Los “tanques” musicales de los 60: nueve títulos imperdibles para ver después de Amor sin barreras
De Sweet Charity a La novicia rebelde, recomendamos films pertenecientes a la era en la que los estudios de Hollywood decidieron invertir decenas de millones en los grandes éxitos de Broadway
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Como epílogo del estreno de los mejores exponentes del musical cinematográfico, aquellos que marcaron el límite en los desafíos estéticos como Un americano en París (1951), impregnaron el imaginario popular como Cantando bajo la lluvia (1952), y rindieron homenajes y celebraciones como Brindis al amor (1953), el Hollywood clásico apostó por el artificio y la megalomanía en el género, como artilugio para retener al público en las salas cuando el espectáculo televisivo ascendía como el principal competidor en el mundo del entretenimiento. Broadway se fortaleció como fuente de inspiración y sus grandes éxitos desfilaron en los escritorios de los ejecutivos de los estudios, sus intérpretes asomaron como tentación de un nuevo star system, y la pantalla se vistió de oberturas e intervalos, de cortinados carmín que separaban los actos y preludiaban partituras prestigiosas, y se inició la competencia por ver quién conseguía el presupuesto más elevado, el rodaje más extravagante, el éxito más rotundo.
Esos años a los que muchos llamaron de “platino” en el musical, que luego darían paso a la inventiva y reinvención moderna de la mano de creadores como Bob Fosse, se habían gestado a mediados de la década de los 50 con el éxito de Oklahoma! Dirigida en su versión fílmica por el multifacético Fred Zinnemann, el musical de la Fox era la criatura de Richard Rodgers y Oscar Hammerstein II, dos de los grandes innovadores de Broadway de esos años. La película fue concebida bajo el nuevo sistema TODD-AO de 70mm (así bautizado así por su creador Michael Todd, uno de los maridos de Elizabeth Taylor), que proporcionaba a la imagen mejor definición y un esplendor inusual en la pantalla ancha y abrió las puertas a una nueva generación de “superproducciones”. Entusiasmada por el éxito, en 1956 la Fox produjo las adaptaciones de dos obras más de Rodgers y Hammerstein: Carrusel, dirigida por Henry King, y El rey y yo, por Walter Lang.
En 1958 llegó el último de los grandes musicales de la Metro: Gigi. Dirigida por el genio de Vincente Minnelli demostró con el aval unánime de la crítica y el récord de premiaciones –que incluyó el Oscar a Mejor Película- que la única manera de competir con la televisión era brindar un espectáculo imponente y majestuoso, algo imposible de contener en la caja de un pequeño televisor. Los 60 arrancaron entonces con ese mandato: pocos musicales, de alto perfil y presupuesto, con anuncios en la prensa sobre el casting y los detalles de la producción, adaptados de los grandes éxitos de Broadway, siempre con más de dos horas de duración y con el ojo puesto en la consagración. Si antes el centro de la escena era el cuerpo del bailarín –fuera el acróbata Gene Kelly o el distinguido Fred Astaire-, las coreografías, las melodías de jazz o el esplendor del Technicolor, ahora las nuevas commodities eran la recreación del contexto, la envergadura de la producción, la cantidad de extras, los números del presupuesto.
Pese a esos intrincados condicionamientos y a las delirantes aspiraciones de esas producciones, Hollywood consiguió en esa década los mayores hitos de artificialidad y locura y combinó la innovación en la danza y la eléctrica partitura de Amor sin barreras (1961) con el regocijo en la tradición del circo de Billy Rose’s Jumbo (1962). En la película de Robert Wise y Jerome Robbins -de regreso a las noticias por el estreno de una muy lograda nueva versión de Steven Spielberg, actualmente en cartel-, un retrato de esa Nueva York de conflictos y desigualdades sociales, en la segunda la increíble interpretación de Doris Day de “My Romance”.
Ambas películas fueron tildadas de producciones elefantiásicas que sacrificaban ritmo, energía y vitalidad en virtud de piezas impecables técnicamente, con centenares de escenarios fastuosos e inversiones desmedidas. Pero esos musicales también mostraron un espejo del género que resultaba atractivo justamente por su riesgo y su condición anómala en un contexto en el que la industria alicaída se reconvertía bajo la presión de los modernos cines europeos y los públicos televisivos. El musical de la superproducción resultó una especie de nave insignia de una época de extinciones, un globo aerostático elevado por presupuestos delirantes y apuestas exuberantes. Algunos de ellos hoy son clásicos, otros quedaron perdidos en el olvido, otros son recuerdos entrañables de la niñez, objeto de discusiones acaloradas entre cinéfilos, y sobre todo un territorio fascinante para redescubrir.
