En el viaje de sus vidas, dos mendocinas fueron asesinadas en un ex pueblo hippie de Ecuador; las dudas de un caso convertido en asunto de dos estados
En la terminal de ómnibus de Mendoza, Maria José Coni, una morocha espigada de 22 años, recibió con una sonrisa grande la carta que le dio su hermana mayor, su hermana preferida. Habian pasado algunos minutos de la una de la tarde del 10 de enero, y Maria Jose y dos de sus mejores amigas estaban listas para subirse a un micro que las iba a dejar del otro lado de la cordillera, en Santiago de Chile, donde sumarian a una amiga mas y abordarian un avion para llegar a Lima. Ahi comenzaria un viaje de un mes y medio por Perú y Ecuador con el que habían soñado todo un año. Para cuatro veinteañeras, la aventura de mochila al hombro por las rutas, las junglas y las playas sudamericanas era un ritual iniciático del que esperaban volver cambiadas.
Un año atrás, en un breve viaje a Chile, las cuatro se habían prometido lanzarse juntas a los caminos de los Andes. Ahorraron durante todo 2015. Cuando llegó diciembre, se reunieron a planear el itinerario y a pensar qué meterían en sus mochilas. El 31, luego de la cena de Año Nuevo, se juntaron en la casa de Marina Menegazzo, una de las cuatro, y se dieron cuenta de que sólo quedaban diez días antes de partir: el destino se les venía encima.
Entre los micros, el brillo en los ojos de María José contrastaba con la sordidez urbana de la terminal. Un pequeño grupo de gente se había reunido para despedirlas en la plataforma 14: las madres, algunas hermanas, una tía y un hombre que vivía en la plaza cerca de la terminal, adonde María José y Marina, de 21, iban los domingos para llevar comida a los sin techo. Aunque eran un poco diferentes, se habían vuelto muy amigas por sus novios, que eran mejores amigos entre sí. María José era un poco tímida y muy organizada; Marina, espontánea y líder. Las campañas solidarias habían terminado por hermanarlas.
María Emilia, la hermana mayor de María José, la llevó a la estación ese día en su Renault Clio para pasar un último rato con ella. Le había escrito unas líneas diciéndole que se sentía feliz y orgullosa: su pequeña hermana había trabajado duro –en un estudio contable, cuidando a dos bebés y atendiendo una barra de bebidas para fiestas de 15 y casamientos–, juntando la plata hasta ahorrar unos 10.000 pesos para la aventura. María José, que estudiaba para contadora en la Universidad Nacional de Cuyo, había llevado en un cuaderno el detalle de los ingresos y los egresos de su primer plan económico.
En el viaje, el continente se desplegó ante ellas. Comieron los platos típicos. Subieron los 2.578 escalones hacia el Machu Picchu en la madrugada y cuando llegaron arriba se tiraron sobre una piedra, entre las nubes, y alguna de ellas dijo: "Contemplemos". Conocieron una parte del mundo ancestral que nos precedió, e "hicieron" Cusco y Aguas Calientes. Viajaron 40 horas por las rutas peruanas y se detuvieron en Máncora para meterse al mar. Se probaron a sí mismas lejos de casa y sin comodidades. Cruzaron la frontera con Ecuador y siguieron hacia Montañita, un pueblo costeño que estaba de moda entre los surfers y mochileros. Llegaron cansadas, en un día caliente, al mediodía. Se alojaron en un hostel y nadaron en la pileta antes de ir a la playa. Montañita estaba lleno de argentinos y lleno de tragos, pero ellas casi no tomaban. Se quedaron cinco días ahí y luego siguieron viaje por la Ruta del Sol: más playas (Puerto López, Atacames, Mompiche), la gran ciudad (Quito) y un sitio llamado Baños, donde hicieron puenting. Fueron a Cuenca y terminaron en Guayaquil, una ciudad portuaria de la que no conocieron mucho más que la terminal. Era 10 de febrero: llevaban un mes en la ruta.
