Los celos en el set, un presupuesto desmedido y el fracaso que le puso fin a una época
El musical, cumbre del artificio, desembarcó con algunos tropiezos en una era compleja e indescifrable para sus ambiciones y sus promesas como fueron los 60, década de movimientos sociales, transformaciones estéticas y disputas generacionales. Hollywood cambiaba vertiginosamente, la competencia con la televisión era un hecho y los aires de renovación que los cines modernos traían desde Europa dejaban al descubierto la inocencia e ingenuidad de esas fábulas de música y colores que habían sido la gloria de los 50. Sin embargo, Broadway seguía siendo una fuente inagotable de éxitos desde el desembarco de Richard Rodgers y Oscar Hammerstein II con su célebre Oklahoma! y la idea de reproducir el espíritu de ese reverdecer teatral en la pantalla no tardó en convertirse en un mandato.
Varios triunfos de las tablas neoyorkinas llegaron a Hollywood en los 50, pero allí todavía el cine tenía libertad para cambiar sus argumentos, componer nuevas canciones, reemplazar bailarines y cantantes por estrellas. Así paso en Magnolia, Kiss Me Kate o Guys and Dolls, películas que aprovecharon el brillo del Technicolor y el sonido estereofónico para espectáculos más afirmados en el glamour de Ava Gardner, en la voz de Kathryn Grayson o en la fascinación por Marlon Brando, que en la fidelidad a los orígenes teatrales y el prestigio de sus hacedores. Sin embargo, los 60 exigían mayor esfuerzo para competir: las películas debían ser exuberantes para que ese nivel de producción justificara el pago de una entrada en un período en el que la televisión resultaba un entretenimiento cómodo y económico. Así, producciones fastuosas se pusieron en marcha y el musical desembarcó en la era de las "superproducciones".
El estudio pionero fue la 20th Century Fox, que parecía decidido a destronar a la Metro Goldwyn Mayer como reina del género. Desde mediados de los 50 sentó las bases para pisar fuerte en un terreno gobernado por los altos presupuestos y las innovaciones tecnológicas. Primero fue la versión fílmica de Oklahoma!, de Fred Zinnemann; luego Carrusel, de Henry King, y ese mismo 1956 El rey y yo, de Walter Lang.
Lo que distinguió a esos musicales imponentes fue el trabajo con la película de 70 mm, que ofrecía una imagen más nítida que el tradicional 35mm, y una estructura narrativa de impronta teatral, que se extendía más de tres horas e incluía intervalo. Así, el musical se convirtió en una extraña vedette de costos de producción, escenarios gigantescos, y secuencias espectaculares, todo en los colores más brillantes, con los vestuarios más caros y la música que llegaba a los primeros puestos de los rankings.
En ese camino de resurgimiento, el musical se convertía en el género favorito del Oscar: Gigí, Amor sin barreras, Mi bella dama, La novicia rebelde. Esa películas combinaban la nostalgia de antaño con el impulso de coreografías modernas y desafiantes. Podían estar ambientadas en las praderas austríacas linderas a un convento, o en el Covent Garden de comienzos del siglo XX, así como en la Nueva York asediada por enfrentamientos callejeros y amores shakesperianos. La clave era brindar un espectáculo único, imposible de ver en la pantalla minúscula de un televisor, que sacudiera las emociones y sedujera todos los sentidos. Y para los productores era una cuestión de vida o muerte, que se reducía a ganar la estatuilla o perder el trabajo. Producir un musical con lo caro que era para pasar desapercibidos en la taquilla o en las ceremonias de premiación terminaba siendo un certificado de defunción en la industria.
Bajo ese espíritu y signado por numerosas presiones se inició el proyecto de Hello Dolly!. La obra tenía un éxito inimaginable y se había convertido en una pieza codiciada por todos los estudios. La Fox estaba ansiosa por duplicar el megaéxito de La novicia rebelde y en esos años estrenaría Doctor Dolittle –la de Rex Harrison, no la de Eddie Murphy– y Star!, con el propósito de superar su propio récord. Hello Dolly! parecía la oportunidad ideal. Inspirada en la obra de un acto de Thornton Wilder, "La casamentera", la obra de Jerry Herman cuenta la historia de Dolly Levi, una viuda que viaja a Nueva York para conseguirle esposa al adinerado comerciante Horace Vandergelder. La historia sigue las peripecias de la simpática Dolly, que encuentra en el conservador Horace la oportunidad para dejar atrás el fantasma de su marido y llevar a la vida del comerciante un poco de alegría y comprensión. Las canciones de Herman definen el espíritu de ese peculiar enamoramiento, al igual que el entorno de la Nueva York de fines del siglo XIX con su aire de ambiciones europeas.
