Martín Fierro 2023: la lógica de GH se impuso por completo: una “fiesta de fin de curso” confusa, desordenada y muy aburrida
La entrega del Oro al programa más comentado de la última temporada deja bien a la vista cuáles son las prioridades de quienes toman las decisiones más importantes de la TV abierta para los próximos tiempos en materia de programación, con una espontaneidad lógica y esperable, pero impropia de un programa especial, el más importante del año
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Bienvenidos a la fiesta de fin de curso 2022/2023 de la televisión abierta, que resultó más larga que la más larga de las ceremonias del Oscar o del Emmy. Así se vivió durante cuatro horas y 20 minutos una ceremonia olvidable que consagró por primera vez a un reality show con el único premio televisivo legitimado en la Argentina por su propia comunidad.
A partir de ahora, Gran Hermano forma parte de una lista que desde 1991 incluye a los nombres de mayor peso e influencia de nuestra TV a lo largo de los últimos 30 años: Mirtha Legrand, Susana Giménez, Marcelo Tinelli, Antonio Gasalla, Jorge Lanata. Y también a las ficciones más destacadas de todo este período, con Los simuladores a la cabeza.
Es muy probable que los escasos sobrevivientes del universo de la ficción local, incluyendo a los ganadores del rubro en esta temporada (El primero de nosotros) hayan abandonado en la madrugada del lunes el suntuoso salón de Puerto Madero en el que se celebró la ceremonia con ánimo de derrota. El triunfo dorado de Gran Hermano deja bien a la vista cuáles son las prioridades de quienes toman las decisiones más importantes de la TV abierta para los próximos tiempos en materia de programación.
Quienes reclamaron desde el escenario un lugar más amplio para las ficciones de producción local deberán prepararse para un futuro con más incertidumbre. Si el perfil de programa ganador de la televisión argentina de hoy aparece ahora representado por un reality show competitivo, la apuesta de la TV abierta en el corto y mediano plazo llevará esa dirección. Y las ficciones quedarán cada vez más sujetas al variable interés de las plataformas de streaming.
Es todo un síntoma que las ficciones nominadas al Martín Fierro entregado este domingo hayan sido casi las únicas disponibles en las grillas de programación de todos los canales abiertos durante esta última temporada. Como si un equipo de fútbol juntara con el máximo esfuerzo los 11 jugadores para salir a la cancha, pero sin suplentes en el banco. En caso de una lesión o una contingencia inesperada ya no habría relevos. Se sale a la cancha con lo justo, ni uno más. Como vienen las cosas, a las ficciones les costará todavía más alcanzar el número mínimo el año que viene.
El gran ganador es un perfecto sustituto de la ficción televisiva tal cual la entendimos toda la vida. Y consagra también un nuevo tipo de protagonista mediático. El lugar de los profesionales de la actuación lo ocupan ahora entusiastas y aplicados seres anónimos con hambre de fama dispuestos a improvisar las 24 horas sobre la vida en un cómodo y voluntario encierro. La habilidad de un grupo de expertos editores y guionistas ocultos transforma ese juego en una suerte de dramatización con fines competitivos que a la vez satisface la natural curiosidad voyeurística del público.
Eso explica, entre muchas otras cosas, por qué Gran Hermano sigue atrayendo como formato televisivo globalizado cuando están por cumplirse 25 años de su llegada a la pantalla. Tal vez lo que hayan reconocido los miembros de la Asociación de Periodistas de la Televisión y Radiofonía Argentinas (Aptra) al darle esta vez el Oro a la última versión local de la madre de todos los reality shows sea justamente esa asombrosa vigencia, expresada por los números de rating con una magnitud que superó las expectativas más optimistas.
Gran Hermano no es al mismo tiempo un programa que merezca ser menospreciado en términos televisivos. Todo lo contrario. Exige un trabajo de producción descomunal y compromete a buena parte de los mejores recursos técnicos y humanos disponibles en el medio. Esto ocurre en todas partes y también se reconoce con premios como los que recibieron más de una vez las versiones oficiales de la creación del neerlandés Jan de Mol en Australia, Canadá y Estados Unidos.
Pero a nadie se le ocurriría darle a una versión de Gran Hermano el premio televisivo más importante del año. Y sobre todo el más prestigioso en la visión interna del propio medio, algo decisivo en un medio tan autorreferencial. ¿No hay otra cosa disponible más creativa, más original, más renovadora, clásica o relevante en términos artísticos dentro de la televisión abierta para merecer el Oro?
Lo que vimos este domingo durante una transmisión interminable, que empezó en tono menor y se fue empequeñeciendo todavía más mientras pasaba el tiempo, fue otra muestra de la pereza creativa que tiene hoy la televisión abierta, cuyos resultados siguen muy por debajo de la atención preferencial que todavía expresa buena parte del público a lo que ofrece este medio.
Los muchos (y buenos) recursos humanos, técnicos, artísticos de nuestra TV se aplican, muy por debajo del verdadero aprovechamiento de su potencial, al servicio de un pequeño número de producciones fuertes cuyo éxito ya está probado. Solo dependen de la intuición de algunos programadores para instalarlos a rodar de nuevo en el momento más oportuno. Esta vez, la apuesta por la vuelta de Gran Hermano salió muy bien, como ocurrió anteriormente con Master Chef.
Ahora que el concurso de cocineros parece haber llegado hasta el punto de de saturación llegó el momento de hacerlo descansar y ocupar su lugar con otros regresos, revelados astutamente por Telefé durante las pausas publicitarias: Talento argentino y Expedición Robinson (con su nombre internacional más conocido, Survivor).
