Mientras el fútbol argentino sigue hundido en su larga crisis de identidad, el mejor jugador del mundo lidera la selección en la última oportunidad de ganar la copa
Bienvenidos al apocalipsis. Empieza, ahora sí, la última oportunidad de ser campeones del mundo. La ilusión angosta que comprimimos en las hormonas de crecimiento para inyectarle a ese rosarino petiso y timidón y que coincidiera, ¡otra vez!, que el mejor de los nuestros fuera el mejor de todos, aterriza ahora a 13.000 kilómetros de nuestras casas, en el clímax de su curva final. Y se desploma. “Ninguna selección tuvo tres técnicos en las Eliminatorias”, le dice a Rolling Stone Claudio “Chiqui” Tapia, presidente de la AFA. “Corremos contra federaciones con diez o doce años de trabajo.” Que es como decir, pero no decirlo, que no se nos va a dar. Y después, de hecho, lo dice: “No estamos preparados para que hoy se dé”. Y nosotros, que queríamos estirar el autoengaño, expiramos.
A Christoph Kramer, que jugó la final del último Mundial, le pasó lo que quisiéramos todos los argentinos: se la olvidó. Tenía 23 años y solo cuatro partidos internacionales cuando entró al Maracaná a marcar a Messi , pero la utopía le duró dieciséis minutos, hasta que chocó la cara contra el hombro de Ezequiel Garay, lo que le produjo una conmoción cerebral y lo obligó a salir de la cancha después de delatarse preguntándole al árbitro si lo que estaba pasando era una final del mundo. Su disco rígido mental borró todos los registros de esa noche y los médicos le dijeron que no los iba a recuperar nunca. No tuvo secuelas graves, pero ese fue el único partido que no pudo anotar en el diario íntimo que escribía desde la adolescencia, con la intención de guardar los detalles del pasado que reflejaran que a las cosas no se llega de casualidad.
A nosotros, del lado oscuro de la entrega de premios, el resultado nos dio el pretexto justo para mitificar la planificación alemana y escupir la improvisación argentina, aunque supiéramos que el fútbol se conquista en centímetros y se gana en microsegundos y que había cuatro escenas de esos 120 minutos que no íbamos a soltar nunca: cuatro años después, el pase de Toni Kroos a Higuaín sigue siendo el error más grande de la historia de Alemania desde las elecciones de 1933, el tiro rasante y cruzado de Messi todavía parece una falla en la matrix de su botín izquierdo, el rodillazo en la cara de Neuer al mismo Higuaín sigue siendo el penal más grande de las finales de un Mundial y la pelota dormida en el aire de Palacio, si uno pone en pausa el universo, va a entrar al arco picando como si fuera de peluche, como la primera pelota que nos regalaron en nuestras vidas. Fue el partido que nadie hubiera pensado después del 7 a 1 con que los alemanes habían despreciado a Brasil cinco días antes, y fue la prueba irrefutable de la ley Lineker, que sabe que en el fútbol, al final, siempre gana Alemania.
Julio Grondona, que vio todo desde el palco oficial cumpliendo con su doble rol de vicepresidente de la FIFA y presidente de la AFA, también pudo olvidárselo rápido y para siempre: volvió a Buenos Aires y se murió a las dos semanas. A los 82 años, sin transición entre otro martes de reuniones y el más allá, él, que construyó su mitología alrededor de que todo pasa, tuvo timing hasta para dar el paso definitivo hacia la nada. Menos de un año después, mientras su amigo Luis Segura le sostenía el puesto en la AFA, la policía suiza iba a irrumpir en un hotel de Zúrich para arrestar a siete directivos de la FIFA, siguiendo una investigación de la fiscalía de Nueva York que incluía cargos por asociaciones delictivas, fraudes a gran escala y blanqueo de capitales por la que hoy todavía esperan sentencia José Luis Meiszner y Eduardo Deluca, hombres fuertes de Grondona en la Conmebol, y Alejandro Burzaco, ex CEO de Torneos, que se entregó admitiendo coimas por contratos de televisación y poniéndole nombre a quien estaba aludido en el expediente como coconspirador #1: “Grondona sabía todo”.
