Miguel Ángel Solá: "El amor es diferente con cada mujer"
En la zozobra. Así pareciera caminar sus días Miguel Ángel Solá . Se empoderó de ese estado dolorido en un cuerpo castigado y en un interior sin cicatrizar. Acaso sea la consecuencia del trajinar 67 años no concesivos. O quizás fue una opción más prematura. Un camino escogido. Hasta podría haber cierto regodeo en esa angustia que define su modo de transcurrir. Y de comunicarse, con voz entrecortada. Un mecanismo consciente o no tanto. Se asemeja a un personaje de Fedor Dostoievski. O al mismísimo autor de Crimen y castigo que, más allá de sus creaciones literarias, hizo del tormento un prisma para observar y surcar ese tránsito con finitud terrenal aseverada.
Atravesado por lo filosófico de la explicación de la existencia, Solá parece no haber encontrado aún todas las respuestas al misterio sublime de la vida. ¿Quién puede asegurar haber hallado la decodificación exacta de ese cifrado misterioso? El mayor tesoro del hombre y, sin embargo, el más irresoluto.
El actor llega a la charla con LA NACIÓN a horas de estrenar El último traje, la película de Pablo Solarz que lo cuenta como cabeza excluyente y que él, pesadumbre mediante, considera que es el último papel protagónico de su vida. Otra vez los tormentos y esa mirada apocalíptica. En el filme, Solá interpreta a Abraham, un sastre judío de 88 años que fue salvado de la muerte por un amigo sobre el final de la Segunda Guerra Mundial. “Estoy más cerca de esa edad que de mis cuarenta años. Y estando tantas horas con ese personaje dentro, con ese temblor, transitando sus últimos días, la experiencia te hace pensar en tu propio final, te lo hace sentir”, confiesa Solá, que llega a la charla con cierta renguera, fruto de una caída el día anterior.
Miguel Ángel Solá se dibuja casi como un vencido. La mirada de sí mismo se contradice con la imagen pública que lo posiciona como un consagrado. Va a contrapelo de un mundo en el que cada cual recorta lo mejor de sí o se inventa el triunfo que desea mostrar. Animal exótico en tiempos de triunfalismos. Así es Solá. En un mundo de egos despiadados, quien fuera el protagonista de la su consagratoria obra Equus camina contra la corriente. Como lo hizo siempre. Pagando costos elevados. Y cierta incomprensión.
Memorias del subsuelo
“Cuando tus propios sueños, el amor, las estafas, las maldades de otros se te juntan, pensás si ya es el descenso. Cuando ves que tenés un declive en la capacidad de resolver ciertas cosas y que ya no sos importante para la gente que eras importante, pensás qué hay detrás”, dice un Solá que no termina la frase y queda pensativo ante sus propias reflexiones.
–¿Sentís eso?
–Cuando estás interpretando un personaje como Abraham, lo sentís. Estás asociando y disociando todo el tiempo. No hablo como él, pero si tengo ciertas incomodidades físicas, aunque no son las mismas.
–¿Pensás en la reducción de tus capacidades?
–Sí, pienso. Y aún más luego de estar conviviendo ocho semanas, seis días por semana, y dieciséis horas diarias con este personaje. La primera vez que vi la película, el cuerpo me temblaba. No quería volver a eso, quería vivir de la manera en que vivo yo. La merma la siento día a día, más aún en un cuerpo deteriorado por los accidentes y operaciones que tuve.
–Más allá de los sinsabores, has seguido, al igual que el personaje, tus deseos. Aún con tus idas y vueltas, con los éxitos y fracasos, con el amor y el desamor.
–El único norte es la vida. Vivir. La muerte, salvo para el suicida, no se elige. El amor tampoco se elige, aún menos que la muerte. Sucede así.
–¿Cuál sería el fin último de la existencia?
–La única utilidad que tiene la vida, es la vida misma. Para algunos, la utilidad será bendecir el Rolex o el auto cero kilómetro. Para mí, es tener ilusiones. Si uno va perdiendo eso, la vida se termina, aunque sigas vivo.
