Mujer resuelta en luna
Muchas veces pienso que tuvo la desgracia de conocerme, de que yo fuera un poquito rara, de no querer que me rozara, hasta esa desgracia tuvo, pobrecillo." Pasan los años, Serrat canta (siempre por primera vez) las Nanas de la cebolla y ella que se reanima (como en aquel 1985) y cuenta, me cuenta, en tono de adagio, sus recuerdos de Miguel. Sea aquella vez, o en esta fotografía, siempre es la misma temblada voz la que resuena. La de Josefina Manresa, hilandera por la que su esposo-poeta-soldado Miguel Hernández llegó a decir, nada menos: "Y al fin en un océano de irremediables huesos/ tu corazón y el mío naufragaron/ quedando una mujer y un hombre gastados por los besos". Lo acaba de recitar (antes o ahora da lo mismo, la foto es presente absoluto) como rezando y tras llevar la mano a la boca, como si hubiera cometido un desliz, informa: "En el final de este poema Miguel y yo permanecemos juntos para siempre".
Josefina Manresa, la del negro rulo en la sien, la que recogía las hojas que caían de la máquina de escribir de Miguel Hernández, las acomodaba en el regazo "y las soplaba, por si algo del polvo se les hubiera pegado". Pareja que cuajó en la España partida, "de solo vernos" y pese a ser "agua y aceite". Romance que apenas tuvo unos meses de felicidad pues les tocó tener como espacio de luna de miel el paisaje de la Guerra Civil y como hogar el escenario patético de la cárcel, donde él murió tuberculoso. Es tras recibir carta de Josefina ("una mujer morena resuelta en luna") diciéndole que dada la pobreza en la que se encuentra no tiene ya para alimentarlo más que "pan y cebolla", que Hernández le escribirá Nanas de la cebolla, desesperado poema vital que concluye: "Vuela niño en la doble/ luna del pecho/ él, triste de cebolla/ tú, satisfecho/ No te derrumbes/. No sepas lo que pasa/ ni lo que ocurre".
No ha sido fácil llegar hasta Josefina. "La han operado de la vista hace un mes. A mí no me gustan los cronistas. Pero ella lo recibirá." Mientras espero, me quito, de a poco, el estupor: este hombre de jeans celestes, botas texanas matacucarachas, camisa tirolesa y tono altivo, es la prolongación vital (sic) de aquel infante a quien su padre encarcelado le escribió el poema. No me recibe bien y desaparece, huidizo, en el modesto piso familiar de Elche, ciudad de palmeras, en cuyo cementerio, a nivel de tierra, hay un nicho rotulado con el nombre y oficio de su padre: Miguel Hernández. Poeta, donde por la mañana dejé una rosa roja apoyada sobre el nombre. No es entrevista cómoda. Aquel que su padre sublimó "Rival del sol/ por venir de mis huesos/ y de mi amor", regresa y me exige no verse implicado en la conversación que mantendré con Josefina, su madre. Gira, va hacia la ventana, mira a través, luego vuelve a mí, y ofrece su mano huesuda y firme. La estrecho y se va. En la penumbra del salón Josefina Manresa irá saliendo del silencio. Por la operación debe evitar la luz. (Cómo no recordar aquí que un día Miguel le dijo: "Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos".)
Ya serena, cuenta que la alegran los palomos que cría en su balcón, los geranios, su nieta y el recorrido, que con ayuda de una amiga hace de las 200 cartas que le quedaron del poeta. Entre ellas, la que comienza: "Tu eres más tonta que yo, y es una desgracia más grande haberse juntado o casarse dos tontos que casarse un tonto y una avispada o viceversa. Josefina, Josefina, Josefina: acuérdate de tu hijo y no tengas reparos en nada". Ahora se sienta y me dice: "Me vienen a cada rato recuerdos de Miguel, de los niños. El primer hijo se nos murió. Se llamaba Manuel Ramón. A éste, a Miguel, lo vio nacer". Y como saca un pañuelo hay que cambiar el aire.
–Dígame Josefina, de poder estar Miguel ahora aquí, con nosotros, ¿qué habría hecho?
–Traería vino, jamón y tomates. Era lo primero que hacía cuando venían amigos. Pero no tuvimos muchas visitas de amigos. Todo lo nuestro fue un vuelo