Para conseguir los derechos de la obra, la Fox debió aceptar una cláusula peculiar: la película no podía estrenarse mientras la obra estuviera en cartel; en caso contrario, debía pagar una importante retribución. Para entender el éxito de la pieza teatral basta saber que la canción "Hello Dolly!" grabada por Louis Armstrong encabezó el ranking Billboard en plena beatlemania. Para asumir semejante compromiso el estudio contrató a Gene Kelly, una de las figuras más importantes del género, actor, bailarían, coreógrafo y director que había sido uno de los artífices de la gloria de la MGM en los años dorados del musical. Kelly tenía muchas ideas para el proyecto, y muchas de ellas se desprendían del intento de evocar aquel tiempo de plenitud: rodaje en interiores para mantener el control de la puesta en escena, escenografías precisas y adecuadas al ambiente, coreografías sofisticadas e innovadoras. El guionista elegido fue Ernest Lehman, autor de éxitos como El rey y yo, Amor sin barreras y La novicia rebelde. Y la estrella, por supuesto, Barbra Streisand.
"Fox gastó dos millones de dólares en la recreación de las calles de Nueva York [la intersección entre Broadway, la Quinta Avenida y Mulberry Street como lucían en 1890] con un colorido desfile de cientos de extras vestidos con atuendos de la época", cuenta Ronald Bergan en su libro Glamorous Musicals. El efusivo recibimiento de esa casamentera viuda que regresa a la ciudad después de un tiempo ausente parecía ajustarse a la perfección al de una estrella como Streisand que a sus 26 años estaba en el despegue de su carrera. Faltaba poco para el estreno de Funny Girl (1968), que terminó siendo un éxito, y su registro vocal garantizaba la excelencia en el repertorio musical, no así en el desarrollo de las coreografías a las que aspiraba Kelly. Las primeras tensiones en el equipo comenzaron a raíz de los encontronazos entre el director y su estrella, que terminaron contagiando de mal humor a todo el reparto.
Según cuenta Matthew Kennedy en su libro Roadshow!, The Fall of Film Musicals in the 60s, en el set de Hello Dolly! "todos se odiaban". Kelly estaba furioso con Lehman, quien además de autor del guion era productor ejecutivo de la película, a quien "amenazó con bajarle los dientes si se atrevía a darle alguna indicación a sus actores". Sin embargo, el encono mayor era con el coreógrafo Michael Kidd, con quien directamente no se hablaban: Kelly provenía de la tradición clásica de los 50, que combinaba estilos en virtud del despliegue acrobático del bailarín y el goce de la danza, y las coreografías estudiadas de Kidd –uno de los renovadores de la coreografía junto con Jerome Robbins y Bob Fosse– le resultaban absurdas. Kidd ya había tenido problemas con Fred Astaire en el rodaje de Brindis al amor por los excéntricos números que ideó para el final, aunque finalmente la intervención de Cyd Charisse consiguió que el trabajo en conjunto llegara a buen puerto.
Barbra Streisand tampoco se llevaba demasiado bien con Kelly pero la perla de sus disputas fue con su partenaire, Walter Matthau. Matthau provenía de la escuela cómica de Billy Wilder, adornando siempre a sus antihéroes con esa pátina de sarcasmo y oportunismo que fue el sello distintivo de The Fortune Cookie junto a Jack Lemmon, y que luego recrearon en Extraña pareja, de Gene Saks, y Primer plana, del mismo Wilder. Su química con Streisand no funcionaba, estaba el problema de la diferencia de edad (él 49, ella 26) y el creciente mal humor con el que Matthau vestía a su ya de por sí poco simpático Horace. Millonario algo advenedizo, trenzado en prejuicios y conservadurismo, el contrapunto entre Horace y la expansiva Dolly de Streisand, histriónica y verborrágica, resultaba más incómodo que divertido. Los insultos que intercambiaron los actores quedaron para las memorias de la cinefilia, pero al destino de la película fueron enturbiándolo con los peores augurios.
