Ludovico Di Santo trabaja en Desnudos, pero nadie lo podría convencer para que se quite del todo la ropa
Muy conocido por sus trabajos televisivos, ingresó al elenco de una de las obras más exitosas de la calle Corrientes
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A los 45 años, Ludovico Di Santo asegura que todavía debe demostrar que “no es sólo una cara bonita”. Fina estampa que la televisión, el lugar donde comenzó a principios de los dos mil en la tira Frecuencia 04, abdujo para personajes de galán cheto, algo conflictuado, bastante atípico y sin problemas de géneros: en El tiempo no para, en 2006, traspasó la pantalla a besos con Walter Quiroz, y mucho después, en Cien días para enamorarse, en 2018, con Michel Noher.
“Me llaman para hacer siempre de rico, galán, gay o no. No se les ocurre pensar que me crié en un pueblo chico del interior, que hablo sin eses, que si me ‘luqueo’ distinto puedo hacer de barra brava, de lumpen, de pibe de barrio. En 2091, una serie de Fox que hice para Colombia, pude hacer otra cosa, con una cresta roja, estaba gordo, todo pintado”, dice “Ludo”, como lo llaman, un hombrón alto y de voz grave que habla con ritmo moroso, como si por su boca salieran a estertores los ruidos del pensamiento, sin nada premasticado; cada oración sufre dolores de parto; de golpe, sube el volumen, de golpe, susurra un secreto; tal vez por temor a decir algo que no lo represente al segundo siguiente o porque auténticamente cocina en el momento, con los ingredientes que reflejos y memoria le dejan a mano.
A este actor, el de destacadas ficciones como Vidas robadas, El elegido, Sos mi hombre, La Leona, entre otras, lo que más le gusta es el teatro porque es donde mejor lo pasa: “Te tenés que llevar bien con quienes trabajás, gente que en el escenario responda por vos. En tele o en cine puedo bancarme que eso no suceda, no necesito que haya buena vibra, si lo paso mal me lo fumo, pero en teatro no puedo”.
Por ese compañerismo imprescindible es que se siente cómodo en Desnudos, en el Metropolitan Sura desde enero, después de un largo derrotero que comenzó en Mar del Plata a finales de 2019, siguió pospandemia en calle Corrientes en 2021, en 2022 y ahora, en 2023. En ese recorrido hubo cambios en el elenco. Del inicial integrado por Gonzalo Heredia, Luciano Castro, Luciano Cáceres, Brenda Gandini, Sabrina Rojas y Mercedes Scápola, primero se fue Castro (reemplazado por Esteban Lamothe) y después, Cáceres, en cuyo lugar entró Di Santo quien tuvo apenas cinco días de ensayo, entre noviembre y diciembre, hasta el estreno en enero de la obra de la alemana Doris Dörrie, versionada por Esther Feldman y Alejandro Maci, con producción de Javier Faroni.
“Ensayar es lo que más me gusta, ese proceso de descubrimiento, de trabajo artesanal que no recorrí; como siempre pasa, la obra se modificó del papel a la escena, en el ensayo se termina de aprender la letra, los pies cambian. Eso fue complicado pero me la hicieron fácil, con Gonzalo Heredia empecé en Frecuencia 04 hace como 20 años y a los demás también los conozco”, dice el actor, criado en una ciudad agropecuaria, Lincoln, a unos 300 kilómetros al noroeste de la ciudad de Buenos Aires.
“Se trató de buscar una comedia en algo que no es tan comedia y funciona”, dice sobre Desnudos, donde tres parejas de amigos se reúnen en una cena en la que apostarán a si son capaces o no de reconocer el cuerpo desnudo de sus consortes con los ojos vendados, un desafío que detonará en revelaciones insospechadas. El dueño de casa es el millonario personificado por Di Santo: “En la decadencia me identifico, pero no con la de mi personaje. No me identifico en nada con él, aunque con el tiempo le voy encontrando más detalles. Es un tipo nefasto que no puede dejar de mirarse el ombligo, sólo le importa la plata y los demás quieren ser como él, lo envidian. La obra plantea que quien tiene plata tiene impunidad; si tenés éxito, no importa lo que hagas, eso es lo importante”.
A diferencia de varios actores de su generación, como su amigo Luciano Cáceres y su compañero de elenco Esteban Lamothe, Di Santo empezó en el mundo audiovisual para después llegar al teatro. Su primera actuación en una obra –que no fuera infantil como las que había hecho hasta ese momento– fue Automáticos, de Javier Daulte, en 2007, con Cáceres, el abridor de puertas.
