Bailan con tijeras, caminan en el fuego y se entierran espinas. Unos dicen que los herederos de esta milenanaria tradición Inca tienen pactos con el diablo, pero ellos guardan el secreto de su inmortalidad.
Y el hombre, el maestro, el danza’q, sacude la tijera en sus dedos enguantados, despertando las voces del arpa y el violín; entonces se acelera el corazón de los comuneros andinos, se llena de trajín la calle principal del pueblo hecho de adobe y la plaza de belleza austera se viste de soledad. Queda abandonada.
Y el maestro se contagia del arrebatador bramido del acero y del chirrear de las cuerdas; entonces baila con pasión, con ímpetu, quizás hasta con furia durante horas, días, tal vez una semana entera, riéndose del cansancio con sus elásticas evoluciones, burlándose del dolor y del miedo en sus pruebas de valor.
Y el danza’q salta, gira, encorajina al polvo y juega con la gravedad como si una extraña fuerza interior lo tutelara en la ejecución de esos pasos acrobáticamente enrevesados; entonces, los comuneros gritan su nombre, lo ovacionan, le piden pruebas. Jamás lo aplauden. Esa es la costumbre. Así lo ordena la tradición.
Atipanakuy en la sierra sur del Perú. Duelo de danzantes en las alturas andinas, sin padrinos ni armas de fuego, sólo con tijeras sin filo, que sirven para marcar el ritmo del baile, convocan a los dioses prehispánicos y, según las malas lenguas, también le rinden culto al demonio malvado y tentador, pero nunca al Dios intruso que vino en las carabelas españolas.
Duelo en Ayacucho, Huancavelica o en Apurímac, también en el sur de Arequipa. Atipanakuy en pueblos remotos y olvidados, en comunidades empobrecidas y extraviadas en el mapa, que sólo se sacuden de su sempiterna tristeza cuando aquellos ¿elegidos de los apus?, ¿ahijados del maligno?, bailan en sus calles de tierra, en sus pistas sin asfalto.
Atipanakuy o duelo con hombres que se clavan espinas en el rostro, en la espalda, en la lengua y meriendan con batracios y culebras vivas. Duelo de danzantes que se crucifican sin ser mesías y después van a la iglesia. No se persignan. Suben a la torre. La pisotean. Se cobran la revancha con el Dios católico que durante más de 500 años ha querido aniquilar a taita inti, a mamapacha, también a los apus y wamanis.
Y el hombre, que es maestro, también danza’q, desciende por una cuerda desde lo más alto del campanario. Sus tijeras no paran de sonar mientras hace malabares y quiebres. Sus piernas son ganchos que se prenden de la soga y baja sin prisa y parece que se cae y todos se asustan, pero él continúa y lo logra y está a salvo. Lo levantan en hombros. Es un héroe.
Un aura de misterio envuelve a la danza de tijeras desde hace siglos. Sus sombríos orígenes, su extraña ritualidad, el significado oculto de los pasos y tonadas que realizan sus inspirados ejecutores, generan asombro, levantan sospechas, hacen germinar acusaciones de oscuros pactos y contratos subrepticios con las achicharrantes fuerzas infernales.
Dígame, ¿hay o no hay pacto con el diablo?, preguntas en una pampa de aire exiguo; ¿usted hizo contrato con él?, interrogas en una sala modesta de una casa modesta de San Miguel, un distrito de clase media de la capital peruana; ¿a quiénes le rinden culto?, cuestionas en una oficina del corazón comercial y financiero de Lima. No hay dudas, la danza está en todas partes.
Y Lucifer, un danzante flaco, alto y desgarbado, oriundo de Huancavelica, prefiere callar, guardar el misterio, refugiarse en el mutismo; pero uno de sus músicos habla por él y asegura que eso ocurría antes, no ahora, y que era fácil reconocerlos, porque los "pactados" podían flotar, caminar en el aire. Hacían cosas increíbles.
