Marilú Marini, bella y bestia
Capaz de exorcizar sus lados más oscuros en cada personaje, esta actriz suprema divide su vida entre Buenos Aires y París. Obsesiones, miedos y memorias de una mujer nacida para el escenario
Todos llevamos máscaras, y llega un momento en el que no podemos quitárnoslas sin quitarnos nuestra propia piel
- André Berthiaume
Le debo la vida", dice Marilú Marini (67), sin titubear, de Isaura, su psicoanalista. "Le debo mi felicidad. Nadie va a poder sacarme de ese diván." En ese diván, en París –Marilú llegó a la capital francesa en 1975– es capaz de enfrentar sus lados más oscuros, la bestia que se apodera de la bella y que exorciza en escena con cada uno de sus personajes. "Ellos son los que iluminan las partes más oscuras de uno mismo. Es que el escenario es un lugar de permisividad muy grande –admite–. Me aterroriza la violencia e infligir dolor físico. El odio me da mucho miedo. Pero también sé que el odio y la violencia existen, están presentes..." Hace una pausa en busca de una respuesta que no parece suficiente y que dibuja con palabras en castellano y en francés. "Lo reconozco, a veces suelo ser cobarde y por eso me refugio en un mundo más lírico, en una especie de limbo."
Capaz de despojarse de su delicada belleza, esta actriz se transforma en un monstruo cada vez que sube al Teatro Presidente Alvear como la Señora en Las criadas, la primera obra que escribió Jean Genet en 1947, y que atrapó a Jean Paul Sartre, Jean Cocteau y a tantos intelectuales de la Francia de aquella época, por desnudar la sumisión, el poder, la alienación y la falta de identidad.
Malditas o no. Estas criadas son monstruos como nosotros mismos cuando soñamos esto o aquello, escribió Genet en el prólogo.
"Con Vicky (Victoria Almeida), Paola (Barrientos) y Marcelino (Bonilla) somos caníbales de este texto porque hay que mascarlo con ferocidad, con la violencia de ser vivido." Marilú viajó por la pieza desde muchos ángulos. Supo ser Solange (en la puesta de Alfredo Arias) y hoy es la Madame. "De sometida pasé a ser reductora de cabezas. Estuve en el lugar de la desesperación y de la angustia, y hoy hago abuso de poder."
En ese echar luz sobre los costados más oscuros, reconoce que uno suele encontrarse con facetas propias difíciles de digerir. "Uno no puede ser moralista con uno mismo –aclara–. Decirlo –bla, bla, bla, suelta con una mueca– es una cosa, pero ponerlo en práctica es otra. Tenemos que aceptar que somos envidiosos, que tenemos celos, que la oscuridad es parte de nosotros. Es la bestia que no queremos ver."
Muchas veces aflora a través de la paranoia.
Claro que sí, soy paranoica. No tengo Facebook. Me da pavor pensar que todo el mundo puede estar mirando. Sé que hay formas de aislarse, pero pienso que por algún lado se van a meter. No sé, es mi paranoia y eso que soy una gran adepta de Internet, de la comunicación, de todo lo que es numérico. Madame [vuelve a hacer referencia a la obra de Genet, el autor al que conoció pocos años antes de su muerte] puede ser una especie de Big Brother, ese ojito, esa lucecita de la computadora que está todo el día y toda la noche en tu escritorio, en tu casa. Esa sensación de paranoia está presente en nosotros. Estamos rodeados. Somos observados, no tenemos una soledad total, quizá en el baño, sólo ahí.
Cuando mira hacia atrás, se recuerda solitaria en una Mar del Plata que parecía castigarla con inviernos que acentuaban su soledad. "Hablaba con las plantas del jardín", dice de aquellos primeros años. En una casa, frente a la Plaza Colón pasó buena parte de sus días junto a su madre Gertrudis Wieczinski y su tante –tía– Marta. "Tuve una educación muy rígida. Mi tante [una mujer soltera y 20 años mayor que su madre] fue la que se encargó de mi educación. Las Wieczinski tenían una formación prusiana." Su hermano, Rolando Federico, nueve años mayor que Marilú, ni siquiera la registraba por aquel entonces. Era su papá, Santiago, inmigrante italiano, pescador que pasaba largas temporadas en el Sur, el que era capaz de robarle sonrisas.
El tiempo quiso que Santiago Marini progresara y se transformara en un hombre de negocios. A los 10 años, Marilú se instaló en Buenos Aires, primero en La Lucila y después en Palermo. "Conocí un mundo nuevo", recuerda el momento en el que comenzó a tomar clases de danzas clásicas y españolas. Pasión que se mantuvo viva en ella a pesar de la prohibición que comenzó a regir en su casa entrada la adolescencia. Pasión que la obligó a mentir para mantener las clases.
