como solista, esta vez centrado en los vínculos y las relaciones, en parte inspirado por su matrimonio con la artista y música Laurie Anderson, a quien también acompañó en el mismo teatro sobre la avenida Corrientes en 2008.
Sus últimos trabajos mainstream fueron tan provocadores como desconcertantes. En 2003, Reed publicó The Raven, un disco doble conceptual construido a partir de cuentos y poemas de Edgar Allan Poe. En 2011, el músico redobló la apuesta con Lulu, un álbum grabado junto a Metallica basado en una obra teatral del autor Frank Wedekind que mezcla spoken word con bases instrumentales de la banda liderada por James Hetfield. En el medio entre uno y otro, Hudson River Meditations, un disco de música meditacional para relajar “el cuerpo, la mente y el espíritu”, en sintonía con su práctica del tai chi.
Fue justamente esa práctica milenaria la que lo ayudó a mitigar la hepatitis y la diabetes que lo aquejaron durante años y que lo obligaron a tener que recibir un trasplante hepático tan solo cinco meses antes de su muerte, el 27 de octubre de 2013. De manera silenciosa, el legado de su obra se esparció de forma evidente por todo el mundo, desde Kraftwerk a The Strokes (gran parte de las canciones de su debut parecen construidas usando “Run Run Run” como moldería), pasando por Television, Luca Prodan, Duran Duran y Andrés Calamaro (“Dos Romeos”, de Nadie sale vivo de aquí, es pura cepa reediana). A lo largo de una obra que se extendió por más de cuarenta años, Lou Reed se sumergió en las oscuridades para convertirla en un legado luminoso.
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