Ese día, el grupo se separó. María José y Marina seguirían viajando. Agostina Cano Porras y Sofía Sarmiento, las otras dos chicas, volverían a Mendoza a rendir exámenes. Las cuatro durmieron un rato abrazadas a sus mochilas y, a las 6 de la mañana, María José y Marina despertaron a las otras dos. Acababan de conseguir sus pasajes para volver a Montañita. Tenían que irse. "Estábamos un poco dormidas, pero las abrazamos y les dijimos que nos veíamos a la vuelta para revivir el viaje mirando fotos y comiendo rabas", dice Sofía. "Y se fueron, rápido."
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El jueves 25 de febrero, el mismo dia en el que María José y Marina debían subirse a un avión en Lima para volver a casa, un hombre se internó entre los juncos, en una zona alejada de Montañita, y descubrió algo que al principio le pareció un bulto indefinido y que luego cobró la forma de una gran bolsa negra, recubierta de cinta adhesiva, hedionda. Adentro había un cuerpo.
Montañita, un pueblo que nació como un caserío de pescadores en 1938, es una meca para surfistas de todo el mundo desde hace décadas. (En 2013, fue sede del campeonato mundial Masters de la Asociación Internacional de Surf.) Tiene dos rompientes: la Punta, adonde llega una ola con un recorrido amplio, y el Centro, con olas rápidas para principiantes. Pero el turismo internacional convirtió a Montañita, un sitio donde –según dicen– la policía no acepta las denuncias por robo, en un episodio urbano híbrido, mezcla de Cabo Polonio con Detroit: el paraíso surfer convive con una ciudadela de calles de cemento, cajeros automáticos, discotecas de tres pisos, vendedores de drogas insistentes en las esquinas, hippies en desesperada y nostálgica resistencia, mochileros con acné, taxis esperando clientes, grupos de argentinos gritando canciones de hinchada y remeras de recuerdo estampadas con la leyenda "I survived Montañita".
El domingo 28, cuando, según el plan, María José y Marina debían llevar un día de regreso en casa, apareció en el mismo descampado otro cuerpo, también en una bolsa embalada.
Un día antes, el sábado 27, Gladys Steffani, la madre de María José, había dicho basta. Había mantenido un contacto bastante frecuente con su hija por teléfono y por escrito durante el viaje, hasta el lunes 22. Ese día, María José comentó una foto que Agostina había subido a Facebook, donde se veía a las cuatro amigas en Cusco, sonriendo al lado de dos niñas vestidas en ropas típicas. "Parece que fue ayer cuando nos juntamos a planear cuál iba ser el itinerario, qué plata teníamos que juntar, qué mudas de ropa íbamos a llevar jajaj", escribió María José a las 12:42. "Se me pone la piel de gallina al recordar cada día de esta aventura." A las tres y media de la tarde, su teléfono perdió contacto.
Las amigas de María José y de Marina, y sus familias, comenzaron a buscarlas desde Mendoza con desesperación el sábado, el día que debían llegar: la compañía de telefonía celular de las dos chicas confirmó que sus chips estaban fuera de servicio y el IP de los móviles indicaba que nunca habían salido de Montañita. Junto a la familia Menegazzo, Gladys Steffani comenzó una procesión por algunas comisarías que no aceptaron una denuncia por desaparición. Le decían que debía esperar 48 horas. Entonces llamó al número 145: trata de personas. Hizo su denuncia y luego, con el favor de un amigo que tenía línea directa con la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich, consiguió que la policía aceptara el caso e Interpol emitiera una alerta. Para entonces ya eran las siete de la tarde del sábado, y el hermano y el cuñado de Marina estaban en viaje hacia Ecuador. Steffani y su hijo, Felipe Coni –hermano de María José– saldrían al día siguiente. El caso de las dos mochileras desaparecidas comenzaba a expandirse en las redes sociales y en las noticias. "Yo estaba esperanzada", dice María Emilia, la hermana de María José. "Pero en un momento me di cuenta de que, con tantos días sin contacto, era imposible que esto fuera algo normal."
En Ecuador, los dos cuerpos estaban tan descompuestos por el calor y la humedad que, algunos días después de los hallazgos, los familiares de María José y Marina no pudieron ni siquiera reconocerlos.