Repites la pregunta. Vuelve a responder con una sonrisa a labio completo, luego se excusa, se marcha, "tengo que bailar", dice, y se va con el arpa y el violín. No flota, aunque hace pasos increíbles, movimientos que en cualquier simple mortal ocasionarían luxaciones o fracturas. ¿Tendrá pacto?, la interrogante, hecha hace algunos años, sigue flotando en la inmensidad de pampa Galeras, Ayacucho.
"No, yo nunca hice contrato con el diablo. Más antiguo es que había eso, ahora ya no se hace, se ha perdido, pero la idea queda", dice don Máximo Damián Huamaní, un maestro del violín nacido el 20 de diciembre de 1940 en la comunidad de San Diego de Ishwa [Ayacucho], un eximio conocedor de la danza de las tijeras, un hombre cuya lengua materna es el quechua.
Damián, famoso por la conmovedora calidez de su música y por su estrecha amistad con el fallecido escritor peruano José María Arguedas, asevera que "el danzante diablo lleva atrás una cola. Ellos no pueden comer en la mesa ni ir a la iglesia. No pueden estar en la gracia de Dios y bailan en la semana santa, cuando Jesús ha muerto. Ahí están felices".
Cuando un danza’q o los músicos querían hacer "contrato" con satanás, buscaban a un "señor que sabía llamarlo con rezo nomás", este los llevaba a un cerro para realizar una ceremonia o pago en el que ofrendaba cuyes, cigarros, papas y otras cosas. El maligno salía y conocía a los interesados en pactar con él.
"Quieren hacer un «contrato», ser los mejores durante 30 años, hablaba el señor, y eso era todo". Después de la ceremonia el "ahijado" bailaba con inusual inspiración y los músicos enhebraban como poseídos sus notas. "Siempre ganaban, subían torre, hasta torre hacían andar", evoca los decires de los antiguos don Máximo, cuyo padre también era violinista.
"¿Pacto con el diablo?, no, jamás, eso es mentira", responde, explica, parece molestarse Qori Sisicha [hormiguita de oro, en español], un danzante de 43 años oriundo de la comunidad de San Antonio, en la región Ayacucho. Grueso, bajo y de gesto circunspecto, agrega: "a nosotros nos han satanizado los sacerdotes, los curas. Ellos han inventado eso".
Danza vituperada y sospechosa. Danza que habría tenido su origen en el taqui ongoy [enfermedad de la danza], un movimiento indígena surgido en el siglo XVI, que buscaba la vuelta al pasado a través del culto a las huacas prehispánicas [divinidades], las cuales vencerían al Dios español, permitiendo el retorno y la reivindicación de la cultura andina.
La cercanía entre la danza de tijeras con los rituales de invocación a las antiguas divinidades ocasionó que esta representación artística fuera prohibida en varias comunidades andinas hasta los primeros años del siglo XX, porque según el concepto de las autoridades civiles, ésta tenía relación con los cultos diabólicos, tal como lo señala el antropólogo ayacuchano, Rodrigo Montoya.
Con el transcurrir del tiempo, los pasos inverosímiles y el aura de misticismo de los danza’q fue ganando espacio. El baile, una forma de resistencia del mundo andino ante la imposición religiosa de los españoles, se convirtió durante el gobierno dictatorial del general nacionalista Juan Velasco Alvarado [1968-1974], en una de las manifestaciones artísticas más apreciadas del país.
Sin embargo, "hasta ahora hay curas que les dicen a los comuneros que tenemos pacto con el diablo. Ellos quieren que nos odien, como si fuéramos demonios. Sólo buscan opacar nuestra cultura, matarla de a pocos", se queja con tono de amargura Qori Sisicha, quien asegura que la tierra, el sol y las montañas tienen vida y hay que venerarlos.
En su opinión, lo del pacto es una confusión. "Lo que hay es un entendimiento entre la naturaleza y el hombre. Cuando nos entregamos a un apu [montaña sagrada] no lo hacemos para ser el mejor, sino con la intención de pedirle permiso y obtener su protección. Además, cada uno de nuestros pasos y movimientos están dirigidos a los dioses antiguos".
