Max Berliner, un joven de 99 años: "Si me dicen que hay un papel para mí voy y lo hago"
El mundo siempre fue ancho y ajeno. En cualquier momento de la historia, en cualquier ciudad. Por ejemplo, para los polacos judíos de Varsovia, en 1922. Tras la Primera Guerra Mundial y con la conformación de la Segunda República Polaca, Moisés Berliner –casado con Rifka, padre de cuatro niños– decidió no confrontar con sus propios miedos. Había padecido demasiada muerte alrededor. Ese mismo año el ejército polaco anexionaba la ciudad de Vilna, pomposamente llamada República de Lituania Central. En sus estertores, la no tan lejana guerra Greco-Turca sembraba su secuela de espanto, entre la masacre de Karatepe –donde los griegos quemaron vivos a todos los habitantes de la aldea– y el incendio de la milenaria Esmirna, que ardió por cuatro días. El líder del Partido Nacional Fascista, Benito Mussolini, tras la marcha sobre Roma se erigía en primer ministro de Italia. Y para empeorar el mundo, un tal Adolf Hitler, al frente de un partido nacionalista, gestaba el huevo de la serpiente exacerbando el odio contra la población judía.
Moisés tuvo un golpe inspirador: arriesgó y perdió todo para empezar de nuevo. Con su familia embarcó hacia el sur del mundo. Ninguno sabía una palabra de castellano. La fiel Rifka aceptó el mandamiento marital. Dobe (Dora) era la hija mayor; Luva (Luisa) y Estera (Norma), las del medio. Y con apenas tres años, el benjamín, Mordcha, que en su nuevo destino sería rebautizado Max: Max Berliner .
"Mi viejo había vivido la guerra. Un día se le ocurrió, de golpe, rajar de Europa cuanto antes. Vaya a saber qué se le pasó por el medio. ¡Nunca más volvió! Yo no me acuerdo un carajo de Polonia. En cambio, recuerdo el Hotel de Inmigrantes. Allí estuvimos tres días sin poder salir. Con mi hermanita Norma (que tenía un año más que yo y todavía vive) corríamos en el pasillo del hotel todo el día hasta que nos venían a buscar", recuerda.
Papá no quería que fuese doctor. Quería un hijo artista. Y me vestía como un adulto: a los 12 años usaba pantalón largo y bastón
Max Berliner, 99 años y "porteño de Varsovia", cuenta la épica de una familia de refugiados como si fuese un cuento de hadas. Los chicos, se sabe, filtran los malos recuerdos. Max vuelve a ser un chico cuando habla de ese hogar bien constituido de laburantes nobles que venían a una tierra de paz que los recibía con los brazos abiertos.
"Nos llevaron a vivir no sé por dónde y después nos mudaron al Once, a la calle Lavalle 2058 –evoca Berliner–. Mamá fabricaba prendas íntimas –corsetería– en un local con vidriera: detrás del comercio estaba la vivienda. Los teatros le daban afiches para que los colocara allí, y en canje le daban entradas. Eran obras de teatro judío: la gente llenaba el teatro. Y a mí me fascinó ese mundo", rememora.
En algún estante de la casa de Max todavía subsiste un pequeño libro escrito en yidish: una fábula infantil llamada Ingele ringele. El testimonio lo traslada a los atardeceres en el umbral de la casa negocio, tras la jornada de trabajo, leyéndole el libro a su madre, que solo leía polaco: "Yo le leía los cuentitos y mi madre sonreía. Pasaban los periodistas de los periódicos judíos o los actores y me miraban. Les llamaba la atención. También pasaban las prostitutas. Había mucha prostitución en Buenos Aires, y muchas de ellas eran clientas de mi mamá. ¿Sabe de qué manera me divertía? Mi cuarto estaba sobre la cocina. Y había una especie de mirilla que daba al probador. Cuando llegaban las clientas, ¡miraba cada cosa! Al lado de nuestra casa había otra casa con un zaguán y una cortinita blanca. Yo no sabía qué había, pero veía que entraban juntos un hombre y una mujer, y después salía cada uno por separado. Siempre se repetía esa escena, que me intrigaba", dice.
El teatro, el yidish y las prostitutas constituían el escenario callejero cotidiano para Max. En ese escenario, la omnipresencia de su padre, Moisés, broncero y cuentenik (vendedor callejero), adquiere una importancia vital para su vida.
"Papá no quería que fuese doctor –recuerda Berliner, con los ojos nublados de nostalgia–. Quería un hijo artista. Y me vestía como un adulto: a los 12 años usaba pantalón largo y bastón. Salíamos juntos y él hacía roncha con su hijo. Hacía camas de bronce. Consiguió trabajo rápidamente: aunque no entendía el idioma tenía tarjetas de recomendación, se ofrecía y lo contrataban. ¡Era muy piola! Lo que quería lo conseguía. Paraba en el bar León, de Corrientes y Pueyrredón, donde iban los artistas, los periodistas y había una chica vitrolera. Mi hermana Dora, que era muy brava, tenía peleas con mi padre. Un día se fue de mi casa y para joder a mi viejo, ¡se hizo vitrolera del bar León!", relata.