Gypsy (1962). Uno de los modelos narrativos del musical de los 60 fue la biopic de una estrella del género, cuya vida personal y profesional podía ser recreada a través de bailes y canciones (quizás la más arriesgada en esa estructura fue Star!, de Robert Wise, con Julie Andrews como Gertrude Lawrence, que lamentablemente no disponible en streaming). La obra escrita por Arthur Laurents sobre las memorias de Gypsy Rose Lee, una estrella del vodevil, había sido un éxito en 1959 en Broadway de la mano de la actriz y cantante Ethel Merman. Sin embargo, el cine necesitaba una estrella y Natalie Wood venía del éxito de Amor sin barreras, así que se convirtió en una apuesta segura para ese retrato amargo y cargado de cinismo de los entretelones del mundo del varieté. Un veterano como LeRoy logró recrear la exuberante atmósfera del teatro y el camino lleno de espinas que llevaron a la joven Louise Hovick a convertirse en la reina del burlesque. Quien brilla como nadie es Rosalind Russell dando vida a la insoportable Mama Rose, una de las villanas más insidiosas del musical. Disponible en Apple TV+.
Mi bella dama (1964). La versión de Alan Jay Lerner y Frederick Loewe del Pigmalión de Bernard Shaw fue recibida con un rotundo éxito en Broadway en 1956. Mi bella dama tuvo más de 2700 funciones, logrando un récord en su momento y permitiendo que Julie Andrews asomara como una futura estrella. Pero cuando la Warner comenzó la producción de la película decidió elegir a una actriz consagrada como Audrey Hepburn, quien en principio insistió en interpretar las canciones pese a que no poseía el registro de voz adecuado. Finalmente fue doblada por la soprano Marnie Nixon en gran parte de las interpretaciones. La película es uno de los clásicos de la década, gracias al sentido de la comedia de George Cukor que brinda fluidez y soltura a los números más complejos. Es inolvidable la escena de las carreras como emblema del espíritu de Eliza Doolittle y excelentemente logrado el trabajo de cámara en la canción “I Could Have Danced All Night” en la que se despliega el espacio al servicio de las emociones del personaje. Disponible en Qubit TV.
Mary Poppins (1964). Basada en una serie de cuentos para niños de P. L. Travers, Mary Poppins fue uno de los grandes éxitos del género en los 60, película que recuperaba los hallazgos de El mago de Oz de la MGM en la exploración de la fantasía y el uso de los efectos visuales. Ambientada en la Inglaterra de fines del siglo XIX y sin las restricciones de un origen teatral, condensaba todas las innovaciones de la factoría Disney y brillaba en la escritura de las partituras y las letras de los hermanos Richard y Robert Sherman. Como lo había demostrado el mundo de Oz ideado por Arthur Freed, Mary Poppins confirmaba al musical como un género “de estudio” antes que “de director”: establecía la identidad de la producción en la plasticidad de su universo, la riqueza de sus personajes y la maravilla de su ritmo narrativo. El toque inglés provino de los dibujos de Peter Ellenshaw –uno de los artistas detrás de Narciso negro de Powell & Pressburger- y de la dirección de arte y vestuario de Tony Walton, quien luego sería uno de los colaboradores de Bob Fosse en los 70. Además, la película de Disney fue una revancha para Julie Andrews tras el desaire de Mi bella dama, que no solo le valió la consagración como estrella sino también el Oscar a Mejor Actriz. Disponible en Disney+
La novicia rebelde (1965). Odiado por la crítica y amado incondicionalmente por los espectadores, el musical de Robert Wise condensó el imaginario de esa época tan ecléctica: espíritu de opereta de los años 30, romance interclasista, sentimiento antinazi, religión y niños cantando. La historia de María y la familia Von Trapp se convirtió en el refugio cinematográfico ante un presente que ardía de cambios radicales: asesinatos políticos, sexo, rock & roll y flower power. Ese mundo de colores pasteles y música de ensueño les sirvió a Rodgers & Hammmerstein para alzarse con un triunfo inigualable y convertir a esos personajes de otro tiempo y a esa fábula de las praderas alpinas en el alma del musical de la década. El guion de Ernest Lehman, quien también adaptó El rey y yo, consiguió reformular el concepto de número musical en un uso inteligente de los diálogos cantados, la inclusión del humor y el recurso del suspenso. Wise, después de haberse formado en el gótico noir, sostuvo la operística estructura de un musical sin precedentes. Disponible en Disney+
Camelot (1967). La mitología del rey Arturo y su mesa redonda también tuvo su versión musical en Broadway primero, condimentado con el fervor demócrata de la era Kennedy y definido por la poética de Alan Jay Lerner, y en el cine años después, signada por la explosión pop de los experimentos de Richard Lester, los Beatles y el Swinging London. La extravagancia inicial fue la elección del elenco: Richard Harris y Vanessa Redgrave para un musical de época, cuyas limitaciones para cantar y bailar fueron todo un desafío para el director Joshua Logan, quien debía lidiar con las expectativas de Jack Warner de conseguir un éxito. Si bien fueron sus créditos como ingleses y estrellas del momento los que garantizaron su participación, detrás estaba la expectativa de convertir a Arturo y Ginebra en un hombre y una mujer sujetos a pasiones y desencantos. Liberados entonces del registro operístico y la imponencia de la imaginería artúrica, los habitantes de esta Camelot glam y psicodélica desfilan por entornos casi abstractos, síntesis de esa inevitable colisión entre la tradición y la incipiente modernidad de aquel tiempo, y de este que lo recrea. Disponible en Apple TV+.
