Marcela contra la máquina: el afiebrado sueño de la inteligencia artificial
La obra de Mariana Chaud, estrenada en el marco del pasado FIBA, instala un aire de comedia algo distópica hasta hace poco tiempo, pero que ya forma parte de nuestro acelerado paisaje cotidiano
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Texto y dirección: Mariana Chaud. Intérpretes: Ximena Banús, Violeta Brener, Nicolás Levin y Luciana Lifschitz. Escenografía: Ariel Vaccaro. Vestuario: Mariana Seropian. Iluminación: Matías Sendon. Movimiento: Luciana Acuña. Canciones: Lucas Martí. Sala: Nün (Juan Ramírez de Velasco 419). Funciones: sábados, a las 22.30. Duración: 70 minutos. Nuestra opinión: buena.
Quienes conozcan el teatro y bar Nün, tal vez se sorprendan al ingresar a la sala porque esta vez no será por el costado, para evitar pisar el escenario y chocarse con la escenografía, sino de frente para sin culpa ni excusas pasar al lado de las dos actrices que ya han comenzado su tarea a plena luz. A su vez, quienes sigan la producción de la autora y directora Mariana Chaud saben que siempre se corre del lugar común, que se hace preguntas, que se aproxima por caminos inesperados a investigar sobre la construcción de vínculos en tiempos de cambio: con oscuridad y escepticismo, en Pequeña Pamela y el unipersonal Fiebre, y con alegría esperanzada para chicos y grandes en Familia no tipo y la nube maligna (junto con Gustavo Tarrío), por dar algunos ejemplos. Ahora, en su última obra que se estrenó en el marco del FIBA 2024, desde el título Marcela contra la máquina se instala un aire de comedia que podría ser distópica poco tiempo atrás pero que ya forma parte del paisaje cotidiano.
Como nuevo obstáculo a sortear o como impensada alianza (aún no lo sabemos), la Inteligencia Artificial (IA) se metió en las vidas de los que viven de escribir y, aún más, de quienes hacen de esa tarea artesanal un acto humanamente creativo o creativamente humano (tampoco lo sabemos). La cuestión es que Marina, dramaturga y directora (sí, como Chaud), Gilda, actriz, y Lino, actor, se juntan a ensayar igual que tantas otras veces. Los espectadores los sorprendemos en pleno proceso creativo, en la búsqueda de qué contar y cómo. Aparecen distintas líneas de interés mencionadas por Marina: un texto canónico, Primero sueño, el largo y trascendental poema de sor Juana Inés de la Cruz (en el que -perdón por esta síntesis- durante el sueño físico, el alma asciende en busca del conocimiento) que aparece como una referencia inspiradora; la escritura ficcional convencional sobre una maestra muy combativa llamada Marcela, que quiere probar cambios; y la posibilidad de pedirle a la IA sugerencias sobre esta historia y, en especial, sobre los sueños de los personajes ya que, según la hipótesis de Marina, del mismo modo que el agua, el aire y los alimentos, también los sueños y la imaginación se han deteriorado debido al avance de las máquinas sobre nuestros cerebros.
Este brainstorming performático se vuelca en escena con ritmo acelerado, desbordante, siempre muy arriba, con humor ácido que alude a interrogantes contemporáneos a la hora de escribir y actuar: la corrección política, la necesidad o no de incluir lo latinoamericano, los pueblos originarios, las minorías; la dificultad para criticar o elogiar a colegas por temores a cómo pueda ser leído en el medio; la disyuntiva del dinero, cómo ganarlo, si acceder a “lo comercial” como solución a los problemas o mantenerse en el experimental mundo indie. “Se hacen las rebuscadas para parecer interesantes”, les dice a sus compañeras Lino, el actor con una hermana exitosa en el circuito del consumo masivo, cansado de las contradicciones y las imposturas.
El vestuario de Mariana Seropian en cierto modo desnuda a estos personajes en manos de tres intérpretes notables: Gilda (Ximena Banús), pañuelo en la cabeza, pantalón y camisa sueltas, onda neohippie, la plata no le alcanza, está dispuesta a hacer artesanías o pasear perros para pagar sus deudas, está deprimida y harta del capitalismo; Lino (Nicolás Levin) usa corbata porque tiene un trabajo de oficina que combina en bicicleta con su algo fatigada actividad artística (“no me hagan improvisar que ya estoy grande”, dice); y Marina (Luciana Lifschitz) con un estilo indescifrable porque viste una mezcla de colores y prendas sin maridaje posible pero que resulta, por su extrañeza, muy atractivo.
Este ensayo competencia con la IA (“te va a comer cruda”, le dice Lino), donde vemos las respuestas a las preguntas, formuladas en la netbook, proyectadas en la pared (y esto sí que es performático) es interrumpido por la llegada de Ju, la hija adolescente de Marina, ropa cuasideportiva de un solo color, prolijísima, sin ninguna connotación sexual. La chica (Violeta Brener) cae en búsqueda de plata pero, sin dejar de declarar que odia al teatro, termina quedándose al ensayo. Su mirada es hipercrítica, no le gusta lo que hacen, discute con la madre pero termina involucrada en esa obra dentro de la obra al punto que la cierra con un monólogo final, pesadillesco. La irrupción de esta hija (el tipo de actuación es distinto al resto) con otras preguntas, otros reclamos, otra impronta, cambia en forma casi abrupta, y algo confusa, el tono de la obra. En definitiva, es la nueva generación quien alza la voz final, austera pero muy fresca, contrapuesta al desparpajo irresoluto de los más grandes.
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