“Lo que pasa es que yo vine a Buenos Aires a estudiar comunicación social en la UBA porque quería hacer radio. Cuando tuvimos el taller de Radio, el profesor vino la primera clase y la última. Para vivir, hacía obras de teatro infantil, que eran las que se producían en mi escuela de teatro, y casting para publicidades. Las cosas se dieron así”, explica sobre esos comienzos en los que se decidió a dejar la carrera universitaria por la actuación.
–¿Con quiénes, dónde, te empezaste a formar?
–Me formé primero con Néstor Romero. Después estudié con Carlos Gandolfo y e improvisación con Marcelo Savignone. Pero en ningún lado me sentí como con Carlos, evangelizado. Él tenía algo especial. Busqué lo opuesto pero no lo encontré.
La otra experiencia en el off teatral fue en Esa no fue la intención, el reencuentro, de Joaquín Bonet, en 2011, donde encarnó a un ex compañero de secundaria al que todos cargaban y que con el tiempo se había convertido en hombre exitoso. “Me sentía un sapo de otro pozo, por suerte, porque de eso iba la obra, al único que conocía era a Luciano, al resto del elenco (Leonardo Saggese, Sergio Surraco) los conocía de nombre pero nunca habíamos trabajado. Me divertí mucho”, dice.
–¿Tenías alguna referencia propia con respecto a eso del bullying?
–Claro. En la secundaria, me llamaron “Pitufina”, “Maricona”, “Gelatina”, “Gordo”, de todo... Mis amigos eran todos muy deportistas, jugadores de básquet, de fútbol y yo, que era rellenito, era “el gordo”. Aunque nunca fui gordo. No sólo fue en la escuela, también en el trabajo de actor, sin entrar en detalles. No me ha pasado con directores sino con otros actores y compañeros. Cuando era más joven, a los 26 años, me encerraba en el camarín y lloraba. Tenés que pagar el derecho de piso, como cuando llega el nuevo a un equipo de cualquier deporte, eso pasa, se sufre y he aprendido a defenderme, algo que me cuesta porque no entiendo esa energía. Porque si estamos juntos para que salga lo mejor posible, ¿por qué haría algo para que te moleste? En fin, tampoco fue tan grave. En algún momento empecé a entrenar mucho, casi todos los días, pero la pandemia me aniquiló, me llenó de alergias, de tics, empiezo a hablar y hago así (se toca la cara). No sirvo para estar encerrado, me deprimo: había dejado el cigarrillo, empecé a fumar; tomé todo lo que tenía, mucho alcohol; y dejé de entrenar, empecé a comer de más. Dejé la terapia, además: necesito el tête-à-tête, no me vengan con el Zoom, necesito un humano, soy de otra época. Algunos se adaptaron, yo no. Ahora voy a retomar, presencial.
–¿Esos cambios se los adjudicás a la pandemia y el aislamiento?
–Sin dudas. Era muy ordenado, ahora dejo todo tirado. En mi placard, las remeras todas ordenadas por color, las que uso más de un lado, las camisas de jean, las camisas a rayas, las celestes, las blancas. Ahora no, todo tirado, hecho un bollo.
–¿Salir a escena, cada noche, qué te provoca?
–El “cagazo” me pasa siempre en las primeras funciones; después me queda el cosquilleo antes de salir y está bien que eso pase; si no fuera así, algo malo pasaría. Igual que en el fútbol: si antes de salir a un partido no sentís eso, dedícate a otra cosa. Cuando hice Los tutores, en La Plaza, con un elenco buenísimo, Hugo Arana, un maestro, me dijo algo inolvidable. Yo estaba muy asustado pensando en porqué no tuve un laburo honesto, porqué no había sido contador y él me dijo: “¿Vos pensás que ahí abajo hay alguien que no es rengo? ¿hay alguien ahí que nunca se equivoca en su trabajo? Vamos a disfrutar, boludo”. No me calmé nada, pero esa mirada me hizo muy bien.
–¿Tenés cábalas?
–Soy muy cabulero, pero las cábalas no se cuentan. En ningún lugar. En la vida no soy supersticioso y más que cábalas, tengo rituales. Necesito que las cosas se hagan de determinada manera. Pero no hago como el Coco Basile que se tira talco atrás. Son cosas que te dan cierta tranquilidad. Todos sabemos que si la Argentina hace un gol y vos estás sentada ahí y yo acá, y después nos cambiamos, ninguno tiene tanta influencia en el cosmos como para que nos hagan otro gol, ¿no es cierto? Todos los sabemos. Pero, por las dudas, nos quedamos.
–¿A tus padres les gustó que estudiaras actuación?