–En tu caso, ¿de dónde emerge esa ilusión?
–De componer un buen trabajo, lograr un buen estudio, mantener una buena relación. También de hacer buenas migas con la gente, de generar un gran país. Las ilusiones son la misma vida. El león es solo león. Pero en el caso de los seres humanos, no hay ideas sin razones y no hay emociones sin ideas. El hombre puede sentir, amar, tiene capacidad cognitiva y todo eso lo mezcla, se conjuga.
Se me ha muerto casi toda la familia. Entre los 17 y los 23 años se me fueron 9 familiares. Solo me queda mi hermana
Miguel Ángel Solá habla pausado. Sus silencios dicen. Piensa cada palabra antes de esbozarla. Profundiza dándole a cada vocablo el peso específico que deviene de las ideas que desea transmitir. Aprovecha el interrogatorio para repensar algunas cuestiones y volver sobre sí mismo. Mira a su interlocutor a los ojos como hurgando en el otro la posibilidad de la comprensión. De su razón. Solá es de los que no le temen a abordar las cuestiones más angustiantes. Se sumerge en ellas y hasta pareciera encontrar en el dolor una zona de confort. Será porque sabe lo que es el padecimiento prematuro de una vida que lo enfrentó al absurdo de lo trágico desde muy joven: “Se me ha muerto casi toda la familia. Entre los 17 y los 23 años se me fueron 9 familiares. Solo me queda mi hermana”, explica.
–¿Cómo te vinculás con la idea de la muerte?
–A veces pienso que es una pena morirse porque tengo que descubrir más cosas, que no sé cuáles son, pero sé que existen y tengo que encontrarlas. Aunque te preguntás para qué si total todos vamos a ir al mismo lugar. En realidad no sé si todos vamos a ir al mismo lugar. No tengo la menor idea.
–¿Esa necesidad del descubrimiento es un deseo que mantiene, en vos, la expectativa milagrosa de la vida?
–Siempre hay algo nuevo, pero también soy consciente que he vivido algunas cosas maravillosas y otras muy feas. Haber vivido está muy bien, pero vivir está mucho mejor. Necesito vivir para conocer.
El doble
Así como Yákov Petróvich Goliadkin –aquel existencialista de Dostoievski– Solá transitó varias vidas en una. Se adueñó de una libertad manifiesta e hizo convivir en él al hombre consagrado en el arte y al vulnerable de carne y hueso. Al que pudo desandar sus sueños artísticos y al que a veces claudicó en sus deseos más profundos. Solá y su doble, que no es otra cosa que él mismo. Y en ese proceso dual, el amor no le fue esquivo. Se atrevió también a lo excelso y doloroso de esa experiencia. Lo vivió a su modo. Con fórmula propia. En la madurez se acercó a la paternidad y al concepto de familia en una estructura más tradicional. Surfeó los maremotos de su yo afectivo haciendo del ejercicio empírico su aprendizaje. Se entregó. Se sumergió en aguas profundas. Muchas veces emergió indemne. En otras, casi como una radiografía de aquel accidente en la aguas del Mediterráneo que tuvo hace años afectando su médula, salió a flote con no poco dolor.
–Se dice que la vida está hecha de presencias, a pesar de esas ausencias que nos marcan. ¿A quién necesita volver a ver Miguel Ángel Solá?
–A los seres que quiero. A mis amigos que están vivos, porque muchos murieron desgraciadamente. Quizás los vea en un más allá, si ese más allá existe. También al amor necesito verlo todos los días. A mis hijas me gustaría verlas más.
–Dos de ellas viven en España, ¿duele esa distancia?
