Los dorados años de Esmeralda
Esmeralda Agoglia repasa su historia sobre el escenario y, con ella, la del teatro
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Esmeralda Agoglia cumplirá los 85 en agosto. Dice que está vieja; que su memoria juega un poco a las escondidas en momentos como éste, cuando quisiera barajar con más dinamismo los recuerdos de tantos años. Pero enfrente de la cámara de fotos, despliega una sonrisa y un movimiento de brazos de esos que hace rato no practica, y rejuvenece.
La exbailarina, primera figura, directora del Ballet Estable, maestra y repositora del Colón -¡ella sí que las hizo todas!- ingresó en el cuerpo de baile en 1942 y hasta hoy habla del teatro como de su casa: con sabiduría y cuidado respeto, lo que no le impide enojarse con la situación actual del edificio. “Para mí fue un regalo de Dios entrar al Colón: allí fui feliz -se confiesa-. Espero que la gente que tiene que ponerlo en condiciones pueda hacerlo. Aunque no creo que vuelva la época de oro y eso es lo que me tiene destruida, porque veo que a nadie le importa.”
-¿Cuál fue esa época de oro?
-Cuando se respetaba al arte. Estuvimos al lado de las grandes figuras del ballet y de la ópera, porque cuando yo entré estaba Margarita Wallman a cargo del cuerpo de baile y ella te ponía una flor o un jarrón en la mano y te sacaba al escenario con tal de que estuvieras ahí y adquirieras una conducta. Así que podíamos aguantarnos las cuatro horas de una ópera sosteniendo un almohadón, pero a metros de Maria Callas.
-¿Y cuándo diría usted que empezaron a perderse esos valores?
-A partir de los años 70, de manera muy paulatina. Cuando empezó el gremio esto cambió. La clase pasó a ser voluntaria y los horarios, fijos y corridos. Claro que al principio, como estábamos enseñados de esa manera, nadie faltaba a la clase salvo que estuviera enfermo. El Colón no es zoncera. Uno se quiere morir cuando se abre el telón. Te agarra una cosa en el corazón, que... ¡Dios mío!
Esmeralda se emociona y vuelve a renegar cuando no recuerda con precisión qué fue lo primero que bailó ni cuándo se jubiló. En cambio, sabe que fue el maestro Borowski el que le dio un lugar en la barra de la rotonda de ballet el día que llegó. Y también relata perfectamente cómo el señor Atilio Muzio, inspector de escenario, echaba mano a su linternita para ver que nadie hiciera bochinche durante la función. “Varios años después, cuando dirigía la escuela, tuvimos que participar con los chiquitos de La flauta mágica . Estábamos allí, un domingo de función, en la entrada del escenario, y yo les decía: «¡Shh, acá no se habla, esperen en silencio!», cuando de repente se oyó desde un pasillo «Goooooool». ¿Podés creer que había unos tipos escuchando el partido en el cuartito de los trastos?”, dice, todavía con vergüenza ajena.
Ser fantástico
Primera bailarina desde 1950, la siguiente década fue esplendorosa para Agoglia. Se puso el traje de todos los seres fantásticos que el ballet atesora y también hizo Fedra, Hamlet y el Cisne Negro con especial reconocimiento. “Tuve la suerte de que los coreógrafos que venían me ponían, y esa era mi felicidad. «Sienta la música», decían entonces, no «Levante más alta la pierna o haga más piruetas». Cuando [Anthony] Tudor montó Columna de fuego me pidió que con mi forma de caminar le contara a la gente el argumento”, apunta sobre la importancia expresiva.
Durante su estadía en el Ballet Estable, Agoglia se enamoró del bailarín Angel Eleta. "Me casé con él y el loco se mandó a mudar". Pero antes de que se fuera tuvieron una hija, Esmeralda, que aunque "tenía condiciones" no se dedicó a la danza. "Un día me la pidieron de la peluquería del teatro porque necesitaban ayudantes y ahí se quedó Nenina..."
-¿Hasta cuándo bailó?
-¡Qué se yo, me la pasé bailando para enseñarles a los demás! Los grandes coreógrafos, como Balanchine, venían acá a poner sus obras al Colón y yo, que por las tardes dirigía el Ballet del Teatro Argentino, iba allá y hacíamos las mismas obras con los chicos de La Plata. No estaba entonces ese tema de los derechos... No sé hasta cuándo bailé, pero lo último fue La Sylphide. Vino Pierre Lacotte y me dijo: “Usted va a ser la Magda”. Yo ya estaba retirada y me hizo salir igual.
Ahí está Esmeralda Agoglia, la figura estilizada que gastaba el repertorio, la maestra exigente que sacudía las llaves del camarín como una castañuela en su mano cuando no tenía un buen día. Acá está ella haciendo memoria, emocionándose con los cien años de un teatro que quiere ver abierto, en forma y lleno de artistas. Como en los dorados años de los que fue protagonista y testigo.
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