Manoel de Oliveira: el centenario observador del tiempo en el cine
El portugués Manoel de Oliveira, el cineasta en actividad más longevo del mundo, falleció anteayer, a los 106 años, en su casa de Oporto, su ciudad natal, a causa de un fallo cardíaco. En diciembre último, había celebrado su cumpleaños en oportunidad del estreno del que sería su último trabajo, un cortometraje titulado El viejo de Belén (inspirado en un profeta de la desgracia que aparece en Los Lusíadas, de Camões) y que había presentado en el Festival de Venecia.
"Detenerse es morir -solía decir- y a pesar de su salud, algo debilitada desde que estuvo internado hace poco más de dos años por problemas cardíacos, siguió trabajando prácticamente hasta el final. "El cine me mantiene vivo -aseguraba-. El cine y la fe. Sea moral, política o ética, sin fe no se sobrevive", contestaba a quienes querían conocer el secreto de su longevidad.
Precisamente esa inusual veteranía lo había hecho candidato permanente a la solemnidad de los homenajes. Pero el maestro, verdadero fenómeno de energía y vitalidad, se resistía siempre a la inmovilidad del bronce: estaban muy bien las medallas y los diplomas (los consiguió en cantidades), pero a él lo preocupaban sus películas: por eso siguió peleando contra todas las dificultades, casi siempre vinculadas con los costos de producción.
De su tenacidad y su determinación dio mil pruebas desde que tomó por primera vez una cámara en sus manos. Cuando eso sucedió, en su ciudad natal sólo había un estudio de cine mudo abandonado. Rodó su primer film, Douro: faina fluvial, en 1920. Era un documental inspirado en Flaherty y en los cineastas soviéticos, que describía una jornada en la vida de los trabajadores del puerto. La recepción que mereció la obra fue desastrosa y nada cambió con la versión sonorizada de 1934, por lo que el entonces joven cineasta volvió a trabajar en la empresa de su padre y por muchos años sólo volvió a empuñar la cámara para realizar otros ejercicios documentales.
Nacido el 12 de diciembre de 1908 y perteneciente a una familia de desahogada posición económica -su padre era un industrial siempre atento a las innovaciones traídas por el progreso-, fue educado por los jesuitas en un colegio de Galicia. Enamorado del cine desde muy joven -siempre fue un espectador asiduo-, buscó aproximarse a él, no con el propósito de llegar a dirigir -"en ese entonces me sentía incapaz de concebir y desarrollar una historia", confesó-, sino como actor, tarea para la cual contaba con la ventaja de su prestancia física y su condición atlética: había sido campeón de salto en alto, trapecista y corredor de autos, disciplina en la que obtuvo más de un triunfo. "Cuando entré en una escuela de actores, sólo buscaba acercarme a ese mundo que me fascinaba por su misterio; no era plenamente consciente de lo que quería, que era realizar mis propias películas", contó después. Eran, todavía, los tiempos del cine mudo.
Fracasos y perseverancia
Oliveira hizo su primera aparición en pantalla, en una película de Rino Lupo, un italiano que contribuyó al desarrollo del cine portugués en los años veinte. Siguió actuando aun después de haber hecho sus primeros ensayos como director, llegó a ser el protagonista del primer film sonoro rodado en su país (A cançao de Lisboa) y apareció alguna vez, fugazmente, en películas propias; también lo hizo muchos años después, en Viaje al principio del mundo, el título que lo hizo conocer entre nosotros a fines del siglo pasado, aunque apenas si se dejaba ver al volante del vehículo que transporta a los viajeros.
Su primera película, producida por su padre, fue un fracaso -se ha dicho-, pero ya revelaba su particular sensibilidad y su espíritu afín a las vanguardias europeas. El documental, cabe añadir, constituye una de las dos vertientes que exhibe la obra fílmica de Manoel de Oliveira; la otra es la ficción, con una marcada predilección por la teatralidad y una casi constante reflexión acerca de la naturaleza del arte y el espectáculo.
Tras el fracaso del primer film, Oliveira debió trabajar en las empresas familiares. Fue un alejamiento del cine sólo interrumpido por otros dos ejercicios documentales: Já se fabricam automóveis en Portugal y Miramar, praia de rosas, ambos de 1939. En 1942 volvió a dirigir. Aniki-Bobó, interpretada por una pandilla de chicos de las calles de Oporto, era "un film directo, simple, vivo, que supuso, más allá de cierto sentimentalismo, un logro excepcional, sobre todo si se tiene en cuenta que fue anterior al neorrealismo italiano", según anotó Georges Sadoul.
Vino después otra larga interrupción. Catorce años en los que Oliveira tropezó con la dificultad de hallar productor para sus proyectos. Volvió con El pintor y la ciudad (1956), en la que eligió un rumbo distinto para su lenguaje, al dejar de poner el acento en el montaje y empezar a utilizar los planos largos por los cuales recibió algún reproche de la crítica. "Descubrí entonces -explicaría más tarde- que el tiempo es un elemento importante en el cine. Un plano depende del encuadre, de la luz, del punto de vista, pero también del movimiento o la quietud de la cámara y de su duración. Si el plano dura algunos segundos, no tiene la misma penetración ni el mismo impacto que si durara el doble, el triple o aún más." Y refiriéndose a la reacción psicológica del público, añadía esta lúcida observación: "La duración de una imagen puede sorprender al espectador en un momento dado, pero cuando se da cuenta de que hay una intención en esa demora, empieza a ver en la pantalla lo que antes no había visto". En la obra de Oliveira -poco más de una treintena de films-, vale destacar algunos títulos, además del Viaje al principio del mundo: la buñuelesca La caza (1964), que tuvo duros tropiezos con el régimen de Salazar; Amor de perdiçao (1978); la sátira operística Os canibais (1988); Vale Abrao (1993), inventiva variación sobre Madame Bovary, que durante mucho tiempo fue considerada su obra maestra.
A los 55 años, su obra constaba de apenas dos largometrajes. A los 102, ya había añadido otros 29, entre las cuales hay un puñado de joyas: Vuelvo a casa y Porto da minha infancia ((2001); Belle toujours, no una secuela sino una espléndida posdata al film de Buñuel (2006); El extraño caso de Angélica (2010), y la no estrenada Gebo y la sombra (2012) que intervino en Venecia.
Su elaborado antinaturalismo -con su detenida atención a las palabras, puestas teatrales, largos planos estáticos- fue consolidando una obra que observa irónicamente los tabúes de la sociedad portuguesa, se interroga sobre la índole del arte, explora las posibilidades expresivas de la imagen y raramente abandona un espíritu casi experimental.
Con la madurez, su cine fue ganando en desnudez, en esa simplicidad sustancial que traduce la sabiduría y que muchos grandes directores (Bergman, por ejemplo) alcanzaron en los años altos. Su pasión por el cine, por lo demás, siguió siempre inalterable.