La mente detrás de las prótesis 3D busca dar el próximo paso y darle un nuevo sentido a la carrera de Ingeniería
Algunas noches, Gino Tubaro cruza el sur de la ciudad en su patineta a motor. Las ruedas ronronean sobre el asfalto mientras Parque Patricios se transforma en Nueva Pompeya: las luces de Avenida Chiclana quedan atrás y Gino se desliza hacia su casa de la calle Santo Domingo, muy cerca del río Matanza-Riachuelo y de la Villa 21-24, una zona picante de casas bajas y calles oscuras. A su espalda y en silencio quedan el taller de Atomic Lab y las impresoras 3D, que duermen frías. En su casa lo espera su mamá.
Otras noches, Gino se queda a dormir en el taller. Saca un colchón que guarda en el fondo y lo ubica debajo del aire acondicionado, en el único lugar cálido (y fresco) de ese lugar de 200 metros cuadrados. Esos días trabaja hasta tarde, la cara iluminada por el brillo de la computadora y una obsesión entre las cejas: cómo hacer para que Atomic Lab, su productora de inventos, crezca y sea autosustentable. A los 21 años, Gino Tubaro –inventor, estudiante de Ingeniera, ex niño prodigio– piensa demasiado en el futuro.
Nació en 1995, y siempre fue noctámbulo. Cuando era chico muchas veces su mamá lo encontraba despierto a las seis de la mañana, cuando ella se levantaba para atender el locutorio que todavía está en la planta baja de la casa. De su papá, que es técnico bacteriológico y los dejó cuando él tenía 4 años, Gino prefiere no hablar.
Se acercó a una computadora por primera vez en el cibercafé de su tío Marcelo, a una cuadra del locutorio de su mamá. A los 7 ya armaba servidores y a escondidas del tío vulneraba el Deep Freeze, el programa que usan los cibers para que la computadora recupere su estado original después de una sesión. En vez de jugar al Counter Strike, pasaba horas leyendo sobre programación.
–Boludeábamos un poco. Me gustaba ver cómo un chico de Floresta, otro de Núñez y otro de Parque Patricios podían conectarse a lo que yo había hecho en la máquina de mi tío –dice ahora sentado en un sillón de cuero con forma de nacho, el celular siempre entre las manos.
Afuera de Atomic Lab la tarde cae helada y Gino tiene la voz tomada por la gripe y quizás unas líneas de fiebre. Su buzo azul con capucha tiene una estampa en la espalda que dice National Youth Science Camp. Viene de pasar unos días en cama en los que el teléfono nunca dejó de sonar, sacudido por los efectos de un nuevo pico de popularidad después de su cena con Mirtha Legrand, a fines de mayo. La mayoría de las veces la pantalla muestra un número desconocido, no agendado. Pero Gino siempre atiende.
–También hacíamos algunos hackeos, pero sobre eso no te voy a contar.
Eran cosas de chicos: mientras otros jugaban al Counter Strike en el locutorio, él hackeaba el cibercontrol y cerraba las sesiones o les sacudía el cursor del mouse. En su casa, la diversión era más extrema: Gino calentaba el cuchillo en la hornalla y se paseaba buscando una víctima nueva. En cada nueva expedición podía abrir una plancha, unos parlantes o un lavarropas. Cualquier cosa que cediera al filo ardiente. Quemó con ácido las cañerías de su casa, se cortó, se quemó, se quedó pegado, se intoxicó con vahos químicos. Lo obsesionaba saber qué había dentro de las cosas, cómo funcionaban.
–Mis cajas de juguetes eran destornilladores, estéreos, piezas de lavarropas, cosas que se rompían en casa. Mi pieza era un chatarrerío.
Lo de él, dice ahora, era una pulsión imposible de frenar. Como dormir o ir al baño. Su mamá lo entendió enseguida y a los 6 lo anotó en la Escuela de Inventores que creó Mariana Biró, hija del inventor Ladislao Biró, en Colegiales. Durante varios años, tomaron juntos los dos colectivos que los llevaban desde Pompeya hasta la Avenida Crámer, donde él pasaba un par de horas armando y desarmando cosas, creando otros artefactos nuevos. Ahí descargaba esa pulsión y aprendía de robótica, de electrónica, de mecánica.
