En más de dos horas de show, la banda recorrió en Lollapalooza su catálogo de clásicos y demostró el poderío de los temas del nuevo álbum
“No nos importa quién sos o de dónde venís. En este momento, sos parte de la familia Metallica”, dijo James Hetfield a poco de empezado el show, ante la visión de un mar de gente que se extendía a sus pies hasta más allá de donde podía abarcar la vista. Se entiende el asombro del cantante (que repitió “¡¡¡Buenos Aireees!!!!” unas 300 veces durante el show), y también la dimensión enorme de la multitud convocada para ver a su banda, indudablemente la atracción principal de la cuarta edición del Lollapalooza Argentina.
Es que Metallica en una buena noche es un espectáculo absolutamente único. Puede que haya bandas más veloces, más heavy, más complejas o más virtuosas que ellos, pero ninguna que reúna todos esos elementos y los ponga al servicio de canciones con alto contenido melódico, de una manera inmediatamente reconocible. Y la del viernes fue realmente una buena noche, dos horas del mejor Metallica que se pueda conseguir, que arrasaron con el recuerdo de su última y algo deslucida actuación en Argentina, hace exactamente tres años en el Estadio Unico de La Plata.
Un buen motivo para esto (además de que la siempre compleja química interna del grupo está atravesando un aparente período de estabilidad) es que –finalmente-, Metallica cuenta con un nuevo material a la altura de su trayectoria, al que poder sacarle el máximo provecho en vivo sin que pierda el mano a mano con los clásicos. Nada menos que la cuarta parte del show estuvo integrada por material de Hardwired…to Self-Destruct, el excelente álbum doble que editaron el año pasado.
Justamente, dos temas de ese álbum, “Hardwired” y “Atlas, Rise!”, fueron los que iniciaron el concierto en el Hipódromo de San Isidro; una tremenda demostración de potencia y precisión a velocidades casi sobrehumanas. Es como si hubieran retornado al trash-metal de sus comienzos, pero con una suficiencia que hace que esa música cuya interpretación requiere la dedicación de un maratonista olímpico, emane de ellos con absoluta naturalidad.
Kirk Hammett, el surfer eternamente bronceado - ahora en una versión sin bigote -, cuyas partes suelen ser las más riesgosas porque camina todo el tiempo por una delicada cuerda floja, tuvo una noche absolutamente inspirada. Lars Ulrich, como siempre, construyó desde su batería el sólido edificio en el que se aloja la música, navegando rítmicas de gran complejidad con una precisión marcial, mientras el bajo hiperactivo de Robert Trujillo propulsaba el entramado de guitarras ocupando todos los espacios.
Fueron algo más de dos horas, alternando un magistral despliegue de su catálogo de clásicos del período 1983/91, con los temas del nuevo álbum. Los visuales en la pantalla ayudaban a amplificar el mensaje antibélico de “One”, y cuando después de pasearse por “Harvester of Sorrow” encararon “Halo On Fire”, otro de los nuevos, el interplay de las guitarras de Hetfield y Hammett fue el momento culminante, alternando solos con partes cuidadosamente arregladas de armonías a dos violas.
Después del solo de bajo de Trujillo arrancaron con “Hit the Lights”, una rareza de su primer demo (¡de 1982!), demostrando que conservan intacta la carrera endemoniada del speed metal, para después descargar el tremendo groove pesado de “Sad But True”.
Acercándose al final, exhibieron el alcance y complejidad de su música con las extensas “Wherever I May Roam” y “Master of Puppets”, y luego de una pirotécnica exhibición de Hammett en un solo de guitarra que terminó con varias cuerdas rotas, llegó el final aplastante con “Seek and Destroy”.
Obviamente, no podían faltar en los bises “Nothing Else Matters” y “Enter Sandman”, los hits del Black Album que convirtieron a estos rebeldes metaleros de la Costa Oeste en una de las vacas sagradas del mainstream rockero, hace ya más de dos décadas y media. Después, solo quedaba mirar los fuegos de artificio, mientras tratábamos de recoger del piso nuestras mandíbulas.
Por Claudio Kleiman