Ahora parece que estaba escrito en el plan estratégico del cosmos, pero en el brindis de Nochevieja de 2017 nadie fuera de las oficinas de Netflix calculaba para este año un revival de Luis Miguel . Durante mucho tiempo vimos a LM como a una suerte de Michael Jackson latinoamericano, alguien que vivía recluido en su Wonderland (Acapulco, Miami, no teníamos idea), usufructuando unas regalías inagotables y lidiando tortuosamente con el paso del tiempo, las fobias y sus secretos imposibles. Todas especulaciones infundadas, desde luego. Pero entonces llegó esta serie producida por el gigante del streaming y controlada por él mismo. En la era de las biopics digitadas por sus protagonistas o sus herederos (así es como Bohemian Rhapsodynos contó que Freddie Mercury hubiera sido incapaz de ser quien fue sin la ayuda de sus compañeros de Queen, a la sazón dueños de los derechos de las canciones), la serie de LM llevó esa manipulación autobiográfica a un territorio casi místico.
El verdadero protagonista de la historia fue el villano: Luisito Rey, padre encarnado por el notable Óscar Jaenada. El conflicto humano de Rey –su egocentrismo torcido, las ilusiones malsanas que proyecta sobre el hijo, su desesperación por no volver a ser pobre– rodean el enigma nuclear del relato: la desaparición de Marcela Basteri, madre de Luismi, presentada en la ficción como una santa que amasa el desprecio de su marido mientras observa con pasividad la consagración del primogénito. El misterio nunca se nos develará, así como tampoco accederemos a un conocimiento más profundo del artista, porque si algo logró este culebrón adictivo fue negarse a siquiera formular la pregunta de fondo: ¿Quién es en realidad Luis Miguel?
Más allá del buen trabajo de Diego Bonetta, el prototipo de héroe que ensambló Netflix se pareció por momentos al Ken de Toy Story 3, un muñeco indolente y narcisista que se prueba ropa frente a una multitud amarrada al sillón. Triunfó como telenovela y como fenómeno popular, y fracasó en el intento de recrear el magnetismo escénico de LM, ese sex appeal intransferible que desparramó por América a fines del siglo pasado. El efecto colateral, sin embargo, fue el retorno triunfal de sus canciones, y el tenor imbatible del Sol de México volvió a alumbrar el continente. Mientras el trap latino copaba los rankings de todo el mundo, los versos de "La incondicional" se colaron en la agenda del año con su elegancia de fantasma antiguo, y sus hits se nos volvieron a alojar en la cabeza como en los días en que nuestras madres ponían los casetes de Romance vuelta y vuelta, una y otra vez hasta que moría la tarde.
El Luis Miguel real y actual, mientras tanto, siguió en esa terra incognita de las fotos robadas, del deterioro escondido, de los conciertos truncos y de las verdades no dichas. La serie fue su retrato de Dorian Gray y sus evangelios apócrifos. Una forma de elegir qué cuentas saldar, de volver por un rato a los años dorados y de mantenerse lejos del resto de los mortales.
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