Además, estaban los disparates del presupuesto, que ante cada nueva ocurrencia de Gene Kelly escalonaba a proporciones inimaginables. Calles enteras reconstruidas en estudio, vestuarios carísimos, centenares de extras, tomas complejas de conseguir fueron demorando la producción y elevando su costo. Según afirma Nick Johnston en una extensa nota en Vanyaland, "el presupuesto final fue de 28 millones de dólares –US$210 millones de hoy-", y escenas como la del baile en el restaurant Harmonia Gardens demoraron un mes en filmarse. El traje dorado que vistió Streisand en esa secuencia pesaba más de 18 kilos, por lo cual demoraba mucho tiempo en la preparación de la toma y exigía constantes descansos de la actriz debido a la carga que debía llevar. Kelly luchó para que no se doblara la voz de Michael Crawford –quien interpretaba a Cornelius Hackl, uno de los empleados de Horace–, lo cual demandó bastante tiempo de ensayo en las canciones. Y el último traspié fue una caída de Michael Kidd durante los ensayos que lo dejó con una pierna enyesada durante gran parte del rodaje.
Lo mejor de la película fueron, sin lugar a dudas, algunos excepcionales musicales de Barbra Streisand, como el solo "Love is Only Love" o el dueto con Louis Armstrong –para quien fue su última aparición en pantalla– que lleva el mismo nombre que la película. En ambos, la voz de Streisand resulta perfecta para las exigencias de los musicales de superproducción, que requerían talentos vocales más dotados que en el período clásico. Un ejemplo había sido la decisión de la Warner Brothers de doblar a Audrey Hepburn en Mi bella dama –pese a que la habíamos escuchado cantar en Funny Face y Desayuno en Tiffany’s–, debido a que no llegaba al tono que exigía la partitura de la película. En el caso de Streisand, sin ser una gran bailarina sostuvo el peso de la historia, sorteó los conflictos de su partenaire y logró buenas críticas y nominaciones a premios por la entrega que supuso su papel. Pero sin embargo, nada de eso alcanzó para salvar a la película del fracaso.
Luego de la conclusión del rodaje, la película estuvo esperando que la obra de teatro salga de cartel durante un año. Como finalmente no sucedía –de hecho se mantuvo cuatro años más– la Fox decidió estrenarla en 1969 y debió pagar el elevado resarcimiento que exigía el empresario teatral David Merrick. La catástrofe se completó cuando, después del estreno, las críticas fueron indiferentes y las recaudaciones no cumplieron con las expectativas de los ejecutivos. Esto no significó que la película no tuviera público, pero sí que este resultó mucho menor del esperado. Como el costo de la producción era tan elevado, exigía un éxito rotundo para que películas con semejantes ambiciones pudieran seguir haciéndose. Como una impensada paradoja, Hello Dolly!, pensada para celebrar una tendencia, se convirtió en el síntoma del final de una era, una película hecha de acuerdo a las coordenadas de un sistema que ya no podía seguir funcionando en el seno de Hollywood.
Ese mismo 1969, Bob Fosse debutó con Sweet Charity en el cine, y pese a que no fue un gran éxito y sufrió por las comparaciones con la obra de teatro que le había dado origen –y el reemplazo de la bailarina Gwen Verdon por la estrella Shirley MacClaine- dejó en claro que el musical entraba en una nueva etapa.
Los 70 fueron años de una ingeniería más realista para el género, un regreso a los entornos de backstage, una clara apropiación de la música rock y la explosión del disco, y una creciente conexión con las demandas de un público que sentía que el género había despegado demasiado en su ambición de fantasía. Cabaret, Tommy, Fiebre de sábado por la noche, Hair, All That Jazz fueron los grandes hitos de aquel tiempo. Pero Hello Dolly! tuvo una extraña revancha: hace diez años la inclusión de algunas imágenes musicales como guiño clave de la película de animación de Pixar-Disney, Wall-E, puso de moda a la epopeya de la Fox para una nueva generación. Se dispararon las ventas de DVD en Gran Bretaña, volvieron a emocionarse con el número "Its Only Take a Moment" de Michael Crawford y Marianne McAndrew, y la voz de Barbra Streisand volvió a sonar como siempre, única como si el tiempo no hubiera pasado.
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