Música en el mar
Desatendidas, desde la declinación de la industria pesquera y el recambio que significó la introducción en el puerto de los buques factorías colmadas de pescadores coreanos, están las lanchas amarillas. Son un primer acceso al imaginario marplatense, disponibles a los ojos de cualquier pasajero del mundo en la revista de una aerolínea de bandera. Pero lo cierto es que rechinan y resquebrajan su fondo meciéndose inútilmente amarradas en el muelle de la ciudad.
Dónde, cuándo y por qué se crearon estas lanchas y se hicieron amarillas es una historia. Y qué pasó con ellas, otra peor. La última –aún por contarse– será la respuesta que tenga esta pregunta: ¿en qué sentido son un patrimonio a conservar?, pensando que muchas veces es opinable –en la dinámica de construcción y destrucción que tienen las ciudades– qué vale la pena rescatar y qué no.
Esas primeras embarcaciones que llegaron al puerto mientras el mismo era construido fueron mutando. En 1911, la aparición del motor les rectificó la popa a las embarcaciones y les mostró que la vela estaba de más. Lo del color fue más tarde, después de un temporal, en el que aquello a rescatar se iba mezclando con lo que se hundía y no se entendía bien cómo desenhebrar la cosa. El amarillo azafrán fue una mejor opción cromática para distinguirlas a lo lejos y en caso de rescate. También, les otorgó una identidad particular.
Llegaron a ser 250 las lanchas en su época de esplendor. Después… el tiempo está después, diría el músico Fernando Cabrera, y fueron quedando cada vez menos. Primero, porque no todo hijo que había heredado las consecuencias de la prosperidad de la pesca quería hacerse cargo de la tarea: más bien, agradecía que la lancha lo hubiera dejado en una playa mejor. Además, el descuido y las malas condiciones de mantenimiento, los naufragios, las consultas al astillero que recetaba un descanso que no tenían y el ahogo de tantas tripulaciones hicieron su parte… Pero sería contar la historia de otra especulación, de la vida sumergida, de viudas que esperan y de causas judiciales que no se mueven.
Actualmente, la flota artesanal del puerto tiene 28 embarcaciones en peligro de extinción, debido, también, a una reglamentación que les exige a los buques pesqueros tener instalado un sistema de monitoreo satelital. Los armadores advirtieron hace menos de un mes que de existir una nueva imposición, se estaría prácticamente ante su final, por no poder afrontar los costos.
Frente a lo que sí es una pregunta, el arquitecto e investigador Guillermo De Diego –también uno de los creadores de los skate parks que revitalizaron y dieron un una dimensión multiuso a ciertos espacios públicos de la ciudad– señala: "Mar del Plata tiene un problema muy serio de autovaloración e integración del patrimonio que es su identidad. Se vislumbra muy claro en el desdén a elementos clave de la cultura material e inmaterial, entre los que pueden contarse desde valiosas obras de la arquitectura moderna, como la Casa sobre el Arroyo, de Amancio Williams o el parador Ariston, de Marcel Breuer, hasta algunos elementos emblemáticos de su cultura–sin ir más lejos, la silla Bristol, interpretación y rediseño a la manera criolla y con mimbre de la costa pampeana de una silla inglesa de principios de siglo; la casa de calle Bolívar y Pampa, a metros del ferrocarril, que era de Fagnani, aquel pionero de la industria nacional y mundial que inventó los fideos Don Vicente, con un sistema innovador de laminado al huevo premiado con medalla de oro en la Feria Internacional de Milán, de 1917. El puerto y su emblema –las lanchas amarillas– no escapan a la lógica de una idiosincrasia que les da la espalda. Las lanchas amarillas son un elemento icónico de la cultura local. Hoy cuentan una parte de la historia de nuestra ciudad y es necesario protegerlas, repararlas, ponerlas en valor".
San Antonino es una música compuesta para el puerto de Mar del Plata. Una orquestación que propone hacer audible un espacio de 640.000 metros cuadrados –en el triángulo imaginario que existe uniendo las dos escolleras y un punto meridional a ambas metido en el mar–, a través de la evocación de sus fuerzas sonoras cotidianas. Involucra siete ensambles dispuestos en lugares estratégicos –la Escollera Sur, la Escollera Norte, la Base Naval– y otras orquestas que navegarán sobre distintas embarcaciones típicas del puerto, como lanchas, veleros, el crucero Anamora y el Luisito (el buque de la Escuela Nacional de Pesca), generando fuentes móviles que trazan una coreografía sobre el espacio marino.
Por un lado, el rescate de las lanchas; por otro, es una idea a tono con la sensibilidad que promueve el siglo XXI: abrir los puertos, las puertas
La búsqueda de su compositor, Martín Virgili –licenciado en Artes por la Universidad de Buenos Aires, guitarrista, performer, docente e investigador en Artes– fue enlazar el arte a la comunidad y la transformación social, priorizando el reconocimiento de la identidad de un paisaje sonoro.
Con el propósito de actualizar códigos propios de la mítica fiesta de los pescadores –su conocida peregrinación náutica, la elección de la reina del mar, el sonido de las cansonetas italianas y la procesión de la virgen–, la pieza es más que una búsqueda artística, estética y una música site especific; es una forma de visibilizar un territorio cuya naturaleza es un ensamble de fragmentos yuxtapuestos. Un territorio que tiene pendiente hacer sonar su propia voz, su canto. Y un territorio que es, también, escenario de tragedias, hundimientos y desilusiones.