–Fue una buena noticia para ellos. Yo venía de un momento muy complicado de mi vida, con una depresión enorme, sin rumbo. Y cuando empecé a estudiar teatro, estaba haciendo todavía la carrera en la UBA, ellos empezaron a notar que su hijo estaba mejor, que había encontrado algo que lo hacía feliz. La depresión es falta de deseo, absoluta, desear nada. No en el sentido budista del término, sino depresivo. Al verme contento fue una buena noticia. Ahora, si me preguntan qué hubiesen preferido mis padres, no tengo ni idea. Siempre vienen a verme actuar.
–Vos te llamás Ludovico y tu hijo, Filippo. Son hombres históricos y nada usuales. ¿Alguna razón familiar?
–Mi padre me puso Ludovico porque le gustaba. Mi papá, quien me dio el nombre y el apellido, falleció cuando yo tenía once meses; después, mi mamá se casó con la persona a quien le digo papá desde los tres años. Lo amo, me ama, es mi papá. Y cuando mi ex mujer (Jimena Iglesias) quedó embarazada, yo dije: “Mi hijo tiene que tener un nombre tano, no le puedo poner Jonathan o Rodrigo”. Me dio tres o cuatro opciones de nombres y quedaron dos: Caetano o Filippo. Y elegí Filippo. Ella dice que el nombre se lo puse yo, pero la muy astuta me llevó a eso.
–¿Y si Filippo te dice que quiere ser actor?
–No, quiero que tenga un trabajo honesto (risas). Qué sé yo, tiene 10 años: quiero que sea aquello que lo haga feliz.
–Hablaste de desear. ¿Soñás con más hijos?
–Y sí, me gustaría tener más hijos, pero no sé si va a suceder, ya estoy grande, pero sí me gustaría.
–¿Y deseos laborales?
–Trabajar. Fueron muy difíciles los dos años de pandemia. Por un lado, te pone un poco en eje. Y entonces pensás: “Quiero trabajar”. Después, hay muchas cosas: me gustaría trabajar con Sebastián Borensztein, estuvimos cerca de hacerlo pero por una cosa u otra no pudimos; me gustaría trabajar con Ricardo Darín, o con Rodrigo de la Serna, que para mí es el mejor actor de la Argentina, junto con Darín y un par más. Pero de mi generación es lejos, por escándalo, el mejor. Lo he visto hacer de todo y siempre todo muy bien. Vi Revolución: el cruce de los Andes y era San Martín. Y después es un cheto, es lo más versátil que existe. Y hay muchos más actores y directores con los que me gustaría trabajar.
–¿Golpeás puertas o esperás?
–No soy de ir a golpear puertas porque no conozco tantas donde golpear. Pero tengo amigos actores: Luciano Cáceres, Martín Seefeld, otra persona a la que estoy agradecido, porque cada vez que produjo algo, me llamó para laburar y confió en mí (El elegido, La Leona). Cada vez que hace algo, me llama. Eso quiero, laburar. Después uno tiene esos sueños ridículos que nunca van a pasar.
–¿Que no harías?
–No se me ocurre, me divierte todo. Salir completamente desnudo no lo haría. Me encantaría hacer un musical, pero no puedo cantar, no entono una nota. Hay que tener una base desde donde construir pero yo no tengo ni eso. En el casting de Frecuencia 04, donde empecé, había que cantar. Entonces pedir rapear, si me dejaban hacer eso. Lo preparé en mi casa y al otro día lo hice y quedé. Y en el disco del programa tengo dos raps. Porque no canto. Eso se llama hambre, encontré la manera de solucionar el tema. Y sí, deseo, básicamente. Lo que me hubiese gustado hacer es Kinky Boots. Esa sí. Pero tampoco la hubiese hecho.
–¿Un deseo ridículo es trabajar afuera?
–Laburar afuera, sí. Lo que no sé es si podría vivir fuera de la Argentina. Pero si me pintara un laburo seis meses, un año, cuatro meses, me iría sin duda. De hecho lo hice, me fui a Colombia, a México. Es lindo, me divierte la experiencia. Conocer cómo se hacen las cosas en otra parte, comer otras comidas, estar en otro lado, visitar otros lugares, que no te conozcan. Allá podés empezar de cero, empezar de otra manera.
–¿Interpretarías algún clásico en un teatro oficial?
–Cuando era joven, no me importaban nada los clásicos, no tenía ningún interés, no me movía la aguja, no me llamaba la atención. Estaba más por lo moderno, por autores de ahora, otra manera de contar, otro ritmo. Y con el tiempo, me puse mayor y sí, me gustan los clásicos: nunca hice uno, pero quiero. Nunca laburé en teatros oficiales; me llamaron, pero siempre terminé cerrando otra cosa.
PARA AGENDAR
Desnudos, de Doris Dörrie, versión de Esther Feldman y Alejandro Maci. Funciones: jueves a domingos, a las 20.30; y sábados, también a las 22.30. En Metropolitan Sura, Corrientes 1343. Desde $ 5000.
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