Masculinidad: mirar para atrás y para adelante
"El organismo amputa al miembro que ya no sirve; el organismo ayuda a desaparecer al miembro torcido, al que podría exponerlo, al que pone en peligro su continuidad. Hay una voz que delata pero también hay voces que callan; que no denuncian el abuso que sufren en carne propia porque eso podría señalarlos frente al resto, poner en peligro la masculinidad. El organismo expulsa al violador, pero al mismo tiempo lo ampara: denunciarlo sería exponerse violado y, ya sabemos, eso no es cosa de machos", escribe José Supera en algún tramo de su desahuciante Legión, una novela –editada por Club Hem– que cuenta la historia de un club de rugby desde la voz plural de una de sus divisiones. Cuál, no tiene ninguna importancia. Podría ser aquella en la que jugó el autor, la siguiente o una de otra generación. "Todo cuando ocurre, ocurre siempre en el presente", piensa Supera, desligándose de la imposición de ordenar en tiempo lineal.
El hecho de que ocurra y de que sea mejor no hablar de ciertas cosas fueron los motivos que encontró este autor como punto de partida para sumergirse a contar una historia en la que no deja un solo recóndito rincón oscuro del hombre sin revisar. El abuso. El despotismo de clase. La misoginia. El miedo a la debilidad. La violencia. El desprecio. La traición. Y, finalmente, un descubrimiento sin retorno.
"Desde los cinco años jugué al rugby, mis hermanos también, y mi papá era de la comisión directiva. Conocía las canchas de Newman, Belgrano, La Plata… Todos los clubes eran más o menos los mismos reductos; había cosas muy comunes a todos. Islas de exclusividad, buenos modales y códigos más o menos explícitamente escritos. Y esos eran lugares a los que era necesario llegar navegando. Esa era la historia que quería contar, por más dolorosa que fuera y cayera quien cayera", cuenta el autor.
La voz narrativa es la de ellos. "Nosotros". Un mazacote de piernas, brazos, códigos donde no está claro bien quién es quién, quién hizo qué; quién hubiera deseado estar afuera. La voz plural que unifica y da carnet de pertenencia y se va llevando puesta cualquier diferencia que se le presente. ¿El lugar o los lugares? Las canchas. El tercer tiempo. Un día cualquiera de sol que puede volverse oscuro. La puerta de un boliche. "No fue fácil escribir sobre esto porque sabía que estaba poniendo mucho en juego. Pero tenía la necesidad de revolver mis adentros y encontrar lo que yo sentía realmente. Todo el proceso de escribir estuvo mediado por la culpa de una educación católica de donde yo vengo. Pero necesitaba hacerlo". Desenlazarse del código. Perder la lealtad. "Todo empieza cuando uno es pendejo y lo conforman como esa voz plural. El deporte propicia mucho la unidad, adentro y afuera de la cancha. Es lo que hace que empieces a pensar como un nosotros: cuando jugás, cuando salís a los boliches con tus amigos, cuando opinás sobre el mundo".
Una tarde, adentro de ese cuerpo, al autor de esta novela se le rompe el cuello. Más tarde volverá a jugar, pero ya no será lo mismo. Tendrá miedo. Y lo que antes no dolía va a doler. O al revés –no importa–: por fin existirá un hecho que materialice en ese cuerpo individual una excepción que habilite su salida. No saldrá ileso, aunque el cuello ya no duela. No va a salir sin ver, sin contar adónde estuvo. "Hubo en esta escritura una necesidad de cambio; de incentivar un proceso de transformación, aún al costo de poner en juego ciertas relaciones –admite Supera–. Me permitió, en lo personal, ver quiénes estaban más cerca de mí y quiénes se alejaban. A partir de la escritura pude recordar cosas que habían pasado sin que las hubiera podido procesar. Pero más allá de esto, quise escribir una novela sobre la forma en que se estructura la sociedad; la forma en que sociabiliza y se relaciona la gente de clase alta y los sistemas cerrados donde hay gente que quiere entrar y no puede y gente que quiere salir y tampoco puede".