"Soy una atrevida", no duda. Marilú se atrevió a recorrer un camino bien diferente al que imaginaban. Se animó a salir al mundo e irrumpir como actriz en 1968 en plena efervescencia experimental del Instituto Di Tella con una puesta de Roberto Villanueva y otra de su amigo y compinche Alfredo Arias. "Me fui haciendo con la experiencia. Lo mío fue un aprendizaje de trinchera –dice a modo de título–. La bailarina dio paso a la actriz de manera natural. No pasé por el Actors Studio, ni por el método Stanislavski, ni por el de Grotowski. No me planteo barreras. Me alimentaron las vivencias, no sólo teatrales. Amo la literatura, la música, las artes plásticas. Recuerdo de niña mis visitas al Teatro Colón, los grandes ballets, las operas que vi de adolescente. Todo fue alimentándome de manera muy caótica. Soy muy sensible a los espacios, a la arquitectura, a la fotografía. Cuando rodaba Las mujeres llegan tarde [se estrenó recientemente] no podía dejar de ver el monitor y pensar en esas viejas películas de Hollywood donde se mezclaba el misterio y el suspenso.
¿Es cinéfila?
Siempre fui de ir al cine, me gusta ver de todo. Cuando vivía en Mar del Plata íbamos mucho con mi madre y mi tante en la época en que se daban tres películas. Recuerdo una que me aterrorizó mucho, Por siempre Ámbar (de Otto Preminger), con Linda Darnell y Cornel Wilde. Debía tener 6 años y las imágenes aún las tengo presentes. Otra que me maravilló por la misma época fue Adiós Pampa mía [de Manuel Romero], con Alberto Castillo. Tenía unos números musicales encantadores. Esa película la vi en el Ópera de Mar del Plata y salí completamente maravillada. Ay, cuando vi Blancanieves (la versión animada de Disney), esa escena en la que escapa por el bosque y los árboles quieren atraparla y le rasgan la ropa. Ay Dios [exagera la expresión], nunca tuve tanto miedo. O Bambi [se apresura a hablar de otra producción de la meca del ratón], creo que en el momento en que mataron a la mamá tuvieron que sacarme de la sala porque mis gritos eran insoportables.
Son varios los títulos que comienzan a desfilar por su cabeza, las viejas películas italianas [las de Alberto Sordi], las comedias con Cary Grant, pero también las historias violentas como Perros de la calle, de Quentin Tarantino. "Voy a caer en un lugar común, pero no importa, me encantan los films japoneses de animación, los de Hayao Miyazaki. Me los trago como si nada –confiesa–. Como El viaje de Chihiro, Mi vecino Totoro, La princesa Mononoke y El increíble castillo vagabundo. Tengo una gran sensibilidad. Hay muchas cosas que me interesan, que me hablan y que vienen de horizontes muy distintos."
Convencida de que al arte no hay que respetarlo, "hay que desacralizarlo", Marilú cree que la clave está en el coraje de enfrentarlo.
Otro arte que parece dominar es el de la cocina...
[En ese instante llega al encuentro el actor rosarino Rodolfo de Souza, marido de Marilú] –Qué decís –le pregunta–. ¿Soy buena cocinera?
"Muy buena", responde Rodolfo, y agrega: "Es capaz de hacer cualquier cosa con los restos, ése es su súmmum". "Bueno, los franceses dicen –agrega Marini– que la cocina es el arte de hacer algo nuevo con los restos de comida que quedan."
Quizá eso también remite a la crianza.
Mi madre y mi tante pasaron la Primera Guerra Mundial en Alemania. Vivieron un momento de gran pobreza, de miseria total. En casa no se tiraba nada. Si quedaba algo, se comía a la noche o al otro día. Ellas eran de Silesia [hoy incorporada a Polonia], un lugar muy austero, duro y su formación era muy rígida.
En la vejez todo es triste y ridículo: hasta la muerte. "Diario de la Guerra del Cerdo", Adolfo Bioy Casares.
"Últimamente estuve reflexionando acerca de la muerte. Tengo miedo, miedo de desaparecer, de no poder sentir nada más. El otro día, Mercedes Morán me contó que alguien muy cercano a China Zorrilla dijo que al miedo lo cambiaba por curiosidad. Me pareció fascinante ese pensamiento. Soy una persona muy vital, optimista, me gusta pasarla bien, divertirme. El sentido del humor siempre estuvo presente en mi vida, tal vez para defenderme, no lo sé, pero ahí está. De todas formar sabemos que uno se prepara para la muerte."
La perspectiva de vida es cada vez mayor y sólo parece que hay lugar para los jóvenes y bellos...