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"Algunas veces somos victimas de nuestro propio éxito", dijo el presidente ecuatoriano Rafael Correa el martes 1 de marzo, un día después de que los familiares de María José y Marina aterrizaran en Guayaquil. En esa ciudad, Correa estaba inaugurando el Laboratorio de Criminalística y Ciencias Forenses, un emporio de la investigación de 7.600 metros cuadrados al que habían llegado los dos cuerpos que las autoridades habían identificado como los de María José y Marina, anunciándolo antes, incluso, de dar aviso a sus familias. Para entonces, ya habían sido detenidos dos hombres en Montañita: un guardia comunal de 33 años llamado Alberto Segundo Mina Ponce y un empleado de un hotel de 39, Aurelio Eduardo Rodríguez.
El gobierno ecuatoriano lanzó una hipótesis: en la casa de Mina Ponce –una pequeña vivienda social adonde las chicas habían llegado de algún modo impreciso, aunque las familias afirmaban que no había chance de que fueran allí por voluntad propia–, los dos habían querido abusar de ellas. Después de resistirse, las argentinas habían sido liquidadas a golpes de palo y puñaladas. Pero la solución rápida, en el medio del estupor que el caso había despertado en la opinión pública, parecía rara. "Se resolvió en 24 horas, entonces la gente que sigue con sus complejos de Tercer Mundo dice: ‘Esto es un invento del gobierno’", dijo Correa en el púlpito.
Un día después, el presidente ecuatoriano recibió un llamado de su par argentino, Mauricio Macri, que le pedía que aceptara la participación en el caso de un equipo de cuatro peritos de la Policía Federal Argentina para confirmar la identidad de los cuerpos. Correa aceptó. "De mil amores", dijo públicamente. El doble homicidio ya era una cuestión de Estado.
Pero la familia no cree en la versión oficial ni en las primeras pericias, llevadas adelante por la policía de Montañita, que parece querer cerrar rápido el expediente encontrando pruebas imposibles. Durante varios días, mientras aumenta el interés público, el Ministerio del Interior de Ecuador hace de anfitrión de los familiares de las dos chicas, que se alojan por cuenta del gobierno en tres habitaciones del hotel Sheraton de Guayaquil y que viajan todos los días unos 200 kilómetros hasta Montañita para hacer su propia pesquisa. Vuelven al hotel a la noche y se quedan hasta la madrugada tejiendo hipótesis. Discuten cada detalle. Duermen algo más de tres horas por día. Quizás cuatro.
El fiscal general del Estado de Ecuador, Galo Chiriboga, los recibe y se sorprende con su capacidad de acción y de crítica. Les pregunta si son abogados. No lo son. "Hay que arrancar todo de nuevo, desde cero", les concede, luego de varias horas. Cambia al fiscal del caso y le pregunta al que acaba de traer: "¿Está seguro de que puede usted hacerse cargo de esto? Si no, ¡lo corro y ya!". El nuevo, un hombre llamado Juan Pablo Arévalo, responde que sí, pero en los próximos días la investigación no avanza. Después de quince días, Arévalo también es reemplazado.
Los familiares reciben informaciones en sus cuentas de Facebook y atraen la atención de dos países. Al tiempo que les brinda los recursos, el Ministerio del Interior de Ecuador quiere que se vayan cuanto antes porque ahora es toda Latinoamérica la que habla del doble homicidio, y el caso levanta un debate sobre el acoso a las mujeres y los hashtags #ViajoSola y #MontañitaNoTieneLaCulpa hitean en Twitter. La subsecretaria de Turismo de Ecuador, Cristina Rivadeneira, opina en una exposición del rubro en Berlín: "Se iban a ir haciendo dedo hasta Argentina. Les iba a pasar algo tarde o temprano". Un día después debe presentar su renuncia.
"No eran mochileras", dirá luego María Emilia, la hermana de María José. Para las familias Coni y Menegazzo, esa palabra lleva el estigma del riesgo y la improvisación. Y sus hijas no se arriesgaban. "Ahorraron durante un año con mucho esfuerzo. Armaron un itinerario puntilloso. Nunca hicieron dedo. Se llevaron apuntes de la facultad para estudiar. Eran aventureras y viajeras, pero no se buscaron lo que les pasó."