Pero las tijeras siguen sonando y cada vez lo hacen con más fuerza. No sólo en las placitas polvorientas de las comunidades de la sierra o en las asociaciones de provincianos en Lima, la capital "invadida" por emigrantes andinos a mediados del siglo pasado; sino, también, en varias ciudades de Europa y Asia, donde las mágicas evoluciones de los descendientes de los incas causan asombro, abarrotan teatros.
ntregarse al apu. entregar las tijeras para que reciban la bendición de la montaña y el viento. Sólo quienes lo hacen pueden ser llamados danza’q [en Ayacucho], sajra [en Huancavelica], gala [en Apurímac] o villano [en el sur de Arequipa]. Sólo así uno deja de ser un danzante crudo, un ejecutor incompleto que jamás bailará en las fiestas costumbristas.
"¿Usted lo hizo?"... y Rómulo Huamaní Janampa, el chico que jugaba a ser bailarín cuando llevaba a sus ovejas a pastar, el jovencito que vivió un año entero con la Pita de Oro, el hombre alto que fuera su maestro, ese comunero fornido que lo trató como a un hijo y le enseñó las 144 tonadas y los 300 pasos de la danza, además de la ritualidad del mundo andino, está listo para entregarse a un apu.
Rómulo tiene 14 años y al lado de su maestro se dirige a la montaña protectora de su pueblo. Febrero corre en el calendario. Es un mes de lluvia, de cultivos vigorosos, de verdor en el campo, es la fecha ideal para el "entrego", el momento que tanto esperaba. Al fin sería un danza’q.
Al llegar a la zona elegida, realizan un pago a la tierra, le piden permiso a los wamanis [espíritus de los cerros], e ingresan a una cueva oscura y tenebrosa. Allí permanecerán durante tres días sin probar bocado. La meditación alimentará su alma y su cuerpo.
Ya en el interior, cuelgan en una soga de maguey la tijera del futuro danzante [dos hojas sueltas de metal que el bailarín engarza en su mano derecha]. Ahí recibirán la bendición de la naturaleza y sonarán mejor y estarán listas para acompañar por años al aprendiz convertido en danza’q, al joven llamado Rómulo Huamaní que, a partir de ese momento, será conocido en las alturas andinas como Qori Sisicha.
"Cada año tengo que ir a mi pueblo para realizar el «entrego», sólo así puedo seguir en esto", confiesa la hormiguita de oro, quien se enorgullece de haber derrotado a Lucifer en su propia comunidad, Rantay, y que aún no entiende cómo ese viejo maestro ayacuchano logró meterse por uno de los huecos del arpa y, en cuestión de segundos, salir por el otro, como si nada hubiera pasado.
"Tenía 60 o 65 años y parecía una culebra. Nunca quiso contarme cómo lo hizo y lo comprendí, porque los que conocemos el mundo oculto no soltamos nuestros secretos así nomás", concluye y, al oírlo, recuerdo, una vez más la sonrisa gigantesca y bondadosa de Lucifer, cuando aquella tarde en pampa Galeras, se negó a revelarme su truco para tragar animales vivos.
Tampoco el Misti se animó a contarme cómo hizo para seguir bailando después de caer estrepitosamente desde la torre de Andamarca… y viste su espalda golpear el cemento, escuchaste el alarido agonizante de su tijera; luego, con un grito hiciste reaccionar a su capataz [tiene la misión de cuidarlo y protegerlo durante toda la fiesta], quien parecía no creer lo que estaba observando.
Un danza’q vencido, quizás hasta humillado, pero no hay tiempo para las lamentaciones, lo único que queda es seguir a pesar del dolor, porque al pueblo no se le puede defraudar… de pronto, el Misti se convierte en ave Fénix y renace de sus cenizas y la tijera vuelve a la vida en su mano llena de raspones. Renace la alegría, la fiesta, se acaba el susto. El dolor va por dentro. Sólo él lo siente.