El escándalo también barrió a Joseph Blatter de la presidencia de la FIFA unos días después de que fuera reelecto para su quinto mandato. Del lado de nuestras aspiraciones, la orfandad que sobrevino a la muerte de Grondona, que llevaba 35 años diciéndole al resto cuándo levantar la mano y cuándo bajarla, se resolvió con una elección transparente y transmitida por streaming en la que 75 votantes empataron 38 a 38, en un resultado sin precedentes en la historia de las matemáticas, exponiendo la inestabilidad de Segura y pinchando el entusiasmo de Marcelo Tinelli, que desde hacía tiempo preparaba el desembarco de su poder de conducción en el rating futbolero. El sinsentido se ordenó con otro, una Comisión Normalizadora que mandó la FIFA para ordenar y que le sirvió al gobierno de Macri para meter los dos pies en el barro: acomodó a Armando Pérez como presidente provisorio y en marzo de 2017 se aseguró de que Claudio Tapia arrasara en las elecciones. Chiqui, en ese entonces presidente de Barracas Central, era amigo íntimo de Daniel Angelici, yerno de Hugo Moyano y vicepresidente del Ceamse. Un hombre acostumbrado, digamos, a ocuparse de la limpieza.
“Teníamos a mano lo que no hay que hacer”, dice después de un año de gestión. “No podíamos errarle. No había manera de conducir el fútbol argentino de la forma unipersonal en que lo conducía Julio. Logramos un Comité Ejecutivo por afinidad que nos permite tomar decisiones entre todos.”
Al nivel del pasto, la muerte de Grondona interrumpió su plan de reemplazar a Alejandro Sabella con Miguel Ángel Russo y el cargo de DT le cayó a Gerardo Martino, que venía de dirigir a Messi y a Mascherano en el Barcelona, con buenas intenciones y resultados desparejos. Sus dos años al frente de la Selección tuvieron ese tufo, con 29 partidos en los que inició un recambio indeciso que copió y pegó la lista del Mundial de Brasil y fue revolviéndole 27 jugadores nuevos. Su límite fue Chile, que en menos de un año le empató en cero dos finales de Copa América y las dos veces le ganó por penales. Atrás llegó Edgardo Bauza, ganando el casting nacional del entusiasmo que incluyó reuniones oficiales con Marcelo Bielsa y también, por qué no, con Caruso Lombardi. Bauza nos avisó en varias notas que íbamos a ser campeones del mundo y le alcanzaron ocho partidos de Eliminatorias para hacernos entender que era un chiste.
“No estamos preparados para que hoy se nos dé”, dice el Chiqui Tapia, presidente de AFA. “Hay países que llevan diez o doce años de trabajo.”
“Era un ida y vuelta que no se entendía”, dice Tapia sobre el equipo de Bauza. “Jorge tenía que haber asumido antes.” La primera medida de su gestión fue hacerlo llegar, a Jorge, por la mitad de su sueldo en Sevilla y logrando que pagara él mismo la rescisión del contrato, que le implicó abandonar, además, los cuatro millones de euros del año que le faltaba. El ciclo acelerado de Sampaoli estuvo cruzado por esa capacidad de desprendimiento en tensión contradictoria con la dificultad de soltar. En pleno ejercicio de sus funciones no pudo privarse, por ejemplo, de visitar a Pato Fontanet en la cárcel ni de llamar a radio Mega para pedir un tema de La Renga, sobreactuando su argentinidad y su condición de tipo común, que le salió al revés en el desprecio a un policía que le frenó el auto a la salida del casamiento de su hija: “Cobrás cien pesos por mes, gil”, le dijo, y por esas cosas de la tecnología lo vimos todos, sacado en su camisa de fiesta, incapaz de gestionar el destete.
Sí pudo, en cambio, resignar su rol de liderazgo para escalar la agenda con un equipo que ya no parece suyo. Del pendrive inicial con que se paseó por las casas de los jugadores, el técnico borró la línea de tres defensores y al 9 que era su obsesión, Mauro Icardi, por la presión del plantel de que volviera Gonzalo Higuaín. Y fue desdibujando, de a poco, el rol del hombre que le llevaba el pendrive: Sebastián Beccacece, su primer asistente, autoboicoteó su cargo gritando al borde de la raya en los partidos y forzando indicaciones para Messi en los entrenamientos, hasta que Messi le pidió al DT que ese tipo no le hablara más y que sumara a Pablo Aimar a la delegación.