Con un pollo de plástico que compró en un Todo x 2 Pesos y unas plaquetas que consiguió en un negocio de electrónica sobre la calle Paraná armó su primer robot. Le gusta contarlo como si hubiera sido algo muy sencillo: soldó dos motores de lectores de CD a una plaqueta que él había armado y a eso le puso la cabeza del pollo. Con unos leds hizo unos sensores y con un cuchillo caliente –su herramienta preferida– marcó un surco en la placa de plástico y le enchufó los leds. El pollo robot podía caminar siguiendo una línea negra marcada sobre un papel.
Entre visita y visita al ciber del tío, iba al Instituto Félix F. Bernasconi, una escuela pública, centenaria y modelo de Parque Patricios de la que no le quedaron demasiados amigos. Cada lunes después del taller volvía a la escuela fascinado con un invento. Pero el relato de Gino sobre esos años está cruzado por la frustración de no sentirse acompañado por sus maestras, que le pedían que hiciera las cosas como sus compañeros, que guardara el ventilador que había armado con una batería, un motor y unos palitos de helado.
–Pasó al revés de lo que tendría que haber pasado: la escuela se tendría que haber copado con que yo hiciera estas cosas y mi mamá tendría que haber sido la que me decía “no me rompas la plancha”. Pero la escuela no se copaba y mi vieja sí.
Le decían nerd, le decían bochito, pero a él le daba lo mismo. De sus pocos amigos de esa época, se entera siempre algo por Facebook.
–Una amiga de la primaria está bailando con El Polaco, otro se casó, otros tienen tres hijos, algunos la tienen más complicada. Yo los miro después de un par de años y pienso “qué bajón”.
Son recuerdos de otro mundo, de otra vida. Del tiempo en el que Gino no salía a la calle envuelto en un pañuelo palestino, como hace ahora cuando no tiene ganas de que lo reconozcan.
Mostró en público su máquina 3D y uno le dijo: "¡Pibe, eso es una genialidad o una terrible mierda!"
La sala de la Usina del Arte estaba llena el día que Gino dio su primera charla TED, en octubre de 2012. Tenía 16 años y había pasado algunos meses preparando esos siete minutos con un entrenador de oradores, lo que en el mundo corporativo llaman un coach. En el video de ese día (que él nunca vio pero del que cada tanto chequea el número de reproducciones) se nota que el entrenamiento tuvo sus efectos: aunque está algo nervioso y atolondrado, Gino hace chistes y casi no titubea. Tiene el pelo muy corto y ni un pelo en la cara adolescente. Ese día habló de la adrenalina de cada invento: la zapatilla para no electrocutarse, el cubo que transforma un dibujo en sonidos, las lámparas que consumen la energía que está en el ambiente. Y dijo cosas como:
–Ser inventor no es encerrarse las 24 horas en un sótano.
Para este momento, ya había dejado el Bernasconi, donde terminó la primaria, y el Fray Luis Beltrán, un secundario técnico donde cursó un primer año desastroso.
–Me llamaba mucho la atención que los chicos que hacían conmigo la clase o habían repetido cinco veces, o tenían familia o te decían “haceme la tarea porque te cago a piñas en la esquina” –recuerda–. Yo pensaba: “Esto es re jodido”. Me llevé un chasco en el Beltrán. Hasta que un profesor me habló de ORT.
Fue amor a primera vista: ORT –uno de los colegios técnicos más prestigiosos de la ciudad de Buenos Aires– quería a alguien como él y él necesitaba un lugar como ORT. La cuota era imposible para los ingresos que daba el locutorio, pero lo becaron y lo dejaron ingresar antes al taller de robótica. Era otro mundo: los profesores se copaban con lo que hacía Gino, lo invitaban a dar charlas, lo felicitaban por los reconocimientos. La experiencia en el Bernasconi y el Beltrán, de todos modos, le había enseñado a ser más cauto, a quedarse callado aunque ya supiera qué estaba explicando el profesor. Era una forma de no hacerse odiar.
