Los bienes visibles, una obra apoyada en los ruidos del deterioro
La obra de Juan Pablo Gómez, acerca de un adulto mayor y sus dos hijos, transcurre en un espacio minimalista que es espesado por los sonidos y las miradas de los espectadores desde distintos puntos; las actuaciones son un tónico reconfortante contra el desaliento
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Autoría y birección: Juan Pablo Gómez. Intérpretes: Anabella Bacigalupo, Patricio Aramburu, Carolina Saade, Mariano Sayavedra, Agustina Reinaudo, Guadalupe Otheguy y Enrique Amido. Espacio e Iluminación: Santiago Badillo. Vestuario: Roberta Pesci. Música y arte sonoro: Guadalupe Otheguy. Sonido: Pablo Leal. Colaboración artística y coreográfica: Andrés Molina y Mariana La Torre. Sala: Santos 4040 (Santos Dumont 4040). Funciones: lunes, a las 20. Duración: 75 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
“No me sube el agua al tanque”, repite Víctor, padre de dos hijos adultos, Lorena y Sergio, que lo cuidan como pueden con la ayuda de Marina, casi una enfermera. El octogenario Víctor ha comenzado a recorrer la senda del declive, un tema presente en otras obras (por ejemplo, Dora, un ingrediente especial) pero que el autor y director Juan Pablo Gómez aborda en Los bienes visibles de un modo totalmente diferente, no realista, focalizado mucho más en lo sonoro que en lo visual.
Intérpretes y público se entremezclan sin límites. En un costado, una mesa con un sampler, instrumentos, micrófonos, a cargo de la música, cantante y diseñadora de sonido Guadalupe Otheguy. En esos márgenes de la escena también aparecen dos integrantes de lo que podríamos considerar un coro que acompaña la acción con canciones, sonidos incidentales y colchones vocales. Todo el elenco rota y cambia de lugar, se suben a las tarimas donde está sentada una parte de los espectadores mientras que el resto se ubica en sillas alrededor del espacio.
No hay escenografía tal como se entiende convencionalmente sino un espacio escénico ocupado y compartido por los presentes. La visualidad ha sido corrida por los colores, formas y volúmenes de la sonoridad: son los ruidos, los ecos, las canciones, las palabras encadenadas, los brotes de reverberaciones los que dan densidad y grosor al espacio. El coro repite y opina, como una lejana marca trágica que es denotada en algunos trazos. Por ejemplo, cuando el padre, en uno de sus desvaríos, pregunta como rey Lear, quién de sus hijos lo quiere más. Pero es un ramalazo de memoria que aparece sin detenerse. ¿Este bosque de aullidos y acordes interrumpidos, de bosquejos y ruinas de palabras, es lo que percibe un adulto mayor cuando su relación cognitiva con el entorno comienza a descascararse hacia la decrepitud?
Ni Lorena (Anabella Bacigalupo) ni Sergio (Patricio Aramburu) idealizan a Víctor (Enrique Amido). Ambos están atentos a su salud pero de distinta manera: Sergio es más comprensivo hacia ese papá que nunca le enseñó nada ni fue especialmente cálido pero que cumplió sus funciones básicas: “Es más que lo que muchos de mis amigos tenían”, reconoce. En cambio, Lorena no hizo las paces con ese pasado sin postales tiernas y continúa con recriminaciones acerca de lo que no fue pero debía haber sido.
Victor entra y sale de su nube de fogonazos intermitentes, según responda a algún estímulo o se movilice detrás de recuerdos anclados contra todo riesgo como el nombre de sus amigos, las canciones de su madre, el sexo con la esposa cuando eran jóvenes. Lanza sus verdades que emergen de los baúles del cuerpo, ya sin cerrojos, libradas a una segunda adolescencia brotada otra vez en un cuerpo extraño, incómodo, un cuerpo que se padece.
El debe y el haber
Si bien no hay linealidad en este relato fragmentado, nada tiene de críptico, es reconstruible y se va armando de a poco sin dificultad. Incluso, para quienes conozcan la producción de Gómez, esta obra se relaciona con otra anterior: Sergio, el hijo de Víctor, es el mismo Sergio de Prueba y error (2016), artista plástico y padre de una preadolescente, personaje en ambos casos actuado por Aramburu. Si en un caso es la niña la que queda atrapada por la lógica de sus progenitores, en Los bienes visibles es Víctor, el padre ahora vulnerable, quien depende de los demás.
Nada está insinuado para emocionar. Es la vida haciendo su trabajo donde el debe y el haber negocian como pueden. Desde ese planteo, la empatía llega porque nadie está a salvo del envejecimiento de los padres ni tampoco del propio futuro deterioro. ¿Hasta cuándo vale culparlos por lo que somos? “¿En qué momento te volviste tan frágil, papá? Eras enorme. Inalcanzable. Indescifrable ¿Y ahora? En este cuerpo viejo no entra un secreto más”, dice Sergio.
Los bienes visibles traduce en esos estertores el vaivén de sentimientos encontrados e imposibles de razonar. No hay un final conciliatorio, tampoco hay rechazo y huida, sino la lenta aceptación de “un hecho natural”, una agonía que se impone, la del padre que “se aleja a mil kilómetros por hora”. Tal vez por eso resulta un poco dilatado el final: lo que empezó como un delirio de capas y capas de sonoridades, de voces en el vacío pidiendo un abrazo, termina explicitado en boca de los hijos, la asistente (Agustina Reinaudo) y dos trabajadores de una residencia geriátrica (Carolina Saade y Mariano Sayavedra, antes “el coro”).
En ese espacio minimalista espesado por los sonidos y por las miradas cruzadas de los espectadores desde distintos puntos, las actuaciones son un tónico reconfortante contra el desaliento: actores y actrices muy destacados, que trabajan siempre con Gómez como Bacigaluppo y Aramburu, y un hallazgo precioso -como lo fue la nena Luna Etchegaray en Prueba y error-, el de Amido, del Banfield Teatro Ensamble, poniendo mucho más que lo visible en este padre.
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