50 años del primer disco solista de Paul McCartney... y de la separación de The Beatles
El primer desprendimiento del glaciar produce un sonido colosal. El 20 de septiembre de 1969, en la oficina del número 3 de Savile Row, hizo apenas un murmullo. Reunidos junto al representante Allen Klein y un equipo de abogados, los cuatro Beatles definían los siguientes pasos de su carrera con un intenso fuego cruzado. John Lennon atacó a Paul McCartney por su liderazgo de facto, por su "música para abuelitas". George Harrison ocupó la silla del hermano menor ninguneado. Ringo Starr simplemente estaba allí. Paul insistió con su idea de retomar los conciertos en una gira de pequeños clubes. "No lo entiendes –interrumpió Lennon-. Me marcho. Quiero divorciarme, igual que lo hice de Cynthia". A punto de lanzar Abbey Road, con una antología lista, varios simples programados y las sesiones de "Get Back" en las gateras, los Beatles igualmente firmaron un contrato. Lennon prometió no decir una palabra. Si no escucharon el ruido del glaciar fue porque estaban adentro del ruido.
Aturdido, McCartney llegó a su casa de Cavendish y armó su plan de emergencia con Linda. "Agarramos a las niñas, los perros y todo lo que teníamos –dijo después-, pusimos una guitarra encima de todo y un orinal para el bebé". Unas horas más tarde llegaron a un remoto escondite en las Tierras Altas de Escocia: su granja High Park de la península de Kintyre. Excepto su propia familia y algunos amigos cercanos del entorno de Apple, nadie sabía exactamente donde estaba McCartney. Incluso, en ese círculo de confianza, nadie tenían la más mínima idea de cuánto iba a durar aquella cuarentena voluntaria.
En el principio, solo dos cosas crecieron en esa tierra yerma: el rumor y la depresión. Así, mientras un periódico estudiantil de Iowa empujaba la bola de nieve de su supuesta muerte, McCartney asistía a la onda expansiva de su colapso nervioso: inseguridad, dolor, paranoia, lisa y llana vacuidad. Linda, aún con la responsabilidad de ser madre de dos niños, debía hacerse cargo de ese hombre con toda la sintomatología habitual del desempleado. "Demasiado deprimido para levantarse por las mañanas, no se molestaba en afeitarse o en cambiarse la ropa –dice Philip Norman, en su biografía-. Empezó a fumar un cigarrillo tras otro, tanto legales como ilegales, y se volcó al whisky –la bebida favorita de su padre-, cuya botella buscaba apenas se despertaba".
Poco antes de la Navidad, hicieron las maletas y volvieron a Londres. Apenas desempacaron en Cavendish, los niños comenzaron a armar el arbolito y McCartney instaló su flamante magnetófono Studer de cuatro pistas en la sala de estar. Así, sin más planes ni preparativos que el mero exorcismo, grabó un esbozo acústico y devocional para su mujer: "The Lovely Linda". Era, de alguna manera, la primera señal de un mundo nuevo. Un haz de luz. Como si tuviera algo que demostrar, cerró las fronteras y se dispuso a grabar su primer disco solista sin ayuda alguna. No solo tocando absolutamente todos los instrumentos (bajo, batería, guitarra solista, guitarra rítmica, steel guitar, piano, maracas, bongos, pandereta, cencerro, copas de vino, xilofón), y haciéndose cargo de los roles de productor e ingeniero, sino incluso siguiendo la invectiva que había propuesto para "Get Back": una reacción rudimentaria a la estilización de los últimos discos de los Beatles.
Acostumbrado a los alter-egos, McCartney reservó algunas horas tanto en los estudios Morgan como en Abbey Road bajo el pseudónimo de Billy Martin. El 12 de febrero se metió en aquella sala del noroeste londinense para doblar la cantidad de pistas y el 21 regresó a su estudio madre decidido a colocar la cereza del postre: "Maybe I’m Amazed". Sabía que tenía oro en la punta de los dedos. En un deliberado golpe de efecto, la balada con la que planeaba cerrar el disco ("Kreen-Akrore" sería, de alguna manera, una coda) necesitaba un approach más profesional para explotar su dinámica. "Linda, la bebé Mary y Heather lo acompañaban todos los días –dice Norman, en su biografía-. Llenaban el lugar de parafernalia para bebes, juguetes y comida de picnic. (…) A continuación, John Eastman buscó los estudios más avanzados de Nueva York y llevó masterizaciones en persona para darles un último repaso".
Para ser una banda quebrada, la agenda de los Beatles estaba curiosamente saturada. Mientras McCartney intentaba ponerle fecha a su propio disco, Ringo ya tenía reservado el 27 de marzo para el lanzamiento de su Sentimental Journey y, tanto el álbum como la película extraídos de las sesiones de Let it be estaban más que listos para su estreno. Para evitar la competencia (y echarle un poco de tierra al bajista), John y George hicieron todo lo posible para que Apple pospusiera hasta junio el lanzamiento solista de McCartney. En un arranque fallido de diplomacia, escribieron una gélida carta de anoticiamiento que Ringo llevó personalmente a Canvendish. "Se volvió loco –recordó el baterista-. Estaba descontrolado, gritaba y me apuntaba a la cara con el dedo, diciendo: ‘me las van a pagar: los voy a hundir’. Me dijo que agarrara mi abrigo y me fuera".
Oculta detrás de su optimismo radicalizado o su flema británica, toda esa ira no sintonizaba con el disco. El 17 de abril, cuando finalmente comenzó a desembarcar en las bateas de buena parte del planeta, los críticos quedaron un poco confundidos por su candidez pastoral. Algunos la sancionaron (el Melody Maker habló de "pura banalidad"), otros la celebraron (el New Musical Express habló de "calidez y felicidad") y Lennon permaneció en el más cínico de los silencios, odiando esas canciones hasta los meros huesos. No era extraño. El disco sonaba, a pesar suyo, como un anticlímax: un eufemismo, una evasiva, el acuerdo tácito del final de la banda más grande del planeta. En el envío de prensa, de hecho, llegó a las redacciones con una suerte de auto-entrevista donde hablaba de la ruptura. "Diferencias personales, diferencias de negocios, diferencias musicales, pero sobre todo porque paso mejores momentos con mi familia –decía-. ¿Temporal o permanente? Realmente no lo sé".
Extirpado de la rueda de la coyuntura, McCartney vuela liviano como un pájaro. Es caprichoso, pero toda su auto-indulgencia parece quedar compensada por una ambición medible en cero. El rey del pop, oh paradoja, no entrega singles. Reúne las piezas sueltas y, mientras silba su melodía (definitivamente "Junk"), se inventa una ética nueva para el viejo rock & roll: un tratado sobre la imposibilidad de volver a casa y la necesidad de armar otra casa. Firmado a plena luz del día, con el ruido de los niños de fondo.
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