"Me interesa el arte aplicado a mejorar la calidad de vida"
A boca de jarro: Alberto Bellucci
Tiene el difícil privilegio de dirigir tres museos al mismo tiempo. El de Arte Decorativo –que dirige desde 1991–, el de Bellas Artes –que tiene a su cargo desde diciembre del año último– y el de Arte Oriental, donde en 2002 fue nombrado interventor.
"En realidad, soy arquitecto, me gusta la arquitectura, la ejerzo y la enseño. Pero a lo largo de la vida pude trabajar y continuar gozando de ciertos hobbies que me apasionaron desde que era un chico. Como las artes plásticas y la música", sonríe Alberto Bellucci, que acaba de presentar Dibujando Argentina, una suerte de cuaderno de viaje con sus croquis o "apuntes rápidos", como le gusta definirlos.
Su bisabuelo Guglielmo era músico, y arribó al país a fines del siglo XIX para dirigir el viejo Teatro Colón como empresario. Pero al llegar, el teatro había cerrado y tuvo que esperar veinte años, de 1889 a 1908, mientras se construía el nuevo. En el programa de la función inaugural, del 25 de mayo de 1908, con la presencia del presidente Figueroa Alcorta, Guglielmo figura como director de la banda que aparece en el segundo acto de la ópera Aída, de Verdi.
–¿Una familia de amantes de la ópera?
–No precisamente. Porque como Guglielmo los obligaba a verla, tanto a mi abuelo como a mi padre no les gustaba la ópera. El encanto reaparece luego de un salto generacional, porque a mí sí me gusta, y mucho. De todos modos, mi padre, Carlos Alberto, que era abogado, prefería la música instrumental y de joven llegó a componer tangos. Los más famosos: Sosegate mocosito y Noche de Carnaval.
–¿A qué edad comienza a ir al Colón?
–A los 8 años, en las míticas funciones de abono vespertino de los miércoles. Conservo imágenes de la primera vez que me llevaron: una escena de Aída, con un personaje corcoveando arriba de un carro tirado por varias personas, tocado con un sombrero de plumas que se parecía peligrosamente al plumero de la mucama de mi casa; después me enteré de que el hombre de las plumas era Beniamino Gigli. Con el tiempo llegué a escribir notas y críticas sobre ópera. En los años 60, Emilio Stevanovich me llamó para integrar, en televisión, un equipo formado por Miguel Brascó, Kive Staiff y Héctor Grossi, donde hacía comentarios de música y arquitectura. Y en 1975 dirigí Musicámara: allí presentaba a un intérprete y lo dibujaba cuando estaba actuando. Además, pintaba, pero a los 15 años comencé a perder la vista.
–¿Por qué?
–Había descubierto otro hobby, tallar miniaturas en marfil, y eso es feroz para la vista. Sin embargo, tuve una rara compensación porque, ahora, como director del Museo de Arte Decorativo, tengo a mi cuidado una de las colecciones de miniaturas más importantes del mundo. La donada por la condesa Serge Zouboff, o Rosario Schiffner de Larrechea, en memoria de su hija, Tatiana Zouboff. Se la puede ver en el primer piso, muy cerca de la sala decorada en 1917 por el pintor catalán José María Sert.
–¿Qué otra cosa le gusta?
–Me gusta viajar y registrar lo que veo. En 1988, publiqué Los croquis de viaje en la formación del arquitecto, pero no es un problema de distancia, me agrada dibujar. Goethe rara vez salió de su pueblo y tiene muchísimos dibujos de su casa y de los alrededores de su taller. Se podría decir que Goethe viajaba alrededor de sí mismo. Además, me gusta enseñar.
–¿Qué?
–Soy profesor de Historia de la arquitectura en la Universidad de Buenos Aires y de una materia que se llama Apreciación artística, que dicto en la Universidad de San Andrés. Mis alumnos son economistas y futuros empresarios y ejecutivos, y algo que siempre les recomiendo es que nunca compren una obra de arte por su precio en el mercado, porque eso es algo pasajero. Que la compren porque les gusta o porque les produce felicidad o placer estético. Porque los conmueve. Creo que, en el fondo, lo que más me interesa es el arte y su aplicación para mejorar la calidad de vida.
–¿Puede explicarlo?
–El arte es algo que creamos nosotros. Un artificio que nos ayuda a terminarnos de conocer. A comprender nuestras partes oscuras, esas que nos dan vergüenza, y por eso no utilizamos. Además, nos ayuda a entender al otro. A veces pienso que todos nosotros tenemos deseos de ser todopoderosos, de poder intentarlo todo, pero nos faltan pedazos. Y el arte también nos ayuda a encontrar esos retazos y fragmentos. Pero el problema es que el arte actual no es fácil de entender.
–¿Por qué?
–En el mundo antiguo no era difícil entender el arte. Cada pueblo vivía encerrado en sus fronteras y los cambios eran muy lentos. Pero ahora, con eficientes sistemas de comunicación, en un mundo global, nos bombardea todo tipo de lenguajes y de formas. Es como convivir con muchas lenguas, todas distintas. Todo esto requiere esfuerzo, ir a las imágenes, estudiarlas y tratar de comprenderlas. ¡Menudo trabajo! Pero así es el mundo que nos toca vivir.
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