Lo harán –él, los directores de los ensambles y una multitud, esperan– a través de los sonidos provenientes de la cultura material (bocinas de lanchas, barcos, buques); de elementos visibles e icónicos, como pañuelos de colores, flores y humo de bengala, y de sonidos articulados de forma musical: lectura de cartas, poesías, cansonetas napolitanas y fractales de la música de Creciente, banda que introdujo en su música el ritmo del mareo y algunas particularidades que la destacan como la nueva guardia del folclore de la Costa Atlántica.
Entonces, hay un grupo de artistas que volvió a ocuparse de Mar del Plata; generaciones mezcladas de músicos, fotógrafos, diseñadores gráficos, dibujantes, escritores, arquitectos y gente allegada a sus propuestas pudieron entender que este puerto es una puerta hacia el futuro; hacia la historia que esté por venir. Y el concierto se hace eco de esto en un sentido que ven con dos claves. Por un lado, el rescate de las lanchas y promover una solicitud para que sean reconocidas y salvaguardadas por la Municipalidad como patrimonio material de la ciudad. Por otro, una idea muy a tono con la sensibilidad que promueve el siglo XXI: abrir los puertos, las puertas; socializar y compartir información, decir la verdad sobre qué está pasando con los animales, la pesca, las aguas, la economía. Entre otras cosas, las proclamas de este año en el concierto incluyen a un grupo de biólogos ocupados de estos fenómenos ambientales.
San Antonino es un barco real. Un barco que inspiró a Martín Virgili a crear este concierto, una tarde en que salió a caminar por el puerto junto a otro compositor, Mariano Losi, con quien compartió la idea. Tomó fotos de ese barco, ideando este concierto sin sospechar que un año después se hundiría. A más de diez millas náuticas al sudoeste de la costa, el naufragio del buque construido 50 años atrás, en el extinto Astillero Napolitano; propiedad de la empresa Di Yorio –detrás de la cual están los nombres de Di Iorio y Solimeno–, se registró alrededor de las 6 de la mañana del 1° de septiembre de 2016, dos horas después de haber zarpado. El hundimiento, frente a las costas de Chapadmalal se produjo en menos de 40 minutos, consecuencia de una filtración en el casco. Dejó como saldo seis tripulantes muertos.
Las razones para la elección de aquel barco como nombre de la composición musical fueron las reminiscencias del mismo. San –evocativo de la religiosidad presente en identidad del puerto y su gente– Antonino: nombre italiano en clara alusión a la comunidad que define al sector, con su abreviatura Nino, en ese arco sonoro inevitable que traza con Adiós Nonino, de Astor Piazolla, uno de los más grandes compositores de música contemporánea, nacido en Mar del Plata. "Decidí dejar el nombre de todos modos, porque esos naufragios también son parte del territorio. En la primera ejecución de esta obra, a bordo del barco Luisito, iba la hermana de uno de los tripulantes que murió en el hundimiento del San Antonino. Esto permitió sentir colectivamente la obra, no solo como el resultado de un grupo de artistas independientes con ganas de hacer ruido que montan una pieza extravagante, sino como el surgimiento de un espacio de resilencia, intempestivo, que ayudó y que ayude a hacer frente a todo el dolor y las pérdidas que hay detrás de los hundimientos".
La pieza musical se sitúa dentro de una perspectiva de la composición musical que encuentra antecedentes en los ingleses Sound Studies; corriente de investigación y pensamiento sobre el sonido en el que se involucran las cargas políticas, sociales, psicológicas, estéticas del mismo y que es hoy una disciplina en auge.
La etimología de la denominación paisaje viene de pais (igual que paisano). A diferencia de su nombre en lengua inglesa, landscape –que, traducida, sería vista de un territorio– paisaje alude a aquello que comparten los paisanos. ¿Y cuál era la música para el puerto de Mar del Plata? Aquella dispuesta a hacer emerger los sonidos del lugar: no solamente la música que se escuchaba tradicionalmente en el puerto… ni los concretos y materiales de las máquinas del trabajo o las sirenas de los barcos, sino los de ese alboroto social, emotivo de los paisanos.
Así como los elementos de la cultura material hablan de una identidad, también los sonidos corresponden a un paisaje
El compositor consideró que debía contar para la obra con un sonido clave dentro de este universo que corresponde al de los buques de la Base Naval. Frente a la mirada con recelo de quienes lo escuchaban, el argumento fue una llave que abre la puerta a una categoría nueva, tan difícil de asir como de instaurar: la del derecho y la propiedad colectiva sobre el sonido. El propósito no era solamente el de reubicarlos allí adonde pertenecen –el imaginario colectivo sobre ese territorio– a través de la composición, sino instalar el pensamiento de que así como los elementos de la cultura material hablan de una identidad, también los sonidos corresponden a un paisaje. "El sonido de los buques pertenece al puerto y contribuye al estatuto simbólico de la ciudad. Si sacamos ese o el del mar… las olas azotando los barcos amarrados, el viento golpeando contra Cabo Corriente, sacamos la ciudad", dice el autor.
Está claro que el sonido evoca. No sólo eso: construye un puente afectivo y efectivo que derriba la distancia temporal en un instante. Hay algo inexplicable del inconsciente que se revela ahí. Y quizás ese sea el secreto mejor guardado que tiene la música –entendiendo ahí al sonido articulado en una forma musical y a los otros: los que vienen de los tarareos, las medias lenguas, los gritos sumergidos, los dialectos, las bocinas, la alegría, el rezo, la intersección de dos calles y el encuentro entre dos mundos–. Hay algo de la música que, en la música, se entiende y experimenta mejor. Es un mensaje simple. La música es nomás –no menos– un llamado a ser parte; parte de la tribu y la identidad de un lugar… Un llamado a decir, a hacer, tejer, susurrar, entonar, desgarrar, respirar, zurcir, reparar, reinventar, aliviar, reubicar, reencontrar… Allí en la trama de lo colectivo.
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