Don Moisés influyó para moldear el espíritu de artista de su único hijo varón: "Por mi viejo estudié piano y también di clases en casa: ¡puse un cartelito y se llenó de alumnos! Iba a ver las orquestas de señoritas a los bares. Llegué a dirigir orquestas en los cines Catalunya y Standard, en Corrientes al 2000, en los años del cine mudo. Mi papá me acompañaba a todos lados. A él le gustaba mucho el cine: cerraba el negocio e iba a ver películas en continuado. Siempre estábamos juntos: no le gustaba que anduviera en la calle con otros chicos. En la cuadra de casa había una barra que jugaba en la vereda. Pero mi papá decía que no quería un hijo vago: él quería un hijo artista. Músico o actor, pero artista", afirma.
Imposible no impregnarse de la cultura ancestral en el Buenos Aires de los años 30. En el barrio del Once –y más allá, en el Abasto y en Villa Crespo–, florecían los teatros en yidish. Sus nombres convocaban a los inmigrantes centroeuropeos, deslumbrados por los textos que recuperaban la lengua perdida: Solari, Excelsior, Soleil, Mitre, Ombú, Olimpia, Argentino, Nuevo. Las salas eran el eje de la actividad social.
Fundé el teatro Artea, en Bartolomé Mitre y Pasteur. Mi intención era exhibir temáticas judías en castellano y obras argentinas en yidish. Allí, cada butaca llevaba el nombre de un artista fallecido
"Vi muchos musicales, melodramas, comedias –evoca Berliner, quien utilizaba las entradas de invitación que dejaban en el negocio materno–. En el bar León, entre sus partidas de dominó, mi viejo había arreglado con un director para que hiciera un papel en la obra Inmigrantes, de Scholem Aleijem. Tenía 5 años. Después empecé a recitar en yidish poemas de autores norteamericanos. Y me empecé a hacer conocido. Pero yo admiraba a esos actores. Cuando me preguntan cuál fue el mejor que vi en mi vida nombro a dos: Jacob ben Ami y Maurice Schwartz. En algún momento coincidieron en Buenos Aires representando la misma obra: El judío Suss. Competían a ver quién laburaba mejor. La gente llenaba las salas como hormigas", dice.
Como si su padre lo hubiese predestinado, para Berliner el arte fue su pasión y su sustento. Faltaba el amor. Que también llegaría de la mano del teatro. En los años de la posguerra, la compañía de Schwartz estaba nuevamente en Buenos Aires. Alguien le sugirió a Max que fuera a verlo para trabajar con él. El milagro sucedió: "Me mandó a decir que tenía un personaje de joven para mí. Fui a un ensayo a verlo, muerto de vergüenza, y mientras lo esperaba le escribí una cartita pensando en irme y no volver más. Justo en ese momento apareció. Yo me quedé paralizado. Pero me dio el papel. Hacía de judío alemán, con el pelo teñido de rubio, en la obra La familia Karnowsky. Era tan generoso que, al terminar la obra, me llevaba para adelante en el escenario para que me aplaudieran a mí. A esa obra vino a verme una adolescente que me esperó a la salida para saludarme. No me vio: soy tan tímido que salía por una puerta lateral para no encontrarme con la gente. Catorce años después vino al grupo de teatro que formé para representar obras en yidish. Estábamos en un patio y la elegí para un papel, por pura intuición. Ella vivía en Villa Luro, y tuve que ir a su casa y hablar con su padre para ponerme de novio. Y ya no nos separamos más", recuerda.
Rachel Lebenas –devenida artista plástica– sería la compañera de Max en los años (décadas) siguientes. Su público más fervoroso. Y también la impulsora de un proyecto que daba vueltas en torno al actor, cada vez más compenetrado con la intención de preservar la cultura yidish: el del teatro propio.
"Fundé el teatro Artea, en Bartolomé Mitre y Pasteur –expresa Berliner–. Mi intención era exhibir temáticas judías en castellano y obras argentinas en yidish. Allí, cada butaca llevaba el nombre de un actor fallecido. En una de las obras más importantes que presentamos, El zoo de cristal, vino a vernos Norma Aleandro. Pero después empezaron los problemas porque el grupo quería hacer otro tipo de repertorio. Y dejé la sala porque me echaron".
Berliner observa el pasado como un trampolín hacia otros proyectos. Sus largas caminatas diarias ("Caminé toda la vida. Adónde, no sé. Miro el cielo, las nubes, las mujeres. Me gusta mirar a las personas a los ojos, porque los ojos dicen todo") simbolizan el concepto del movimiento perpetuo.
En ese movimiento aflora una trayectoria de más de cuarenta películas (desde El profesor tirabombas, de 1971, hasta El último traje, estrenada este año, pasando por títulos emblemáticos como La Patagonia rebelde o Los gauchos judíos); la televisión (de las comedias como Amigos son los amigos o Chiquititas, a roles más perturbadores como en Disputas o Tumberos, dirigido por Adrián Caetano); los reconocimientos (es personalidad destacada de la cultura de la ciudad, recibió el premio Podestá a la Trayectoria de la Asociación Argentina de Actores, obtuvo un Martín Fierro como mejor actor) y hasta un momento bizarro en una publicidad de un antirreumático que le valió una impensada popularidad entre millennials, quienes multiplicaron su imagen en las redes sociales.
Paradójicamente, todavía conserva cierto espíritu amateur cuando alguien lo reconoce o se le acerca: "A veces, cuando camino o viajo en subte, la gente me mira y me escondo. Todavía me da pudor que sepan quién soy", dice.
–¿Tiene ganas de volver a la actividad?
–¿Cómo "volver"? Nunca me fui. Si ahora mismo me dicen que hay un papel para mí, voy y lo hago.
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