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"Hola piojiri, anoche charlando con las chicas nos pusimos a pensar lo que te abre la cabeza un viaje como este", le chateó María José a su hermana María Emilia el 28 de enero, en Facebook. Estaba en un hostel en Atacames, Ecuador, y había pasado el día en Portete, una isla cercana. "La verdad es que te enseña a valorar tus afectos, a darte cuenta que por más que los tenga a kilómetros de distancia, están en mi cabeza y corazón todos los días cuando me levanto! Vivo con lo menos, sin lujos, aceptando que un día tengamos agua y al otro no, o comiendo poco para no gastar tanto (si en Mendoza me pasara, seguro me quejaría) sin poder hablar por teléfono con ustedes, sobre todo con el papi, extrañando a montones pero exprimiendo cada segundo y momento. El mensaje es para agradecerles por dejarme ser, por acompañarme en cada paso que doy, ¡y no soltarme la mano nunca!"
"Le dije que la casa era muy rara sin su risa y que la extrañaba mucho", dice ahora María Emilia, una empleada en una compañía de telefonía celular, de 31 años. Por la mirada clara y el pelo largo y oscuro, se parece a su hermana. Vivían juntas en un departamento en Godoy Cruz, en la capital mendocina, con su madre –que hace uniformes escolares–, el bebé de María Emilia y tres hermanos más. María José compartía la habitación con Martina, la más chica de las hermanas, de 17 años. En la puerta hay un cartel que dice: "Just Breathe". Las hermanas eran fans de Pearl Jam –en 2013 los habían visto en Lollapalooza Chile– y se iban a tatuar esa frase cuando María José volviera. "Su biblioteca era lo que más quería", dice María Emilia, mirando los libros, que siguen ahí: El alquimista y A orillas del río Piedra me senté y lloré, de Paulo Coelho; Bajo la misma estrella, de John Green; Relato de un náufrago, de Gabriel García Márquez; El principito, de Antoine de Saint-Exupéry. "Ella amaba esta biblioteca: la compró usada porque no le alcanzó la plata para comprarse una nueva."
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Cristian Pisano llegó a Ecuador con una mochila de camping y varios mapas, dispuesto a encontrar con vida a Marina Menegazzo. Tiene 40 años y es su cuñado. Como ingeniero especializado en wireline, la técnica de cables utilizada en la industria del petróleo para enviar equipos al fondo de los pozos, trabaja por objetivos. Pocas veces se equivoca, y su estilo metódico de trabajar adoptó acá una forma inesperada: hace visitas relámpago a Montañita, donde habla con la gente en busca de datos junto a sus acompañantes Gladys Steffani y Felipe Coni, madre y hermano de María José; y Marcos, el hermano de Marina. "Nos vamos a quedar hasta que nos saquemos todas las dudas", dice. Es la medianoche del viernes 4 de marzo, las chicas desaparecieron hace diez días y yo estoy en Montañita siguiendo el caso. Hace apenas un par de horas, recibí un mensaje de WhatsApp de Felipe Coni, hermano de María José: "Te queremos escuchar esta noche. ¿No venís?". Hasta ese momento, mi contacto con la familia fue mínimo y off the record. Pero ellos montaron su investigación paralela y quieren recabar toda la información.
Llego a Guayaquil después de tres horas. Conversamos de madrugada en una sala de reuniones del Sheraton y escuchan lo que pude averiguar hasta ahora, antes de contarme su parte. Pisano fue quien entró a reconocer los cuerpos: estaban descompuestos y morados, y no pudo hacerlo. Mientras hablamos, hay una orden pendiente de extracción de sangre de las madres de las chicas para cotejar el ADN. Afuera, en el restaurante, un dúo de voz y teclado toca canciones de Roberto Carlos y hablamos casi a los gritos.