Aunque ya había tenido dos reconocimientos importantes –a los 12 y a los 14 años ganó un premio de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) por dos inventos: un mini robot y un enchufe seguro–, lo que lo hizo saltar de liga fue esa charla TED, que él define como “el quiebre” de su adolescencia. Vino pegada a una propuesta de la Embajada de Estados Unidos, que en 2012 lo invitó a postularse para el National Youth Science Camp, del que participan chicos de todo el mundo. Se presentó y quedó. Era una especie de campamento de verano en Virginia Occidental para protogenios: ahí Gino estuvo a punto de diseccionar un cerebro –no se animó–, tuvo clases con profesores del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) sobre robótica y aprendió los rudimentos básicos de la vida al aire libre. También conoció la impresión 3D. Y, por cómo lo cuenta él, fue como un llamado divino.
La primera impresora 3d la armo en su casa. Usó los planos del modelo Prusa Mendel que encontró online en Rep Rap, un proyecto de código abierto. Gastó unos 1.800 dólares en piezas y artículos de ferretería. Pasó meses calibrándola, haciendo pruebas y pruebas de impresión. Hoy esa primera máquina está en el taller, camuflada entre las impresoras nuevas. Es un artefacto hecho de tubos de metal y pequeñas piezas negras, sin carcasa, que de lejos parece una pequeña máquina de tortura medieval, un objeto pintoresco de ciencia de garage al que Gino le incorporó un filtro que hizo con un paño amarillo de cocina.
–Enseguida empecé a pensar que era necesario que las impresoras fueran más fáciles de conocer y que la gente las pueda armar. Entonces pensé en hacer una mucho más sencillita y armé una que era como un cubo donde se podía imprimir en 3D con resina líquida.
La llamó Spark One.
–Con esa máquina me fui al BarCamp, un evento que se hizo en el Centro Cultural San Martín, y de caradura me anoté para dar una charla de “Impresión 3D para todos”, donde mostré mi máquina. Al final, un tipo me dice delante de todos: “¡Pibe, lo que vos inventaste es una genialidad o una terrible mierda!”. Eso me hizo meterme más, porque para mí no hay mejor aprobación para lo que estás haciendo que ver que alguien reacciona así.
A la salida de esa conferencia conoció a Rodrigo Pérez Weiss –33 años en ese momento, emprendedor y dueño del café 3D Lab, una especie de ciber de la impresión 3D, donde además se vendían las máquinas– que lo invitó a trabajar con él. A los 17 años, mientras terminaba el secundario, Gino pasó del taller de dos por tres de su casa de Pompeya al espacio que Pérez Weiss tenía en Palermo. Las cosas entre ellos no salieron bien, pero antes armaron Darwin Research, un proyecto de innovación basado en la tecnología que los había fascinado a los dos. Algunas cosas, dice ahora, no lo convencían, pero la posibilidad de tener recursos y cierto respaldo lo tentaba.
–El ponía la plata y yo ponía las ideas: empezamos a hacer impresoras 3D con resina, crecimos y la mamá de Felicho se contactó y nos preguntó si se podía hacer la prótesis para su hijo. Empecé a investigar, imprimir, diseñar. Llevó unos seis meses hasta que Feli pudo llevarse su mano.
Feli, Felicho, es Felipe Miranda, el primer chico de Argentina en tener una prótesis elaborada con impresión 3D. Su mamá había recibido un mensaje en Facebook de un tío uruguayo que le hablaba de un hombre estadounidense que había impreso en 3D una mano para su hijo. Googleando se encontró con la página del café de Pérez Weiss y les escribió. Fue el 12 de enero de 2014.
–Nos mandaron una foto sobre una hoja cuadriculada del muñón y una foto sobre una hoja cuadriculada de la mano. De ahí tomamos medidas y tuvimos un primer molde 3D. Pensamos un mecanismo para que se abra y se cierre: hilo, plástico, elástico y así fuimos quemando meses entre diseño e impresión. Hicimos dos equipos: uno de diseño profesional, a cargo de Rodrigo, y otro en el que estaba yo, maqueteando.
La primera mano, dice, era bastante fea y frágil: un pelotazo podía romperle los dedos.
–El otro pibe quería venderlas a dos lucas, quería hacer guita, y ahí ya tuvimos una discusión –asegura Gino.
