Murió Alfredo Alcón, el primer actor argentino
Falleció esta madrugada en su casa, en la ciudad de Buenos Aires, a los 84 años; había luchado contra una larga enfermedad
"Si yo me diera cuenta de que hace mucho que trabajo y hace ya mucho que vivo, tal vez estaría cansado. Pero uno no se da cuenta", decía Alfredo Alcón en una de tantas entrevistas cuando se acercaba el ocaso de sus días. No pensaba en eso, en morir, porque estaba demasiado preocupado por hacer su trabajo bien, constantemente convocado por los directores más destacados de la escena porteña y de ultramar para protagonizar grandes clásicos. Fue el paradigma del héroe en el teatro vernáculo. El Rey Lear, Hamlet, Enrique IV, Eduardo II, Peer Gynt, Edipo. En su repertorio sumó 46 obras de teatro, 50 películas y otras tantas participaciones en televisión. Fue sin dudas, el gran primer actor argentino.
Alfredo Alcón murió esta madrugada en su casa, en la ciudad de Buenos Aires, después de luchar contra una larga enfermedad.
Había nacido el 3 de marzo de 1930 en Ciudadela, provincia de Buenos Aires, en el seno de una familia bien española: Alcón es un apellido de ascendencia andaluza-árabe, su abuela paterna había inmigrado desde Cádiz, y Riesgo, el apellido de su mamá, era de Castilla. "A mi abuela castellana, yo le daba un beso y, distante, me decía "Gracias, hijo". "¿Por qué me dices gracias, abuela?, le preguntaba. "Yo sé por qué lo digo", me contestaba. Y, en cambio, la abuela andaluza me abrazaba, me besaba y decía: "Ay, niño, ¡qué guapo eres!" Y yo entonces pensaba "Qué raro: las dos españolas y tan distintas", contó en una entrevista al diario Clarín. Cantando nanas aprendió a hablar el español con acento bien ibérico y eso le permitió desempeñarse en los escenarios de la madre patria con total soltura, donde fue aclamado en cada una de la decena de obras que lo llevaron a cruzar el Atlántico a lo largo de su vida.
Su primer gran protagónico fue en cine, en 1955, junto a Mirtha Legrand, por entonces la gran heroína de la pantalla grande, en El amor nunca muere, dirigido por Luis César Amadori. La pareja fue un éxito y lo volvieron a convocar para acompañar a "Chiquita" al año siguiente en La pícara soñadora, dirigida por Ernesto Arancibia y un par de años después, en Con gusto a rabia, de la mano de Fernando Ayala. A continuación vendría otra pareja que marcó historia: Leopoldo Torre Nilsson. Junto a este director, el trabajo de Alcón alcanzó su máximo crecimiento. Un guapo del 900, Martín Fierro, en 1968; El santo de la espada, dos años más tarde y en 1971, Güemes, la tierra en armas, a la que siguió La Mafia, en 1972 y después, Los siete locos, Boquitas pintadas y El pibe Cabeza.
"El que se cree un maestro es un pelotudo"
Aunque le molestaba el calificativo, Alcón fue ante todo un "maestro" del teatro. "Yo no oigo cuando me dicen maestro. Contesto, «sí, maestro», y me río. El que se cree un maestro es un pelotudo. El que encuentra rápido es porque busca poco: cuando empiezo a trabajar, estoy tan inseguro, que me sobran los brazos", decía sobre su trabajo aunque al resto de los mortales le pareciera increíble que justamente él pudiera tener alguna inseguridad. Intérprete inigualable de los textos de Ibsen, Lorca, Arthur Miller, John Osborne, Engene O’Neill, Edward Albee, Tennessee Williams, Samuel Beckett, Marlowe, fue dirigido por nombres históricos como los de Margarita Xirgu, Carlos Gandolfo y Omar Grasso, aunque también se animó a dirigir con igual éxito: Los caminos de Federico, Bocca-Alcón, Homenaje Ibsen, ¡Shakespeare todavía! y Final de partida provienen de esta etapa más propositiva de su carrera.
Dos veces obtuvo el premio Martin Fierro y otras tantas el Cóndor de Plata y el Estrella de Mar de Oro; recibió el ACE de Oro, el María Guerrero, el Ollantay, el gran premio de honor de la Fundación Konex, el García Lorca y distinciones especiales en festivales realizados en Colombia y en España.
En una de sus últimas entrevistas, a propósito del estreno de Filosofía de vida, reflexionaba con total sinceridad: "No me detengo a pensar qué clase de vida llevo, porque un día quiero una cosa, y al siguiente, otra. Quizás puedo mirar hacia atrás y ver qué dibujos hice. Otros siguen como si fuese una brújula a una institución, religiosa o ideológica. Eso no es estar vivo. Es respirar según un molde y convertir tu alma en una cosa".
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