Desde entonces no he vuelto a encontrarme con Misti. El año pasado, cuando retorné a la fiesta del agua o yaku raymi de Andamarca [se realiza en la segunda quincena de agosto], unos comuneros me "chismearon" que ahora cojeaba un poco, pero que seguía bailando; ¿y ha vuelto a bajar de la torre?, prefieren no responder, cambian de tema, me invitan a aguardiente, me piden que brinde con la tierra.
Es duro ser danzante. No se hace plata, no es negocio. Los bailarines dejan sus comunidades y migran a Lima, la ciudad gris, la capital querida y odiada donde el arte de las tijeras ha encontrado un refugio en los clubes provinciales. Algunos cuentan con suerte y todas las semanas tienen trabajo; otros deben buscarse el pan en cualquier oficio, lejos de las arpas y los violines, lejos de los apus y los wamanis.
Otra opción es bailar en las fiestas patronales de las comunidades. Los carguyoc o cargontes [quienes se encargan de organizar las celebraciones], vienen a la ciudad y se contactan con los bailarines y los músicos. Sólo los mejores son contratados. Ir a los pueblos es agotador, la gente exige y sabe mucho de tijeras. Si el ejecutante lo hace mal, lo insultan y pifian. Nunca más lo llevan.
Hace algunos años, mientras recorría los cementerios de la Lima provinciana en el día de los muertos, me encontré con un danzante esmirriado, ojeroso y de pómulos salientes. Su cuerpo parecía haberse encogido y, aunque suene a humor negro, este bailaba dentro de su traje remendado. Se le notaba triste y el canto de sus tijeras sonaba a lamento prolongado.
"Ojalá que algunos paisanos quieran que les baile a sus difuntos. Así me dan un sencillo", me dijo en tono resignado. En ese momento me di cuenta que él mismo no entendía cómo un elegido de los dioses andinos tenía que utilizar su arte para ganar un par de monedas y escapar del hambre que lo acechaba en esa pérfida ciudad, tan ajena y distante a su pueblo de tejitas coloradas y calles estrechas.
Se escuchó un silbido. Alguien lo llamaba. Se fue sin despedirse. Me quedé sólo con mis recuerdos… y ahí hasta el Alacrán, un hombre de estatura breve y cuerpo ancho, un danzante de los buenos, de aquellos que ya forman parte de la memoria colectiva de las comunidades. Está sentado en la plaza de Andamarca. Su capataz lo acompaña, lo mira, le habla, le da palmadas en la espalda.
Me acerco. Me siento a su lado. Alacrán parece despertar. "¿Me viste bailar?", me pregunta, y su aliento denota que ha bebido más de la cuenta. "Sí", le respondo. "Usted lo hizo muy bien", le digo rebosante de entusiasmo, porque era la primera vez que observaba un atipanakuy. "Sabes, esto ya no es arte. Me pagan por hacerlo", confiesa en tono de vergüenza.
"No diga eso, maestro, usted sigue siendo un artista", respondí para animarlo. No lo logré, el Alacrán, el danzarín valiente que la tarde anterior tragaba espadas y sonreía, caminaba sobre el fuego y sonreía, se clavaba espinas en el rostro y también sonreía, comenzó a lagrimear, flaqueaba, era un comunero melancólico, no el ser de voluntad inexpugnable que ignora el dolor y el cansancio.
Años después el Alacrán abandonaría el Perú. Se fue al Canadá y no sé si seguirá bailando, de lo que si estoy seguro es que en muchas comunidades ayacuchanas, la sola mención de su nombre aviva el recuerdo, la añoranza, el deseo de que vuelva pronto para que muestre lo mejor de su arte.
Un arte que perdura, una estampa folclórica que decenas de hombres andinos siguen practicando en las comunidades de altura, en la capital de aires provincianos, en los teatros del viejo mundo. Con pactos o sin ellos, los míticos danza’q, sajras, galas o villanos, invocan y bailan para los dioses antiguos.