Finalmente, subieron el diseño de la mano a la página de Darwin Research y un formulario para que las personas pudieran anotarse y contar qué miembro les faltaba. Recibieron consultas para imprimir ojos y huesos del cráneo.
Por esa mano y todavía en sociedad, Gino y Pérez Weiss empezaron a circular por algunos programas. También los entrevistaron en diarios y revistas: eran la pareja perfecta de opuestos complementarios, el pibe de barrio y el emprendedor tatuado de Palermo Valley, un mix de talento argentino que no había que dejar pasar. Si entre ellos había tensión, frente a las cámaras no se notaba, pero por como cuenta la historia en el libro que publicó este año (Las manos que inventan, Paidós) podría decirse que Gino olfateó algo desde el principio. Ahí, a su ex socio lo llama “Walter Pérez” y lo define como “una especie de langa de Palermo, un cheto, un tipo de clase alta que sale a encarar a un flaco de Pompeya –que vendría a ser yo– porque ve una veta”, “alguien pagado de sí mismo, un nuevo Icaro”.
Mientras desfilaban por los medios, la sociedad por dentro se pudría, y terminó de disolverse cuando Darwin Research fue incorporado por la Jefatura de Gabinete de la Nación al programa Argentina 3D, creado en enero de 2015. Gino trabajó un tiempo ahí hasta que, según cuenta él, Pérez Weiss lo citó en un McDonald’s y lo echó.
Consultado por Rolling Stone, Pérez Weiss prefirió no hacer comentarios, pero su versión de los hechos difiere drásticamente de la de Gino.
Unos meses después, Mauricio Macri y Horacio Rodríguez Larreta visitaron a Gino en su casa de Pompeya, un viernes en el medio de la campaña. Era 8 de julio, once días antes de la segunda vuelta de Larreta contra Martín Lousteau. Esa tarde, la casa se llenó de gente: había asesores, camarógrafos y fotógrafos, personal de ceremonial, patovicas. La visita salió en los noticieros y en el portal del PRO. A solas, Larreta le ofreció ir al Centro Metropolitano de Diseño como asesor en electrónica y Gino, otra vez, dijo que sí.
De nuevo en el Estado (esta vez a nivel municipal), Gino se convirtió en asesor en el CMD y en febrero de 2016 mudó su nuevo proyecto, que ya se llamaba Atomic Lab, del entrepiso de su casa a la oficina 14 del CMD. Para ese momento ya había ganado un premio de 60.000 dólares con el proyecto de prótesis 3D en el concurso “Una idea para cambiar la historia”, que organizó History Channel. La oficina estuvo meses sin Internet, se inundó en una tormenta y su sueldo como asesor tardó varios meses en llegar. Frente a ese cuadro y con el cheque de History en el bolsillo, Gino decidió irse también de ahí.
Con la plata del premio montó el taller en Parque Patricios y empezó a imprimir a pedido. Como ya habían hecho en Darwin, publicó el diseño terminado (no el código) en Internet. Ya era conocido en el circuito emprendedor y un favorito del embajador norteamericano Noah Mamet, que en 2015 lo había invitado a mostrar las prótesis 3D en la fiesta del 4 de Julio. El empujón definitivo llegaría el 24 de marzo de 2016, cuando Gino fue a la Usina del Arte para escuchar un discurso de Barack Obama. Con una invitación color verde en la mano, dice que llegó sin saber qué iba a pasar: cuando el presidente de Estados Unidos pronunció su nombre para felicitarlo, tuvieron que codearlo para que se pusiera de pie.
Después de eso, los periodistas volvieron a llamar. Pero ahora sólo lo querían a él.
"El país necesita ingenieros, no lo niego, pero los están usando para cambiar bombitas."
El taller de Atomic Lab es un salón de 200 metros cuadrados en un primer piso al que se accede por una escalera, una mezcla de oficina cool –espacios abiertos, sillones, mesas de trabajo compartidas– con espacio autogestionado –estantes hechos con cajones de verduras pintados de colores y bancos armados con pallets–. Hay un banner azul que dice MANOTON (así se llaman sus maratones de entregas de prótesis) y sobre una pared alguien pegó unas decenas de post-it de colores con agradecimientos de personas que recibieron su mano. Desde el ventanal se ven los galpones de la Avenida Chiclana. Sobre los vidrios que alguien usó como pizarrón quedaron los restos de unas fórmulas borroneadas.