El silencio es prolongado. No hay palabras que puedan definir esa sensación de distanciamiento. Solá no las encuentra. Los ojos se le humedecen y por primera vez quita la mirada que ahora se dirige hacia un punto impreciso. Se convirtió en padre a los 46 años, una edad algo atípica para debutar en esas lides. María y Cayetana son fruto de su vínculo con la actriz española Blanca Oteyza, con quien compartió, entre otros trabajos, una bella versión teatral de un clásico Hoy: El diario de Adán y Eva de Mark Twain, de Manuel González Gil. La pieza fue un éxito que reforzaba la felicidad puertas adentro que vivía la pareja. Hoy, el vínculo con Oteyza es nulo. Y la distancia con sus hijas, un triste tema a resolver. El actor pide no referirse a su ex mujer. Cauto, mantiene el silencio incómodo que solo rompe para profundizar sin ahondar el dolor ni herir susceptibilidades: “Es necesario tener a los seres que uno quiere cerca, pero hay que poder hacerlo. Muchas veces tiene que ver con un factor económico o de poder darles algún tipo de comodidad. No es una cosa muy fácil”.
Solá sabe lo que significan los vaivenes económicos. También allí convive su doble: el que puede vivir holgado y el que sufre penurias. Más de una vez pisó la bancarrota. Pero su otro yo renació. Más de una vez perdió todo. Y se reconstruyó. Al igual que en el amor.
Luego de un período de sombras y una depresión que lo encerró seis meses, a los 63 años formó pareja con la actriz española Paula Cancio , treinta y cuatro años menor que él, y fue padre por tercera vez. Adriana es el corolario de este nuevo amor con el que comparte la pieza teatral Doble o nada, dirigido por Quique Quintanilla en el Teatro La Comedia. “Uno siempre se puede volver a enamorar o ser padre. Pero hay que ser consciente de hasta qué punto uno puede sacrificarse para que esa persona no vea las consecuencias de la incomodidad y ser coherente con la vida en cuanto a la obligación de educarla cuando, en realidad, se está en la edad de malcriarla como un abuelo”, explica.
–¿Cómo es la vivencia cotidiana de esta nueva paternidad?
–El tiempo que estoy con ella, se lo entrego. Pero se lo entrego fragmentado porque tengo que ocuparme de muchísimas otras cosas que me distraen. Hoy, por ejemplo, hago notas todo el día y a la noche tenemos teatro con Paula. Hoy ya no la veo y no la puedo llevar a la colonia.
–¿Te pesa eso?
–Claro que sí. Además, solo somos dos los que tenemos que repartirnos las tareas. No la puedo cargar con todo a mi mujer, ella tiene que hacer otras cosas. De hecho, está grabando El marginal , haciendo su carrera en un país que no es el de ella y que la recibió bien pero que no le otorga las posibilidades que sí le da a una actriz argentina. Ni a mí, que ya tengo muchos años. Es complicado criar a una criatura, pero la niña es buena, hermosa, inteligente y nos ayuda en lo que puede. Ahora está pasando un período duro porque viene de estar con los abuelos que la miman, le dan todo. Pero nosotros somos los papás, tenemos otra obligación, otro rol.
El eterno marido
–¿Es muy diferente enamorarse en la madurez en comparación a otras etapas de tu vida?
–No, porque tu espíritu es el que manda.
–¿Quizás el de la madurez sea un amor con más experiencia para brindar?
–La experiencia no sirve para aplicarla como una receta. Son formas nuevas, son seres nuevos. El amor es un ser en particular, toma esa forma, ese carnet de identidad. Todo se va inventando. Es como con la paternidad, aunque ya seas padre, con el nuevo hijo es todo nuevo. Hay una vaga experiencia, pero todo es diferente. El amor es diferente con cada mujer y requiere de una atención bien intensa.
–¿Qué es el amor?
–No se sabe. Es como la muerte, sabés que dejas de respirar, pero nada más.
-Con el amor respirás más fuerte.
-Acelerás el paso para encontrar a la persona que querés o lo retenés para no verte con ella. Ahí está el amor y el desamor.
-¿Cómo se dio el encuentro con Paula?
-Fueron sus ojos y un hilo que vi colgando en su falda.
-Curioso detalle para enamorarse.