Con todo el esfuerzo disponible dedicado a estos asuntos, la televisión abierta y su canal líder, encargado de la ceremonia este año, volvieron a ponerle un precio muy bajo a su máxima celebración anual. El resultado fue un Martín Fierro tedioso, chato, diseñado en “modo farándula”. Lo único que hicieron el conductor Santiago del Moro y las caras más famosas que se alternaron en el escenario fue destacar la presencia de las figuras del medio y saludarlas una y otra vez, como quien se reencuentra con colegas y amigos en una reunión de camaradería y quiere celebrar de viva voz ese momento con todos los demás.
Eso puede tener sentido en el encuentro cerrado de un grupo de trabajo, de una asociación, de un club o de un grupo de amigos. Pero en una gran fiesta de la televisión como la del Martín Fierro lo que siempre se espera (y nunca ocurre) es otra cosa. Sencillamente, que sea televisiva. Y que sea la mejor del año, porque justamente se celebran allí el talento y los méritos. Que los mejores autores diseñen un guión atractivo capaz de unir los distintos momentos de la ceremonia (y el anuncio de los premios) a partir de algún denominador común. Que las grandes figuras se comprometan a participar en segmentos y cuadros especialmente preparados, ensayados y actuados con brillo visual, musical o coreográfico. Que los grandes protagonistas del año repliquen allí sus apariciones más importantes, inclusive con espíritu de parodia. Que algún comediante se anime a reseñar la temporada con ingenio y complicidad de sus pares. Que se aproveche el espacio dispuesto para la celebración (mesas bien servidas de comida y bebida) con espíritu televisivo.
Lo que vimos anoche no tuvo nada que ver con eso. Sin embargo, se adaptó perfectamente a la letra y el espíritu del programa ganador. Fue la transmisión casi en clave de reality show (con gente saludándose y yendo de un lado al otro) de un encuentro entre las figuras de la tele que no tienen otra ocasión igual en todo el año para verse. Y fue también el reino de la improvisación y de una espontaneidad lógica y esperable, pero impropia de un programa especial, el más importante del año, coronado por un rating muy significativo por lo elevado de sus números.
Nunca tuvimos en claro cuál fue el criterio que llevó al conductor a anunciar los premios en algunas determinadas categorías, mientras la proclamación de otras quedaba a cargo de distintos pares de invitados sin otro aporte destacado en sus apariciones que la buena voluntad. Otros fueron anunciados en la calle a través de intervenciones previamente grabadas que parecieron meras excusas para justificar ciertas intervenciones publicitarias.
No se trató de menciones aisladas. Toda la ceremonia estuvo marcada por un considerable despliegue de avisos en el formato PNT, es decir menciones de marcas fuera de las tandas convencionales, en plena transmisión y con la participación expresa del conductor. ¿Alguien se imagina transmisiones de premios como el Oscar, el Emmy, el Tony y hasta el Critics Choice inundada de avisos difundidos desde el escenario por sus maestros de ceremonias oficiales? Hasta las banderitas que agitaban los invitados para saludar el Dia de la Independencia tenían una publicidad impresa.
Apenas se notó un visible esfuerzo de producción y escenografía al servicio del segmento In Memoriam, muy bien acompañado por la voz y la presencia de Natalia Oreiro. Eso sí, el espectador hubiese agradecido, como se hace en el Oscar y el Emmy, algún detalle más ilustrativo sobre las figuras que desfilaron a lo largo de ese emotivo recuerdo. Algunas de ellas pasaron sin que se supiera cuál fue su función, tarea u oficio dentro de la tele.
La falta de reglas o de un plan diseñado para la puesta en escena de los premios provocó desprolijidades que deberían haberse evitado. No es lo más aconsejable designar para la conducción de un encuentro tan importante a una figura incluida entre los nominados y posibles ganadores, como si diera exactamente igual ocupar más de un lugar al mismo tiempo.
Eso cabe hasta para el más merecido o justificado de los reconocimientos y evitaría faltas de decoro como la que tuvo la imagen final del programa, con Santiago del Moro festejando el cierre de la ceremonia junto con sus compañeros de Gran Hermano, ya completamente despojado de su función específica y original. No es la primera vez que los roles se confunden tanto durante la entrega del Martín Fierro.
Fue una noche tan desprolija y desordenada que hasta se perdió la sencilla oportunidad de recordar cómo vivió la televisión en su conjunto el Mundial ganado por el seleccionado de Lionel Messi. En lugar de eso se armó un segmento que hubiese tenido sentido en una entrega de premios relacionada con el deporte. Las únicas imágenes surgieron de las transmisiones de los partidos, lógicamente a cargo del país organizador. ¿Estaba acaso nominada la TV de Qatar a los Martín Fierro?
Toda esta lógica, tediosa y embarullada al mismo tiempo, fue alimentando sin esfuerzo desde el comienzo la sensación de que Gran Hermano se llevaría al final el premio más importante. La televisión abierta funciona cada vez más a partir de un programa insignia que impone sus reglas a todo el resto de la programación y también la condiciona.
Gran Hermano se instaló en los noticieros, en los programas de actualidad y en todo recoveco disponible dentro de la grilla de Telefé. ¿Cómo no reconocer en esas circunstancias a un programa que aportó información, drama, comedia, humor (involuntario o no), debates y entretenimientos varios, y además con el beneplácito de las planillas de rating?
El Martín Fierro reflejó en su reparto de premios y castigos la lógica implacable y dominante de la televisión actual. Los protagonistas del mundo mediático disfrutaron, con transmisión en vivo y en directo, de la fiesta anual de fin de curso tal vez sin darse cuenta de las implicancias y los efectos que semejante cuadro augura para el futuro. Y sin hacer demasiados esfuerzos para honrar durante el festejo a la propia televisión.
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