Maurice Ravel, tan loco como mordaz
Sobre un lienzo azul, en 1910, Valentin Serov pintó a Ida Rubinstein delgadísima, etérea y desnuda. Sentada y ofreciendo a la vista su espalda y sus largas piernas cruzadas y apenas flexionadas, la imagen es tan pudorosa como sensual. Pálida y con su breve cabellera negra, la gran bailarina rusa está apoyada sobre su mano izquierda en tanto que con la derecha sostiene una larga tela verde que serpentea por el lienzo y pasa, como una caricia, por sobre su pie derecho. Entre interesada y expectante, Ida mira hacia algún lugar indefinido. Si hubiera que imaginar qué música podría acompañar esta escena, pues cabría pensar en los sonidos evanescentes y sugerentes de alguna obra del impresionismo debussyano o, tal vez, de ese clasicismo francés, recatado, modernista y provocador de Ravel.
Pero no hay lugar para vislumbrar que esa mujer pudiera estar en esa actitud mientras lo que suena es el Bolero de Ravel. Paradojas de la vida, dieciocho años después de aquella pintura, sería esa misma Ida Rubinstein quien le encomendaría a Ravel un ballet para estrenarlo con su compañía. Lo que no habría de intuir la coreógrafa, bailarina, actriz y empresaria era que la obra en cuestión sería, precisamente, el Bolero, esa pieza reiterativa, hipnótica y magistral a la que el mismo compositor, en una humorada, habría de referir como "una obra para orquesta sin música". Después del estreno, en la Ópera Garnier, sobrevinieron las discusiones, las admiraciones y los rechazos. Una de las damas más caracterizadas de París, refiriéndose a Ravel, sólo atinaba a exclamar: "¡Está loco! ¡Está loco!" Cuando se lo contaron, el compositor, con su eterna sonrisa casi infantil, mordaz y sumamente satisfecho, comentó: "Ella entendió perfectamente la obra".
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