-Y presté atención a cómo caminaba. Quedamos embarazados enseguida, a los tres meses de conocernos en España.
-El prodigio de un amor inesperado.
-Yo llevaba un año sin hablar con ninguna mujer. Sin ni siquiera tomar un café. Nada. La verdad es que no pensaba que me iba a volver a enamorar. Resultó.
-Dicen que si sucede, conviene.
-Sucede. Ya llevamos casi cinco años. Ojalá podamos. Pero esa es la duda eterna.
-¿Temés que no pueda prosperar en el tiempo la pareja?
-La diferencia de edad es mucha, las necesidades son diferentes, que venga lo que tenga que venir, sino los golpes son muy fuertes. Que la vida hable.
-El infranqueable miedo a perder el amor que es, paradójicamente, parte constitutiva de su propia esencia.
-Uno no desea romper ese amor, se desea amar ese amor. Las cosas suceden, no se eligen.
Pobres gentes
Miguel Ángel Solá siempre estuvo atento a los vaivenes de la política de la Argentina y el mundo. Ha batallado por algunas causas desde los papeles que le ha tocado interpretar. Ha sufrido las consecuencias de la violencia y la falta de oportunidades cuando tuvo que emigrar a España en 1999. “La mayor parte de los que dirigen los destinos del mundo suelen olvidarse que nos vamos a morir todos, incluso ellos. Pero parece ser que cada vez que lo recuerdan, necesitan matar a otros para aliviar la conciencia de la propia muerte”.
–Ya llevas algunos años en Buenos Aires, luego de tu estadía en Madrid. ¿Cómo ves a la Argentina?
–La clase dirigente argentina está raspando el 1. Aplazada en todo. En 33 años de democracia, en lugar de hacer un país, se ha deshecho un país. Es una pena enorme, porque la única manera de reconocernos libres y soberanos, es siendo demócratas. No existe otra forma.
–Coincidimos en que el sistema democrático es la única opción posible. Entonces, ¿qué es lo que falla?
–Sucede que los corruptos están libres de la corrupción. Los corruptos no sufren la corrupción. Los legisladores no sufren la falta de jubilación ni de medicamentos porque los van a tener a patadas. Los traficantes no sufren el problema del tráfico de drogas o de órganos. Se aprovechan de eso, pero no lo padecen. Cuando todo eso está mezclado dentro de la clase dirigente, cuando todo eso es parte del lucro de ese sector, las personas que sufren son el conjunto de la sociedad. El que no tiene nada que perder, no tiene nada que perder, lo viene sufriendo y labura. El que tiene algo para perder, también lo sufre. Pero aparece el golpe de suerte del nuevo rico que apuesta a las mesas de dinero. El copular dinero con dinero, lo sufren los demás. La clase media de este país fue muy importante y fuerte, llena de trabajo y de estudio, y está siendo reemplazada por un nuevo riquismo, que es un colchón duro que separa al poderoso del resto de la gente. Tenemos una sociedad rara, descompuesta en muchos sentidos, con una pérdida de valores que hay que recuperar. Y hay pocas ganas de convivencia.
–A pesar de los sinsabores, sos un actor prestigioso, respetado, muy premiado. ¿Sos consciente de ese lugar que ocupás? ¿Hay algún tipo de disfrute en vos de ese rango cosechado?
–La conciencia de eso la da la cantidad de ofrecimientos de trabajo y en 17 años a mí no me llamó nadie de Argentina para hacer cine, salvo Luis Puenzo, pero a través de una coproducción, y Gerardo Herrero, que es de allá y vino a filmar acá. Que sea prestigioso, que tenga más de 140 premios en cine, teatro, televisión y radio, no significan absolutamente nada para nadie. Para mí son un montón de caricias para seguir haciendo, pero ni los productores ni los directores me han llamado para hacer absolutamente nada en 17 años.
–La hostilidad de un medio de memoria frágil.