"Pareciera que en el expediente las cosas van apareciendo a medida que nos vamos enterando nosotros, con nuestra propia investigación", dice Marcos Menegazzo, hermano de Marina, un ingeniero y deportista que luce cansado y con ojeras, pero que se mantiene endurecido por la desesperación. Acaba de enterarse de que encontraron más pertenencias de las chicas: prendas manchadas con sangre y una cámara de fotos, cuyo estuche estaba en la casa del acusado Mina Ponce. "Ayer se contactó alguien que nos dijo que vio a las chicas antes de ir a una fiesta, el lunes 22, a las diez y media de la noche", dice. "Según nos dijo este nuevo testigo, ellas iban con dos chicos, uno con remera negra, ambos de tez blanca."
La presencia de estas dos personas en la supuesta noche del doble homicidio es algo completamente nuevo: hasta ahora se creía que las dos turistas partieron desde un bar en Montañita hasta la casa donde vivía Mina Ponce, el vigilante comunal que habría participado del crimen y que está preso. "Todo el tiempo estamos pensando en diferentes hipótesis", dice Menegazzo, con un café y unos panfletos ya inútiles, donde se ve el rostro de las dos chicas y se lee: "Desaparecidas – Ayudanos a encontrarlas". Los Menegazzo trajeron cientos de estos flyers para pegarlos por Montañita. Ahora son como un pedazo de esperanza fosilizada. "Estamos viviendo una historia de terror", dice el hermano de Marina.
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El caso se empantanó en ciertos detalles sin sentido de la versión oficial. La hipótesis se apoya principalmente en los testimonios de Mina Ponce –que cambió cuatro veces su declaración–, y dice que este hombre les ofreció su casa a las dos mendocinas para pasar una noche antes de que regresaran a Argentina, porque ellas se habrían quedado sin dinero. Pero las dos tenían tres tarjetas de crédito y jamás habían dormido en otro sitio que no fuera un hostel.
Siguiendo la hipótesis oficial, las mendocinas fueron trasladadas en un taxi y acompañadas por Rodríguez, que a pedido de Mina Ponce las llevó hasta un caserío alejado, conocido como Nueva Montañita, donde vivía el vigilante. Aparentemente, las chicas habían recibido de sus manos la llave. Un taxista, que apareció varios días después del crimen, declaró que las dejó ahí. Una mujer agregó que ellas compraron en su tienda algo de tomar. Esta mujer encontró después un paquete de droga en la puerta: era una amenaza.
El caso se da en un país donde se registraron 55 femicidios en el primer semestre de 2015 y 97 en 2014 (que significaron el 54% de las muertes violentas de mujeres, de las cuales más de la mitad se cometió con cuchillo). En Ecuador, donde el femicidio ingresó como delito al Código Penal en 2015 –tres años después que en Argentina–, seis de cada diez mujeres han sido víctimas de algún tipo de violencia, según datos oficiales de 2011, y una de cada cuatro, de violencia sexual. Los rumores sobre lo que les pasó a María José y Marina abundan en Montañita: trata, narcotráfico, mafia policial.
Pero las autoridades no esperaron más de un día para decir que el doble homicidio estaba resuelto y las dos familias se preguntan si las chicas vieron algo que no debían. "No es que hay una sola contradicción; acá todo es una gran contradicción", dice Gladys Steffani, madre de María José, otra noche, bien tarde, y aplasta un cigarrillo en el restaurante vacío del Sheraton.
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El martes 1 de marzo, el mismo dia en que Correa se definía como víctima de su propio éxito, Aurelio Eduardo Rodríguez, que hasta el domingo 28 había trabajado haciendo el mantenimiento de un hotel de Montañita, se sentó frente a frente con su padre y lo miró directo a los ojos. Estaban en la sede judicial de Manglaralto, un pueblo próximo a Montañita, y el rostro de Rodríguez se había difundido por todos los medios de Ecuador y Argentina, junto al del vigilante comunal Mina Ponce. "Dígame la verdad con toda honestidad", le dijo su padre. "Si usted ha cometido tan tremendo atropello, usted tiene que pagar ante la Justicia." Rodríguez respondió rápido: "Papá, yo le juro ante mi Señor que no he cometido tal atropello".
