Antes de grabar nuevo disco y debutar en el Luna Park, el grupo de cumbia santafesina cuenta cómo se convirtió en la mejor banda de sonido a través de Los Redondos, Soda y Marley
"¡Eh, fantasma! Llamame cuando esté disponible, loco...y que la sigan chupando". Desde su contestador, Juan Carlos Mascheroni te dice que sigas participando, que no tiene pensado atenderte. Puede estar con sus nietos, jugando con sus perros, timbeando por ahí o vaya a saber uno haciendo qué. A Banana, como lo conocen desde la época en la que era oficial de la Policía Federal en Santo Tomé (un aglomerado urbano en los suburbios de Santa Fe capital) el éxito parece haberlo enfrascado en un imperturbable hermetismo. Aunque haga casi 30 shows por fin de semana y reparta multitudes de fotos y autógrafos entre fanáticos sin nombre ni cara, no se lo ve muy dispuesto a negociar su intimidad. "Todo esto me asusta. Soy un tipo pensante y frío y trato de que ciertas cosas no me superen. Como las pibas que se arriman... aunque alguna cagadita me he mandado, pero ella siempre me bancó", dice Mascheroni, que lleva 30 de sus 51 años casado con Norma.
Falta poco para que termine el show en el Teatro Colonial de Avellaneda, una de las pocas salas en la que los artistas de la movida tropical pueden abstraerse de la loca vorágine que los lleva a hacer hasta diez shows en una noche para ofrecer un show relativamente largo y distendido. La garganta de Banana está a punto de estallar en mil pedazos, factura de los 21 conciertos que Los del Fuego acababan de dar el fin de semana pasado en el norte argentino. Algunos vicios y un cero en cuidados atentan contra la herramienta fundamental de un obrero del canto que, encima, detesta el playback. Desde un costado del escenario, el manager lleva su dedo índice de un lado a otro de su cuello con desesperación. "¡Terminá de una vez!", le implora, para poder irse de allí y continuar con una noche a la que aún le restan compromisos asumidos en Quilmes, Lomas de Zamora y Florencio Varela . "¡Este cambió el auto y ahora quiere que hagamos 40 shows por noche!", lo verduguea Banana en público, después de invitar a Moreira Goncalvez de Los Pericos a hacer una versión de "Pupilas lejanas" y gastarlo con que "se trajo el bajo del Pol Macarnei". Entre medio de las butacas, dos mil fanáticos improvisan fintas de bailanta mientras flamean trapos que barren la zona sur del conurbano desde Dock Sud hasta Berazategui.
A fines de los 70, cuando el rock nacional aún no se reconocía bajo esa etiqueta y su crédito se ceñía a unos contados talentos metropolitanos, bajaba desde Santa Fe una propuesta extraña y nunca vista de la mano del guitarrista Juan Carlos Denis, quien tuvo la insolencia de despojar a la cumbia santafesina de acordeones, vientos y formaciones multitudinarias (tal como lo sugería la inexorable influencia del Cuarteto Imperial colombiano) para depositar la atención compositiva y orquestal en seis cuerdas y una alineación austera que jamás superaba los cuatro miembros. Los del Bohío tuvieron una respetada reputación en el sur del GBA, donde el proletariado obrero se dejó cautivar prontamente por ese sonido salvaje tan diferente a la cumbia de acordeón divulgada por Los Palmeras y popularizada años después por Leo Mattioli, primero junto al Grupo Trinidad y finalmente como solista.
Banana tuvo un breve paso por la banda de Denis, en la que dejó dos discos y se llevó a cambio un fuerte influjo para su propio proyecto, inaugurado en 1985 a través del disco Hay que luchar para seguir que instaló a partir de ese entonces el compromiso semántico de títulos autorreferenciales como "Ahora, coraje", "Todavía estoy vivo" o "Pico y pala", convertido este último en un grito de guerra que no guarda vínculo alguno ni con la falopa ni con la albañilería sino con una anécdota de alcoba protagonizaba por un allegado fallecido que resulta francamente irreproducible. "La influencia de Juan Carlos Denis era inevitable. El uso de la guitarra se mezclaba con el rock y, a los que nos gustaba cantar tratábamos de armar conjuntos similares de cuatro músicos con guitarra, bajo, timbaleta y voz, quien a su vez tocaba el güiro, un instrumento que muchos no tienen en cuenta pero que es fundamental para nuestro estilo porque es el que va llevando el ritmo", explica Mascheroni.
Durante largos años, la fórmula de Los del Fuego era la misma que la de todos sus otros colegas de género: un puñado de composiciones propias combinadas con versiones de música popular argentina (desde "Sobreviviendo" hasta "Naranjo en flor") según la lectura de las guitarras y el síncope santafesino. La explosión del grupo, sin embargo, se produjo cuando éstos se animaron a exceder los límites de su propio estilo. Estamos hablando del 2009 y el disco 25 años… y que la sigan chupando, puntapié que llevó a diferenciarse de Los Lamas, Yuri y Los Girasoles o Los del Maranaho a través de una extraña combinación de stándares del rock argentino ("Un poco de amor francés", "Persiana americana", "Sencillamente") con dudosos éxitos de Makano, Chayanne o Reik que alcanzaron notable sobrevida gracias a la aguardentosa voz de Banana y la mano del bajista Oscar Cáceres (compositor de "Jurabas tú", éxito de propia cosecha llevado a himno de cancha) y el guitarrista Gustavo Torres, principales idearios de arreglos y versiones que luego subieron la apuesta con U2, Bob Marley, Roxette, Heart, The Foreigner y libres versiones en castellano-romántico-santafesino reconvertidas en manifiestos de amor, derrota, lamento y poesía agridulce.