El equipo de Atomic Lab hoy está formado por tres personas además de Gino, que trabajan como voluntarios: Gustavo Pérez (empleado del Ministerio de Producción, organizador de TEDx San Isidro), Alejandro Banzas (ex Microsoft) y Aldano Pelusso (team leader en un equipo de Correo Andreani). Ya entregaron más de 500 manos, y otras 3.000 están en lista de espera. El sistema de Atomic es similar al de la comunidad global de voluntarios e-NABLE, un proyecto que nació con una historia parecida, cuando en 2011 el mecánico en efectos especiales norteamericano Ivan Owen diseñó una mano para un niño sudafricano y publicó el diseño sin patentarlo.
Cada máquina puede tardar 15 horas en imprimir las 16 piezas que lleva una prótesis de mano, o las 21 que requiere un brazo. Esta tarde de junio están apagadas, pero en marcha el pico por donde sale el poliácido láctico caliente (la “tinta” de la impresión 3D) llega a los 200 grados.
–Es como una manga de repostería: el material sale por acá –dice mientras señala el extrusor– y esto se mueve en un eje cartesiano.
Las impresoras son todas distintas: hay una verde, una roja, otra negra sobre una mesa armada con tablas de madera y ladrillos huecos. Unos doce cubos de acrílico grandes como cajas de mudanza, huecos, con el sistema a la vista: unos tubos de acero, una placa de vidrio a la que se rocía con fijador de pelo para que el objeto impreso no se mueva. Gino las compró con la plata del concurso de History Channel.
–Guita hoy entra por concursos, por charlas o consultorías que hago yo o por iniciativas de empresas –afirma mientras saca un delantal de una cadena de hamburgueserías que dice: “Soy un embajador atómico”. Por estos días, la ciudad está empapelada de afiches que muestran una mano de Atomic Lab agarrando una hamburguesa quíntuple, por una promoción a beneficio–. Pero la idea es no estar dependiendo de lo que las empresas nos puedan dar. Eso es algo que todavía estamos solucionando.
Tiene varias ideas: una es que sea posible suscribirse a Atomic Lab y que las prótesis sigan siendo gratuitas pero sólo puedan pedirse cada seis meses. La otra opción es desarrollar proyectos comerciales que generen plata y banquen las prótesis. Hoy trabajan en tres proyectos además del de “las manos”: una aplicación para ciegos que traducirá a voz una foto (por ejemplo, para diferenciar una manzana verde de una roja), un dedal para traducir texto plano a braille, y una impresora 3D de bajo costo.
–Está la preocupación de la plata y la preocupación de qué va a pasar en los próximos dos, tres, diez años. Si me aumenta el alquiler a 30 lucas o no genero plata, chau, me tengo que ir. Un pibe de 20 años hoy está en la facultad, o tomando una birra el fin de semana. Y esos pibes después de cinco años estudiando en la facultad van a saber poner un componente y los van a contratar de una empresa mientras yo soy el chango que está acá tratando de ayudar gente.
–Pero vos podrías elegir ese camino.
–Sí, pero no me convence. Nunca me convenció de por sí la educación. Para mí es como armar fábricas y pibes que copypasteen algo que ya está y van a ser mano de obra. El país necesita ingenieros, eso no lo niego, pero a esos ingenieros los están usando para cambiar bombitas.
–Entonces, ¿por qué vas a la universidad?
–Primero porque necesito algo para distraerme, algo que sea rutinario y común. Si no estoy con algo que sea repetitivo, donde puedo poner mi cabeza y salir de la rutina de ir de acá para allá, de hacer notas, la cabeza me haría ¡pum! y saldrían gusanitos. Por eso voy a la facultad, para distraerme un poco y algún día ser ingeniero, tener más herramientas.
–¿Aprendés algo?
–Aprendo a que se me vaya la creatividad.
–¿Por qué?