Seis hombres, seis historias
La convocatoria de Federico Polleri –periodista, dramaturgo y director– a seis actores marplatenses –Santiago Maisonnave, Gonzalo Brescó Churio, Pablo Guzzo, Alejandro Arcuri, Martín Cittadino y Gabriel Celaya– hace un año fue concreta e imprecisa: "Juntémonos a charlar de nosotros y de qué nos pasa. No sé el resultado: si esto terminará siendo una obra de teatro o no", les advirtió. Ninguno de los seis titubeó. Se reunieron todos los martes al cabo de un año. Llevaron fotografías, historias, heridas y algunas hipótesis de cuáles eran los dones que se les habían exigido –en su familia, en sus grupos de pertenencia, en la sociedad– para convertirse en hombres.
Su punto de partida fue el ensamble de una diversidad de masculinidades. "Los elegí intuyendo lo distinta que había sido en cada uno la construcción de su masculinidad. Y también fueron apareciendo las cuestiones comunes; en general, movidas por ciertas preguntas que les hacía. El procedimiento fue un poco el mismo al que uno se aventura en la crónica narrativa; que es un viaje que se inicia sin saber del todo qué se busca y qué se va a encontrar". El resultado es Éxodo, ensayo sobre la masculinidad: una obra de teatro documental sólida, inquietante y valiente con seis hombres –siete con el director– sacándose capas pesadas del cuerpo en un deshacerse que promete inaugurar una nueva versión de sí mismos. "Les propuse dos códigos: el diálogo como un dispositivo de confianza y empatía. Y la incomodidad; que pudiéramos atravesar aquellas cosas que nos generan más vergüenza", explica Polleri.
El primer descubrimiento del proceso fue la gran necesidad de hablar que tenían todos y la valoración que fueron haciendo al abandonar el lugar de enunciación sobre temas importantes del mundo –de la esfera de lo público y las ideas– para recalar en su mundo íntimo y el hábitat de sus emociones. El segundo, el consenso que hubo sobre el hecho de que constituirse como hombres había tenido que ver con la exhibición, la demostración: "Es uno de los argumentos y fundamentos clave de la masculinidad, ¿no? Exhibir todo el tiempo. Todo tipo de potencias: sexuales, económicas, culturales, sociales", dice el director. Y, también, la crueldad como clave de acceso a un grupo. "En general, la aceptación en los grupos de hombres siempre ha tenido que ver con una prueba o tributo que se ofrece al grupo y que es un acto de crueldad. A veces hacia las mujeres, a veces hacia posiciones feminizadas. Hay bastante parecido entre las estructuras de organización de los hombres y la mafia, dice Rita Segato, y es cierto. Un acto de crueldad nos permitió que nos reconocieran como hombres. Primero, nuestros padres. Y en revalidaciones posteriores, los pares".
Más que la violencia en sus formas más crudas y extremas al director le interesaba indagar en las zonas grises: "Cierto tipo de situaciones que son las que todos podemos haber vivido. Situaciones bien cercanas, en las que no nos es tan fácil sentirnos afuera, de las que no podemos no hacernos cargo y decir yo no. Haberse salvado del bullying disuadiéndolo hacia otro, buscando a uno que consideráramos más débil donde se descargue esa violencia. Insistirle a una mujer de más. La creencia de que enseñar a los hijos a ser hombres pasa por esas lógicas heredadas".