"Hasta ese momento, era pichulearla haciendo hacer un par de bailes y ganando una luca por semana a guita de hoy", explica Alejandro Estigarribia, histórico sonidista de la escena santafesina y manager de Los del Fuego desde que en 2004 se animó a juntar entre amigos los 1400 pesos que demandaba la edición del disco "20 años no es nada" que las compañías top del palo como Magenta o Leader Music habían despreciado editar. "Igual, el disco sigue sin ser negocio", reconoce Estigarribia, quién encontró en las debilidades del mercado discográfico una fortaleza para seguir traccionándole seguidores a la banda: "Yo mismo voy a los ‘trucheros’ y les entrego el disco original con el arte de tapa para que ellos hagan las copias, porque eso le llega a toda la gente y nos sirve para seguir haciendo bailes, que es donde está la verdadera ganancia de un grupo como el nuestro. A veces, incluso, les doy cosas inéditas para que las tiren a la cancha y testear como pega entre la gente".
Por supuesto, es inconcebible el éxito en la música tropical argentina sin Pasión de Sábado, ese megamonstruo capaz de instalar un producto en millares de oídos urgentes y cuerpos calientes. "Es una gran vidriera para el interior y nosotros nos metimos cuando nos alcanzó la plata para pagar las horas que te cobran por tocar ahí. De otra forma, tenés que dejarles el 25 por ciento de tu ganancia bruta, algo que aceptan casi todos los artistas", explica el manager, quién zanja la diferencia con el resto de la manada: "Nosotros hacemos nuestros shows y nuestros discos, no tenemos ni queremos consultar nada con nadie y Banana siempre labura con perfil bajo. Por eso siempre nos dicen que somos Los Redondos de la cumbia. Casi todos los músicos de la movida están en la lona porque se la juegan, se la toman, tienen muchos hijos o porque los acuestan". Por supuesto, las tentaciones siempre llaman a la puerta, a veces con beneficios para todas las partes. "Hay muy buena onda con La Cámpora. Tocamos en algunos eventos de ellos, le alquilamos sonido al Cuervo Larroque y nos dijeron que Máximo Kirchner tenía a Los del Fuego de ringtone en el celular", cuenta Alejandro.
Las referencias rockeras no son casuales en el código genético del grupo. Chiche Esperguín (a cargo de las tumbadores) señala a Pink Floyd como su grupo favorito y el violero Gus Torres lidera en sus ratos libres a Saion, banda que rinde culto a Steve Vai y Joe Satriani. Además, cosecharon reverencias y fanatismos entre la tropa local, entre la que se destaca la de Andrés Ciro Martínez y Javier Calamaro. Esa impronta le trajo grandes dividendos a Los del Fuego, aún al costo de alejarse de los cánones más tradicionalistas de la cumbia santafesina de guitarra. "Tal vez se ensucie un poco el estilo, pero la verdad es que no son los fanáticos de ese viejo sonido los que van a los bailes y pagan la entrada, sino los pibes a los que estas versiones les entraron mucho", defiende Estigarribia, quien colabora con las traducciones de los temas en inglés en versiones que los músicos convierten en quirúrgicas de tan precisas. En ese aspecto, Fuego comparte una característica crucial con el reggae y el jazz: diestramente ejecutada, su música da lecciones acerca de beat, groove, pulso y cadencia. El baile, además, constituye un efecto legitimador de todo aquello. Los cuerpos no se mueven porque sí, sino porque cumplen un rol interpelador en ese mercadeo de sonidos, intereses y sensaciones que van y vienen de un lado a otro del escenario o del parlante que convoca sus canciones con fines lúdicos y existenciales (¿a qué venimos a este mundo si no es para aceptar el juego de conmovernos con estímulos que nos provocan?).
Todavía recuerdan aquel carnaval en Varela donde los de seguridad se hicieron los sotas y una horda embravecida casi convierte el auto que trasladaba a la banda en un cúmulo de lata presta para desguace, o la vez que Banana tuvo que salir corriendo del Alto Avellaneda ante la persecución de decenas de fanáticos. Distanciado de esas experiencias, el cantante lo cataliza positivamente: "Fue un regalo de Dios y de la vida haberme dado esto a mi edad. Hacía 30 años que venía a Buenos Aires, viajando todos los fines de semana en micro con mi bolsito para hacer bailes. Una vuelta, corté durante dos años porque no pasaba nada, hasta que en 1999 rearmé la banda con músicos de Buenos Aires. Jamás imaginé que podría pasar esto", refleja, conmovido, mientras su agenda señala un disco inminente, el Luna Park en diciembre y miles de bailes aquí, allá y en todas partes.
Por Juan Ignacio Provéndola
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