Sampaoli había anticipado su vacilación en el libro que publicó en abril, que además de autodestruirse (“Yo no puedo leer un libro; leo dos hojas y ya me aburro”), lo desnudaba en su principal función: “Es muy difícil asumir ese rol cuando tu conducido sabe que es mejor que vos”, decía sobre Messi.
El ciclo corto de Sampaoli tuvo cuatro partidos que importan y seis que no importan, si no fuera por la inminencia de Rusia y porque con ellos elevó a 85 la cantidad de jugadores convocados en el ciclo completo entre mundial y mundial, dejando lugares en el avión definitivo para dos –Armani y Centurión– que ni siquiera eran de ese menú. Entre Martino, Bauza y Sampaoli se le abrió la ventana hasta a Milton Casco y Gino Peruzzi, pero ni ese abanico delirante consiguió desfondar a un grupo, este grupo, la cantidad de veces que ellos mismos dijeron la palabra “grupo”, todas las variantes para darle entidad sindical a algo que no es más que una generación de buenos jugadores amalgamados por uno de nivel extraterrestre.
Tapia estira el mito así: “Yo tengo fe porque este grupo llega en el momento justo y porque contra Ecuador mostró lo que no había mostrado en las Eliminatorias: rebeldía. Es un grupo que se puso la camiseta mientras los dirigentes renunciaban compulsivamente en medio de la Copa América. Son cosas que no pasan en ningún lado, y ellos siempre priorizaron la camiseta”. El mismo que tirotea el sueño cuando habla del nivel estructural prende un farol convincente cuando habla de ellos y de él: “Yo viví cosas con Messi que no voy a vivir en muchos años. Cuando hicimos la gira en China la gente se subía a contramano en las escaleras mecánicas para tocarlo. Los ascensores del hotel estaban trabados porque durante las veinticuatro horas había gente adentro esperando para cruzárselo. El que limpiaba los vidrios del piso 20, colgado del arnés, fue con un amigo para poder sacarle una foto desde la ventana”.
La estela que trajo a Messi hasta Rusia incluyó un llanto atragantado en la final perdida en Nueva Jersey, la posterior renuncia al equipo que no le creyó ni su mujer, siete partidos de Eliminatorias que no jugó por lesión, la suspensión de uno por putear a un juez de línea y los tres goles a Ecuador para traernos del precipicio justo el día en que Sampaoli le pidió al vestuario que, por una vez, fuera el equipo el que lo ayudara a él.
Su temporada en Barcelona es la décima consecutiva siendo el jugador más desequilibrante y decisivo del mundo, un registro que no logró ni Roger Federer con su raqueta ni Michael Schumacher con su auto ni Michael Jordan en el aire y que es entendiblemente aburrido para los que votan los balones de oro. En cada uno de esos ciclos le agregó dimensiones nuevas a su perfección, y esta vez se hizo cargo de un Barsa que por primera vez le planteó una lógica de reciprocidad similar a la que tuvo siempre con el equipo argentino: yo pongo diez jugadores, le dice el equipo, vos ponés todo lo demás. En esa transacción abusiva, Messi combina la ansiedad de ir a buscar la pelota en posición de 5 con la visión periférica para ver pases insólitos y una fuerza de gravedad hacia el arco para abrir surcos si nadie lo empuja, y si lo empujan es gol de tiro libre. Su socio del año fue Jordi Alba, que tuvo el descaro de imitar a Dani Alves, el mejor socio que tuvo Messi en su carrera, porque entendió que la parte difícil del intercambio la hace el 10.
Vamos así a enfrentar el fin del mundo. Con esta espada: resulta que en el clásico español del año pasado, que Messi remató en el último minuto y que recordamos por su camiseta planchada y erguida en el aire quieto del estadio del Real Madrid, algún loco de internet le midió los movimientos y los dividió así: de los 93 minutos del partido, Messi caminó el 83% del tiempo, trotó el 11% y corrió el 5%. En el 1% restante, aceleró y picó. Acá estamos: 40 millones de energúmenos colgados de ese último numerito, del instante ínfimo en que el mejor macho de nuestra manada se decide y va. Que vengan brasileños y españoles, alemanes y franceses a decirnos que ese uno les parece poco.
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