A lo largo de la obra, aparece siempre, para Polleri, la interpelación de una mujer. De muchas mujeres. Voces femeninas que, con sus exhortaciones, preguntas, ideas, fueron movilizando su proceso de búsqueda, de deconstrucción personal y de compromiso con la integridad de ese proceso para que no fuera una pose. La primera en aparecer –también enunciada en la obra– es su pareja: una chica militante que, frente a su idea de llevar a teatro una adaptación de Fuente Ovejuna desde una perspectiva feminista, lo paró en la mitad del recorrido al mejor estilo Mascherano: "¿Por qué no se encargan de pensar en ustedes, mejor? Que nosotras ya nos estamos encargando de hablar por nosotras". También, Tamara Tenembaun, Virgine Despentes fueron acercándoles ideas a la conversación como formato primero. Al primer encuentro, Federico llegó con una noción de Simone de Beauvoir: mujer no se nace; se llega a serlo. ¿Y hombre qué? No quedó ahí. Desplegó las siguientes: "¿Qué tuvimos que hacer para sentirnos varones? ¿Qué privilegios sentimos que tenemos? ¿Cuáles son nuestras relaciones con la violencia? ¿Cómo nos va en nuestra vida sexual?".
El director y dramaturgo toma las metáforas de lo masculino, las escenifica y en ese contexto, cargadas de humor y de juego, quedan restituidas con su evidente sinsentido. El sombrero de cowboy –emblema de ese vaquero importado, que en estas pampas del sur pierde de vista su norte–, el haka. Elementos ficticios con los que se asocia la masculinidad. Una canción de Johnny Cash suena en distintas versiones a lo largo de la obra como si fuera un mantra. "Ghost Riders in the Sky" se llama, y en una posible traducción dice: "Si quieres salvar tu alma del infierno montando en nuestro campo… Vaquero: cambia tu forma hoy. O con nosotros cabalgarás intentando atrapar a la manada del diablo, a través de estos interminables cielos".
"Nuestro interlocutor directo son los hombres –afirma Polleri–. No creo que haya un espectador varón que no pueda identificarse con alguna de las historias. Es una voz coral que apela a una deconstrucción que tiene que hacerse de manera colectiva, porque implica una revisión que no es nada fácil y necesita de una contención. Sabemos que esto no se termina. No hay un diploma de deconstruido. La idea es hablar privilegios que tuvimos mientras no los tuvieron las mujeres".
En este sentido, la crónica que escribió hace algunos años sobre su proceso de hacerse una vasectomía –también empujado por su novia feminista– revela mejor su punto de vista comprometido, cierto y radical de pensar en esos privilegios y obrar en consecuencia de esa revisión. Una crónica que cuenta cómo fue perder el confort del sexo seguro de no generar más descendencia sin que el peso recayera sobre él. "Se trata de dejar de dar por sentado que las cosas sean como son, en todos nuestros espacios: laborales, vinculares, íntimos. Es momento de ceder y aceptar que hemos sido el bando opresor, que nuestra comodidad tuvo un precio que pagaron las mujeres y, en menor medida, también tuvo un precio para nosotros. El patriarcado nos ha estragado. Y lo que hay que revisar es el sistema y todo lo que nos queda de él en cada zona del cuerpo y en cada zona de influencia".
En operaciones opuestas pero complementarias se encuentran José Supera y Federico Polleri. Mientras el primero necesitó desmarcarse de la voz plural porque fue dañina, el segundo necesitó construir ese coro de voces para pensar con otros la condición de hombre. La voz colectiva en un caso es lo opuesta a la otra. Una es vieja y quedará atrás. La otra es la que este género ha descubierto. Una que puede susurrar, quebrarse, llorar, cantar, decir: me pesa.
"Yo necesité escribir porque había cosas de mi forma de ser y de relacionarme que no me cerraban –concluye Supera–. Quería indagar en esto que me pasó por el cuerpo que fue el rugby. Como jugador muchas veces es difícil pensar el deporte mientras se practica. Reflexionar sobre todos esos años y lo que genera en el tejido social. Me lo tenía que sacar de encima. Yo tengo dos hermanas mujeres. Mi papá no tiene nada de un tipo que confronte a través de la fuerza o la violencia. Sin embargo, en algún momento consideró que me tenía que enseñar a pelear. Que eso lo necesitaba por ser hombre. No se lo enseñó a mis hermanas. Y a eso voy con que hacemos las cosas reproduciendo mandatos. Órdenes que no sabemos porqué seguimos cumpliendo; por qué obedecemos".
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