"Vi completa sinceridad en él", dice ahora su padre, un hombre humilde de bigote azabache, gesto serio y una fe profunda. Es la noche del jueves 3, llueve un poco y, en su casa, él tiene puesta una musculosa sobre un pantalón arremangado que deja ver sus pies descalzos y pétreos. El piso es de cemento. Aquí, en la comuna de Río Chico –a unos quince kilómetros de Montañita– vive con su hijo y otros trece parientes. Mientras habla, el caso aparece y desaparece en la televisión con un anuncio que dice: "El crimen de las argentinas".
Río Chico es un pueblo de unos 400 habitantes que trabajan, en general, en Montañita: muchos creen que Rodríguez –que permanece detenido por haberlas llevado a la casa donde habrían sido asesinadas y por haber sido señalado por Mina Ponce como cómplice– es inocente. En este momento, un centenar de vecinos está reunido en el centro comunitario, haciendo un bingo para juntar dinero y pagarle un abogado.
En menos de una semana, Mina Ponce acusó y luego desligó a Rodríguez. "Al final, dijo que había hablado con su mamá, y que ella le pidió que diga que él cometió el error solo", dice el padre de Rodríguez. "Creemos que fue todo un sueño, porque nadie visitó a Mina Ponce. Tenemos entendido que la mamá de él es muerta."
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"Tengo admiración por todo lo que hacía la Jose", me dice María Emilia algunos días después, en su casa en Godoy Cruz. "No sé cómo se organizaba para hacer rendir tanto el tiempo." Un psiquiatra al que comenzó a ir luego de que su hermana desapareciera le dijo que en la vida de una persona hay tres momentos que deben ser celebrados o conmemorados de algún modo: el nacimiento, el matrimonio y la muerte. Esta mañana, mientras intenta entretener a su bebé en torno a la mesa donde solía desayunar con su hermana, María Emilia habla por teléfono con funcionarios del gobierno argentino que le dijeron que iban a conseguirle un pasaje a Ecuador para reunirse con sus familiares. La casa tiene tres ambientes, pero no es demasiado amplia para una familia numerosa. Los picos de los Andes son como un garabato lejano detrás del ventanal del living. María Emilia tiene que llevarle a su madre, que sigue en Ecuador, algunos documentos necesarios para la repatriación del cuerpo de María José; extraoficialmente, la prueba de ADN reveló que es ella. (Al cierre de esta edición, el cuerpo de Marina también había sido identificado por los peritos argentinos.) Pero el pasaje no aparece. Y Felipe, su hermano, con quien intercambia mensajes más o menos frenéticos, le cuenta que las cosas allá no están resueltas. ¿Los cuerpos volverán juntos? ¿En el mismo avión que los familiares? ¿Dónde serán enterrados? ¿Quién oficiará la misa? ¿Y quién seguirá detrás del caso en Montañita cuando los familiares hayan regresado a Mendoza? Esta mañana, cualquiera puede enloquecer.
"Estamos esperando", dice María Emilia. "Ahora, quizás, nos convencemos de que los cuerpos son los de las chicas. Pero ni siquiera sabemos de qué manera pasó todo." Y mientras no lo sepan y no haya una sepultura, el duelo –esa ceremonia en la que confrontamos con la muerte– no existirá.
Un rato después, María Emilia está en la casa de Sofía, una de las chicas que viajó con ellas, que trajo su computadora a la mesa de la cocina. Toman soda y ven las fotos. María Emilia –como su madre, su hermano y los familiares de Marina– también quiere descubrir alguna pista para llegar a la verdad. "¿En algún momento este flaco les ofreció droga?", le pregunta a Sofía, cuando ella menciona a un chico que conocieron en un hostel. Sofía niega con la cabeza. Nada lleva a nada. En otra foto, las cuatro aparecen recostadas en hamacas. Están en Puerto López, una playa de Ecuador, y se nota el cansancio, se nota el calor, se nota la amistad y la plenitud. "Ahí fue donde tuvimos la charla sobre lo que significa un viaje, y cómo te cambia la cabeza", dice Sofía. María Emilia no despega los ojos de la pantalla, donde su hermana sonríe para siempre.
Por Javier Sinay
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