Murió Joao Gilberto, el padre de la bossa nova
Padre de la bossa nova, leyenda única de la música brasileña, artista inspirado, creador deslumbrante, João Gilberto falleció en Río de Janeiro este sábado, a los 88 años. La causa del fallecimiento permanece hasta ahora envuelta en las incógnitas y los enigmas que marcaron a fuego su vida. Tal vez sea lo menos importante. Pasó buena parte de las últimas décadas recluido y prácticamente aislado del mundo en su departamento carioca y esa conducta se hizo todavía más patente en los últimos años, cuando sólo se hablaba de Gilberto a partir de sus crecientes problemas de salud y de los conflictos abiertos con su círculo familiar y afectivo más cercano por cuestiones de dinero, deudas y contratos pendientes.
Esas cuestiones seguramente alimentarán en los próximos días la curiosidad de quienes buscan en la vida de los grandes artistas de personalidad compleja (como la que tuvo Gilberto) sus aspectos más excéntricos, oscuros o problemáticos. Detrás de todas esas capas cargadas de misterios y dudas aparece la gigantesca figura de uno de los artistas que más hizo por darle a la música brasileña una identidad genuina y definitiva en el mundo. Para los observadores más meticulosos el legado más deslumbrante de Gilberto pasa por la "batida", esa revolucionaria manera de tocar la guitarra que descubrió y plasmó en sus grandes creaciones. A través de sus seis cuerdas, como señaló alguna vez desde estas páginas Fernando López, podía extraer los sonidos de una orquesta entera.
Para el gran público, mientras tanto, perdurará en la memoria el monumental talento de Gilberto como artífice de la expresión musical que Brasil utilizó como bandera musical en la segunda mitad del siglo XX: la bossa nova. Con su voz tersa, pequeña, a veces apenas audible, pero siempre llena de afinación y sensibilidad, Gilberto llevó al mundo el delicado mapa de melodías y creaciones que generaciones enteras en todo el planeta disfrutaron, tararearon y glosaron una y otra vez.
Gilberto fue el primer habitante de ese mundo. Junto a Antonio Carlos Jobim empezó a levantar el edificio de la bossa nova, que luego fue adoptada en Estados Unidos como la representación más certera de las armonías musicales brasileñas, con un estilo que inmediatamente quedó asociado al jazz y se plasmó en las exitosas grabaciones que Gilberto compartió con Stan Getz y otros músicos durante la década del 60. Todo comenzó en 1958 con la grabación de Chega de Saudade, primer mojón de una travesía inigualable.
Desde ese momento hasta su regreso a Brasil, a fines de la década del 70, Gilberto recorrió el mundo entero entre aplausos y deslumbramientos. No había lugar que se resistiera a abrirle los brazos y a incorporar los sonidos de la bossa nova que su voz y su guitarra entregaba. Algunos se animaban inclusive a acercarlos a los sonidos locales. Siempre nacía de esa integración alguna mezcla virtuosa. En su país, Brasil, la obra de Gilberto fue inmediatamente asimilada por la generación posterior, la de Chico Buarque, Gilberto Gil y Caetano Veloso, cuyas carreras no hubiesen alcanzado la cumbre sin la influencia de ese maestro que todos reconocían como tal.
Pero lo que más se disfrutaba de Gilberto era la expresión más pura de su arte. Alcanzaba con escucharlo en medio de un escenario despojado por completo. En el medio, con una timidez a toda prueba, casi sin poder levantar la cabeza ni expresar otra emoción que su rostro abrumado frente a los aplausos, Gilberto (de riguroso traje oscuro y corbata) se sentaba en una silla cualquiera, cruzaba las piernas y comenzaba a tocar mientras su voz acompañaba como un susurro las increíbles melodías que nacían de su guitarra, "batida" mediante.
Su introvertido temperamento de a poco fue llegando a límites casi extremos y cada vez se hicieron más esporádicas sus apariciones públicas. En un momento, cuando todo el resto del mundo parecía resignado a dejar de disfrutar sus actuaciones en vivo y conformarse solamente con escucharlo una y otra vez desde los discos, milagrosamente la Argentina se convirtió en un lugar en el que Gilberto se sentía lo suficientemente cómodo y feliz como para disfrutar de nuevo la posibilidad de ofrecer un concierto.
Eso ocurrió varias veces a fines de la década del 90. El público porteño fue uno de los pocos en compartir ese privilegio. Quienes fueron testigos de esos contados recitales veían a Gilberto, casi como un chico, festejándose a sí mismo la posibilidad de recuperar en vivo, frente a otras personas, la ejecución de sus grandes creaciones. No hacía falta esperar novedades en ese repertorio. Sus clásicos, recuperados en la forma más pura, tenían a través de su interpretación siempre la frescura prodigiosa de la primera vez. Sólo había que escucharlo en silencio y dejarse llevar por la belleza inefable de esa voz y esa guitarra.
La cumbre llegó en marzo de 1999, a lo largo de tres noches inolvidables. Gilberto volvía a Buenos Aires, pero esta vez acompañado. Esa vez hubo dos sillas en el escenario. En una estaba Gilberto, inconfundible. En la otra, con una sonrisa que casi no le entraba en el rostro, se acomodaba Caetano Veloso, uno de sus grandes discípulos y admiradores. "Aquí hay dos veces que han venido a contarnos lo que los ojos ya no pueden ver, las cosas que solo puede entender el corazón", escribió desde estas páginas Fernando López sobre aquéllos conciertos, que por suerte pueden ser rescatados, completos, desde los sitios de imágenes que ofrece Internet.
Fue Caetano quien dijo en Para ninguém, la canción que cierra su álbum Livro: "Y mejor que el silencio, sólo João".
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