Oliver! (1968). Basada en Oliver Twist de Charles Dickens, fue una nueva recreación de esa Inglaterra de fantasía que primero pasó con éxito por el West End londinense y luego desembarcó en Broadway. Cuando llegó a las manos de Carol Reed, en su primera incursión en el musical, la película tenía toda una tradición por detrás: la obra de Dickens, las adaptaciones previas–entre las que asoma la versión de David Lean de 1948-, las versiones musicales en teatro, la partitura de Lionel Bart. Pero Reed logró construir todo un mundo cinematográfico alrededor de su personaje, que resulta mucho más que un joven noble e ingenuo que se juega su destino junto a héroes y villanos. Reed utiliza las canciones para redimensionar a su Oliver Twist, le da notable protagonismo a la Nancy de Shani Wallis y a la dupla que forman Fagin y The Dodger, y tiñe los bajos fondos de la Londres decimonónica de las mismas sombras que filmó en la posguerra de El tercer hombre. Disponible en HBO Max y Movistar Play.
Funny Girl (1968). El musical de los 60, además de inventar a Julie Andrews, convirtió a una de las cantantes del momento en una de las grandes estrellas del cine de los 70: Barbra Streisand. Para 1964, Barbra asomaba como una promesa de la canción y su voz y personalidad habían conquistado al público de algunos shows televisivos. Pero su interpretación de Fanny Brice en Broadway la convirtió de repente en toda una sensación: sus discos escalaron en ventas, era una figura requerida en presentaciones en vivo, y su llegada a Hollywood se reveló como una obligación. La versión cinematográfica de Funny Girl quedó bajo la dirección de un veterano como William Wyler, menos especialista en el musical que en dirigir grandes estrellas como Bette Davis o en comandar producciones costosas como Ben-Hur. La historia se concentraba en los inicios de Fanny Brice como actriz, con más talento que belleza, su romance con el jugador Nick Arstein –interpretado por Omar Sharif, todavía impregnado del romanticismo de Doctor Zhivago- y su triunfo en la compañía The Ziegfeld Follies. Wyler consigue en el cine lo que era imposible en el teatro, filmar “Don’t Rain On My Parade” a lo largo de una travesía marítima con la inmejorable interpretación de la Streisand. Disponible en Apple TV+.
Sweet Charity (1969). La ópera prima de Bob Fosse abrió las puertas a una nueva era del musical que se iniciaría en la década siguiente: esa obra moderna aparece como homenaje y recuperación del estilo de backstage de antaño al que se impregna de un nuevo concepto de danza gimnástica, coreografías sensuales sobre fondos negros, montaje más frenético y una creciente fragmentación del espacio. Fosse había sido pionero en Broadway con la versión de Neil Simon, Cy Coleman y Dorothy Field de Las noches de Cabiria de Fellini, protagonizada con gran éxito por la excelente Gwen Verdon –quien además era su esposa-, y desembarcaría en el cine para reajustar las coordenadas del género. Como sucedió en otras ocasiones, Shirley MacLaine obtuvo el protagónico porque era una estrella más atractiva para la pantalla que Verdon y recibió críticas por sus limitaciones a la hora de encarnar las más audaces coreografías de Fosse. Pese a ello, Sweet Charity sentó las bases para lo que sería el despegue del director en la década siguiente con Cabaret, demostró que la cámara no tenía límites aún sobre un escenario como en el número “Big Spender”, y magnificó la capacidad expresiva del cuerpo en danza que había quedado condicionado por la exuberancia de los decorados de la superproducción. Disponible en HBO Max.
Hello Dolly! (1969). En el mismo año en que Fosse iniciaba la transformación del género de cara a los 70, la Fox se hundía con la superproducción del musical más caro de la historia: Hello Dolly!. Los desafíos de construir la Nueva York de 1890 en estudios, de convertir a la joven Barbra en una veterana casamentera y las ambiciones coreográficas de la etapa más radical de Gene Kelly hicieron de las pretensiones de la película la carta de despedida de estas producciones. Fue llamado el “dinosaurio de los musicales”, cuya vitalidad quedó atrapada en el diseño de arte y la disconformidad de sus actores. Streisand nunca se sintió cómoda con las demandas de Kelly y Matthau parecía esperar al inicio del rodaje para exhibir su mejor cara de disgusto. Pero pese a ello, Hello Dolly! demostró el límite más elevado de las aspiraciones de sus artistas, una ciudad convertida en escenario, un arte que Kelly había elevado a su esplendor, una voz inolvidable como la de Streisand. Aún con sus traspiés, la película cierra el círculo de la evolución de un género que en los sesenta abrazó todos los dilemas de su creación, las diversas formas de construir un espectáculo y darle vida en el marco de un arte orgulloso de su condición de artificio. Disponible en Disney+.
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