Es una realidad, la vida se prolonga. Tenemos que estar muy atentos a nuestro cuerpo biológico y a nuestro cuerpo psicológico. Uno se alimenta del otro. El desafío es llegar a los 90 y pico con una mente que funcione bien y un cuerpo que responda. Hay que tener el coraje de moverse. Hay que hacerlo con el cuerpo y con el espíritu, con el alma. El otro día alguien parafraseó a Lacan: El alma es la suma de todas las funciones del cuerpo, y me hizo pensar que no sólo tenemos que prestar atención a nuestra envoltura corporal, sino a toda nuestra personalidad inconsciente.
Alimentar el alma.
De eso se trata. El alma nos va a dar esa belleza, pero el error está en querer estar bello como cuando uno tenía 20 años. Yo ya no tengo más 20 años y quiero estar lo mejor posible, para mí y para la gente que me quiere, pero para eso necesito hacer un gran trabajo sobre mí misma, un trabajo que no tiene descanso. Hay que tener la fuerza y la disciplina de explorarse siempre y de enfrentar lo que no nos gusta de nosotros mismos.
Estuve a punto de comprarle un alfajor de maicena, leí por ahí que es una de sus grandes debilidades y que en París es difícil de conseguir.
Ay qué rico…, lo hubieras comprado, me encantan. Ahora se consiguen en París, pero sólo en una casa. Hay que ir especialmente a buscarlos. La verdad es que me tendría que hacer el tiempo para hacer las tapitas, eso sí, necesito llevarme el dulce de leche pastelero, porque el otro es muy blandito.
Cuando llegó la hora de vivir la vejez, la mamá de Marilú volvió a Mar del Plata (falleció en febrero de 2001, tenía 98 años). "Un ciudad, tendría que ser una ciudad, porque soy una mujer urbana –piensa en voz alta su lugar–. Tendría que tener un jardín para poder hablar con las plantas, con las flores. Sigo creyendo que las plantas que reciben nuestro cariño crecen mejor que las otras."
¿Buenos Aires o París?
No lo sé. Acá tengo a mi familia, allá también. Está mi hija, la hija de mi marido, que es también mi hija y que ahora me va a dar un nieto. Voy a ser abuela, y eso también me hace tener anclas allá, raíces.
"Estamos felices", agrega Rodolfo. Y la mirada de ambos se sostiene.
"Todavía no estoy lista para retirarme, tengo energía para muchos años más", dice Marilú, y como buena supersticiosa busca madera donde tocar.
Y de eso no hay duda. Esta mujer tritura al tiempo con la fuerza de la bestia y lo hace propio con la delicadeza de una bella que está dispuesta a vivirlo por entero.
muy personal
María Lucía Marini nació en Buenos Aires el 15 de junio de 1945 . A los 2 años se mudó a Mar del Plata donde vivió hasta los 10. Se crió bajo la rigidez prusiana de su mamá, Gertrudis, y su tía Marta. Su papá, Santiago Marini, inmigrante italiano, pasaba largas temporadas en el Sur como pescador.
Estudió danzas clásicas y españolas. En casa querían verla saludable y con gracia femenina. En su formación como bailarina influyeron María Fux, Juan Falzone, Patricia Stokoe. También compartió escenarios con Graciela Martínez y Ana Kamien.
En 1965 debutó en el mítico Instituto Di Tella , donde hizo Cuarenta y cinco minutos con Marilú Marini, Dame Bouquet y La fiesta, espectáculos que hacían referencia a la efervescencia experimental de la época. En ese mismo lugar dio sus primeros pasos como actriz con Ubú encadenado, con puesta de Roberto Villanueva, y Love & Song, dirigida por Alfredo Arias.
Con Arias fundó el grupo Tse (monosílabo que no significan nada). A París llegó en septiembre de 1975, contratada por el mismo Arias para una temporada con el espectáculo Veinticuatro horas. Con el actor y director conformó una hermandad creativa que produjo títulos como Familia de artistas, El juego del amor y del azar, Mortadela, Fausto, Niní, La mujer sentada, La tempestad y Las criadas, entre otras.
Está casada con el actor argentino Rodolfo de Souza , su partenaire en muchos espectáculos. También hizo cine y fue varias veces premiada por la crítica francesa. Este año fue condecorada por el ministro de Cultura francés, Frédéric Mitterrand, con el título Commandeur des Arts et des Lettres.
Recientemente estrenó en cine Las mujeres llegan tarde, de Marcela Balza. En televisión encarna a May Lapage, la madre de Esteban (Rodrigo de la Serna) en el unitario de El Trece Tiempos compulsivos. Hasta diciembre continúa con Las criadas, la obra de Jean Genet, con dirección de Ciro Zorzoli, en el Teatro Presidente Alvear.
El 7 de enero comenzará a ensayar Ça va? , la obra de Jean-Claude Grumberg, que en marzo subirá al escenario del Thêatre Vidy-Lausanne, en Suiza, junto a la actriz francesa Clothilde Mollet.
Es fanática de la moda vintage . Siempre se pasea con llamativos lentes oscuros. El personaje que le gustaría encarnar es el de Sancho Panza.
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