Los locos de siempre
"Locos de verano", de Gregorio de Laferrére, en versión de Jacobo Langsner. Intérpretes: Mario Alarcón, Valentina Bassi, Silvina Bosco, Norberto Díaz, María Rosa Fugazot, Patricia Kraly, Julio López, Onofre Lovero, Carlos Moreno, Jean-Pierre Noher, Boris Rubaja, Juan Manuel Tenuta, Rita Terranova, Mauro Alchuler, Mara Bestelli, Marcelo Bucossi, Hugo Dezillio, David Di Nápoli, María Figueras, Roberto Fiore, Bernardo Forteza, Joaquín Furriel, Fabiana García Lago, Enrique Latorre, David Llewellyn, León Dogodny, Pedro Gutiérrez, Guillermo Hermida y Shoshana Polanco. Escenografía: Rafael Reyeros. Vestuario: Renata Schussheim. Música: Marcelo Moguilevsky. Iluminación: Roberto Traferri. Dirección: Daniel Marcove. En el Presidente Alvear. Nuestra opinión: bueno.
No hay calificación que le venga mejor a los personajes de Laferrére que la de "pinturitas": más allá de las características de la comedia, en realidad un vodevil, los "Locos de verano" son una reproducción, caricaturizada, de algunos arquetipos de la época.
Estamos ubicados en 1905, en el seno de la familia Gómez, que si hubiera sido retratada por Florencio Sánchez habría tenido un desenlace fatal. Pero con la pluma del gran comediógrafo, la decadencia económica, moral y social de este grupo familiar sirve para ridiculizar a ciertos personajes que hacen de la apariencia un valor absoluto.
La mirada crítica del autor es transparente. No pretende ocultar nada. Por el contrario, exacerba algunos rasgos de cada personalidad para alcanzar un punto humorístico saludable: la coleccionista de postales, la que persigue la figuración social, la dama de beneficencia, el especialista en hacer mandados, el dramaturgo que extrae de cada fracaso el incentivo para seguir produciendo, el que vive de las mujeres adineradas, el jugador, entre otros.
El patriarca de esta familia, don Ramón, se considera militante político por el simple hecho de asistir, como oyente, a las sesiones parlamentarias. Es la única actividad que lo mantiene ocupado. Con este ejemplo, los hijos tampoco se muestran muy amantes del trabajo, con excepción de Enrique, el referente objetivo, que observa esta situación sin comprenderla, y de Elvira, que asume su miseria con dignidad. El resto, por el contrario, vive del oportunismo.
Cada cual tiene su hobby, banal, superficial, mientras la pobreza los va corriendo del perímetro social encumbrado. Aparentemente, no les importa o no se dan cuenta de la decadencia. De cualquier forma, no es lo importante para el autor. Más que seres, son retratos, que alcanzan un valor universal al aparecer cercanos a otras pinturitas de la realidad de estos tiempos. Casi una constante de la idiosincrasia argentina.
Escrito ayer
Si bien ha transcurrido casi un siglo desde su estreno, el texto con la versión de Jacobo Langsner se siente revigorizado y remozado con aires nuevos. Es un espectáculo que se puede disfrutar por los diálogos, por las instancias históricas que se vienen repitiendo y porque permite reírnos de aquello en lo que nos reconocemos como sociedad.
En esta aireación mucho tienen que ver la escenografía de Rafael Reyeros y el vestuario de Renata Schussheim, quien además subraya la caricatura con un maquillaje acentuado.
Abrir el amplio espacio del escenario del Alvear y coronarlo con doce puertas dobles transparentes y una giratoria de iguales características resulta un notable acierto cuando se trata de responder a las exigencias de un vodevil. Además, utiliza una salida al pie del escenario para insinuar una segunda planta de la casa.
Por eso, no queda clara la intención del director, que sin llegar a explotar el uso de esas puertas utiliza, en cambio, los palcos laterales y los pasillos de la platea para la aparición de algunos personajes. Si sobre el escenario se logra componer un clima interesante, el recurso de estas salidas resuena como una iniciativa gratuita, forzada, sin justificativo, y que sólo logra dispersar la atención del público.
El vestuario, por su parte, aporta el color, muy logrado en la mayoría de los casos por los tonos claros y suaves, pero en otros demasiado estridentes y contrastantes, como los trajes de los dramaturgos, por ejemplo.
Lo determinante recae en el elenco, de 29 actores, que acierta en las composiciones y resulta homogéneo en la calidad de las interpretaciones, teniendo, por supuesto, más lucimiento los papeles de mayor protagonismo.
Si bien en el primer acto el ritmo está cuidadosamente aceitado, en el segundo se perciben algunas acciones morosas y reiteradas que detienen el crecimiento. Afortunadamente, ese ritmo vuelve a retomarse en la última parte.
Por los plausibles resultados que se pueden apreciar sobre el escenario, queda confirmado que son los teatros oficiales los responsables de poner al alcance de todos el pensamiento de nuestros grandes clásicos. Es una forma de entrar en contacto con el pasado histórico. Y por esto mismo, más que una responsabilidad es un deber.
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