–Mucho de lo que les enseñan a los chicos es a copiar cosas que ya están en un manual. Si yo quisiera hacer esto (agarra una prótesis de brazo rosa y violeta), tendría que estudiar cuatro años de biotecnología, dos años y pico de diseño, un año de mecánica. Se te fueron un montón de años, te hacés viejo y nunca lo pudiste llegar a hacer. Ese es mi tema con la educación. En el Bernasconi, en la UTN los docentes estudiaron Ingeniería para hacer cosas como ésta, y viene un pendejo de 20 años que lo hace, que se sienta en su aula a boludear con el teléfono, y eso les revienta.
A las doce de la noche del ultimo viernes de junio, Gino está solo en el taller de Atomic Lab, transmitiendo en vivo a través de Instagram. Es un ritual que repite varias veces por semana. Esta vez, juega con un mini Atari, responde preguntas sobre impresión 3D, desglosa el costo de producción de un spinner –menos de 100 pesos, dice–, les da consejos a otros inventores, pide que le manden helado. Su teléfono hace foco en su cara de joven adulto: la barba castaña, las cejas tupidas y un pequeño espacio entre las paletas.
No tiene novia, dice, porque no tiene tiempo ni margen para el error. Quizás porque demasiadas cosas dependen de él, de la marca en la que se convirtió su nombre.
Cuando recibió la llamada de la producción del programa de Mirtha Legrand, Gino recorría con su mamá la cárcel de Alcatraz, en San Francisco. En la mesa del 27 de mayo estaban el periodista Hugo Alconada Mon, el gobernador de Salta Juan Manuel Urtubey, la vicepresidenta Gabriela Michetti y él. Llevaba el mismo traje que, el año pasado, el asesor de imagen Fabián Medina Flores le había dado para la foto de los Personajes del Año de la revista Caras.
Cuando fue su turno de hablar, Gino explicó de qué se trata la técnica de impresión 3D y le mostró a la conductora cómo funciona una prótesis. Michetti lo interrumpió para hablar de la Ley de Emprendedores que se sancionó en abril, y Gino le respondió que los emprendedores argentinos necesitan más formas de acceder al capital. Cuando Legrand leyó, desde una tarjeta de producción, que “es asesor de tecnología en el Centro Metropolitano de Diseño” de la ciudad, la corrigió. “Era”, dijo, con la vicepresidenta sentada a su lado. Unos minutos después, contó las razones de su salida del CMD.
Como cuando lo nombró Obama, después del programa el teléfono sonó todo el día: Gino se queja un poco de que a veces lo llaman muy temprano a la mañana, que alguien difundió su número y ahora lo tiene todo el mundo. Dice que a él le gusta más hacer que salir en los diarios y que a veces se siente un viejo en un cuerpo joven.
–¿Qué pibe de 21 años conocés que tenga un taller, 5.000 voluntarios...? –pregunta–. Lo que le dije a Michetti fue cortito y al pie e igual se enojaron varios. Dijeron que yo estaba diciendo cualquiera y la verdad es que yo dije lo que pasó, no mentí, no miento, soy lo más apolítico del mundo. Ahora cada dos por tres me dicen en la calle “qué bien lo que hiciste con Michetti”, entonces mucho no puedo derrapar ni delirar.
El libro que publicó a principios de este año es una suerte de autobiografía precoz y manual para jóvenes inventores en el que habla de sus primeros inventos, critica el sistema de patentes y subraya las coordenadas de su pequeño relato épico: el del chico de barrio, inquieto y decidido, que a los 16 años armó su primera impresora 3D y sólo quiere ayudar a la gente.
–En el libro me di el gusto de divagar un poco.
Por un rato, las manos dejaron el teléfono y ahora hacen girar un spinner celeste. Gino se refiere a los inventos que describe con bastante detalle y todavía tiene pendientes o a medio hacer: una remera que prevenga infartos, unas zapatillas que produzcan y almacenen energía al caminar, entre otras cosas. Piensa que algunos de sus inventos pueden servir para combatir la pobreza.
–¿No te preocupa que si contás tus proyectos otra persona los desarrolle?
–¿Vos decís que me los pueden chorear? Mmm...
Gino duda un momento.
–Y si lo hacen, ¿qué problema hay?
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