–No sé si es hostil el medio. Yo no fui necesario para ellos y punto. Los premios y las críticas maravillosas que he tenido para lo único que importan es para que a uno lo llamen para trabajar. Creo que con mi trabajo en El último traje, hago mi despedida de los protagónicos. Es una bellísima despedida, está muy bien.
–¿Por qué sentís eso?
–Porque sé que es así y que por necesidad sé que ahora me tocará hacer participaciones. No he tenido la chance de la continuidad que han tenido otros actores.
A pesar de su mirada teñida de gris, Solá ha llevado adelante una carrera tan nutrida como equilibrada en esa tan difícil alquimia de los prestigioso y popular a la vez. Integrante de una verdadera dinastía que contó con nombres ilustres como el de su tía Luisa Vehil, debutó siendo un bebé en una compañía integrada por su familia. Y aún hoy sueña con nuevos papeles, como el Galileo Galilei que está releyendo. “Elegí esta profesión sin imposiciones, fue una elección vocacional. A veces pensé en hacer otros trabajos cuando no llegaban las ofertas o la posibilidad de expresarme. Pero siempre apareció una propuesta que me ha salvado”.
–A pesar de todo, el saldo es a favor. ¿O no?
–Soy lo que soy. Trato de modificar partes de mi vida que no me gustan vivir. Tengo una deuda con lo material, he sido generoso, no me arrepiento. No pude incorporar lo material como algo importante. Y eso es una incomodidad en esta etapa. Tengo la obligación o quizás necesidad de tratar de ser feliz, pero esos son ramalazos. Son momentos que vienen mezclados con los feos. La vida.
“Me parece que pronto habrá un acontecimiento decisivo, que me acerco a una verdadera crisis, que estoy maduro para un misterioso porvenir y que se está preparando algo muy dulce y muy claro, o quizá terrible, pero que ciertamente no puede evitarse”, las palabras de Fedor Dostoievski bien podrían ser las de Solá, un hombre que hizo de la dolorosa búsqueda de la razón de la existencia su sentido de vida.
–Abraham, tu personaje, tiene una misión que se va desnudando en el relato del filme, ¿cuál considerás que es tu misión?
–Mi misión es sentir que soy un actor necesario.
Personaje a medida de sastre
El próximo jueves se estrenará El último traje, película de Pablo Solarz en la que Miguel Angel Solá encabeza un elenco en el que también figuran Angela Molina, Martín Piroyansky, y Natalia Verbeke, entre otros intérpretes. El film, producido desde la Argentina por Patagonik Film Group y Haddock Films, es una coproducción con España y fue rodado en locaciones de la Argentina (Buenos Aires), España (Madrid y Las Palmas de Gran Canaria), Polonia (Varsovia y Lodz) y Francia (París). La película relata la última proeza de Abraham Bursztein, un sastre judío de 88 años, que busca cumplir un deseo final en una travesía que lo conduce de la Argentina a Polonia. Es una historia de viajes y regresos que reconstruye pasados. “Abraham es la ilusión de cómo elegir vivir y morir”, explica Miguel Ángel Solá. Antes de recaer en manos del actor, el personaje había sido propuesto a Héctor Alterio, Pepe Soriano y Norman Briski, quienes por diversas razones no pudieron aceptar el proyecto. “Me da felicidad un personaje de esta naturaleza que creo útil para la gente, que nos hace no olvidar. Para la barbarie tiene que haber tolerancia cero porque la barbarie desatada es lo peor que le puede ocurrir a una sociedad. El Holocausto no es el único caso. Las últimas guerras se llevaron a 20 millones de seres humanos. Es una bestialidad. Mi vida no es la de Abraham, puedo tener un concepto de la barbarie, del horror, del genocidio, del olor a carne quemada, de la destrucción, pero no soy él. Uno cree que su drama es el más importante o doloroso, porque es el de uno. Pero el drama de Abraham está a cientos de miles de kilómetros del mío. A él le quitaron el porqué de su vida, y tuvo que inventarse uno. A mí eso no me ha pasado”.
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