El programa logró desplazar a Lanata y 678; otra entrega de nuestro anuario
En el piso de Intratables hay un productor alto y espigado cuyo trabajo consiste en decir: "Por favor, hablen de a uno". El tipo está justo detrás de cámara, del aire hacia acá, y se esfuerza por ordenar no una conversación, sino un ruido. Delante de él, media docena de personas se disputan la potestad de la palabra mientras una persona más habilita y deshabilita esa potestad como puede.
Antes que de ninguna otra cosa, Intratables se trata de una manera de replicar, y su supervivencia está sujeta a un hallazgo: haber encontrado el sonido de la época y haberlo convertido en aire de pantalla; haber descubierto la forma de reproducir la conversación política argentina emplazada entre los bordes del kirchnerismo y el contrakirchnerismo, que será una conversación el día que desarrolle su estado evolutivo, mientras tanto sigue siendo el barro de un habla. Intratables pobló su piso de panelistas y logró reversionar, en escala, la forma en que este país discute hoy sus asuntos: mediante la supremacía de la vehemencia. Hay que mirar Intratables para saber de qué cosas no estamos pudiendo hablar.
El primer programa, en el arranque de 2013, abrió con un informe sobre videos prohibidos de famosas en el que varias veces aparecían la palabra "Wanda" y la palabra "pete". Una temporada después, el piso tiene, a un costado, una pantalla con un reloj en cuenta regresiva que anuncia los días, las horas, los minutos y los segundos que faltan para la sucesión presidencial. Del grotesco de la farándula hacia los grotescos de la realpolitik, Intratables encontró la temperatura que el programa de Jorge Lanata, desperfilado y roído por la grieta que él mismo se tomó la molestia de nombrar, fue perdiendo. Periodismo para todos terminó acomodándose como reverso simétrico de 678 para que Intratables aproveche el justo medio de ambos, bata el parche del pluralismo y asome como el show político del año. El kirchnerismo pertinaz de Brancatelli, de saldo, junto al eje liberal vecinalista de Silvia Fernández Barrio y Paulo Vilouta, más la declarativa contrainsurgente del ex Clarín Ceferino Reato, todo en los mismos metros cúbicos de escenografía, compartiendo aire, discutiendo en vivo, engranando en vivo: Intratables puede jactarse de tener en su piso la totalidad de los enunciados disponibles que hoy ofrece la góndola de la discusión nacional, y de ser lo más lejos que ha llegado la televisión tratando de sortear la trampa de la Argentina binaria.
El otro secreto es Santiago del Moro. Apenas unos segundos después de que todos se hayan acomodado en sus puestos de combate, hace su entrada un chico rubio de sonrisa publicitaria y lo hace con la estelaridad que le pide la naturaleza de su posición: no es periodista, Del Moro. Es conductor, es capitán, y su gestión es la gestión de un tempo y una velocidad, el quehacer administrativo de darle cuerda a un tema, a un testimonio, o de cortar la cuerda allí mismo, cuando se aburre. Y Del Moro, cuya primera pantalla fue la de MuchMusic y está formado en la partición permanente del videoclip, se aburre pronto. Ha ganado oficio y plástica para salir de un asesinato y entrar sin despeinarse a un PNT de pomada hemorroidal, es prolijísimo y astuto, pero ha aprendido de su época que la pausa y el silencio merecen el desprecio. "No hay tiempo para analizar nada", dice Del Moro. "Si siento que un tema se diluye, no le doy chances y paso a otra cosa inmediatamente." Cuando termina el programa, poco antes de la medianoche, Del Moro sale disparado porque a las 5 se levanta para hacer Mañanas campestres, el programa con el que Radio Pop lidera el rating de las FM. Del Moro encastra bien de todas formas en esta industria del pánico al vacío, de la aceleración del fragmento, de las ideas en charcos de 30 segundos.
Las razones por las que ha triunfado el panel en la batalla de los formatos son básicamente presupuestarias. Llegará el día en que el capital de riesgo vuelva a la pantalla y entonces asistiremos a la extinción del panelismo, o por lo menos a la moderación de su uso como voz interpretativa. Mientras tanto, paneles y panelistas es lo que hay.
A diferencia de Bendita, que hace nueve temporadas viene exhalando su amigabilidad interna, el panel de Intratables se tira con de todo. María Julia Oliván, buscando cierto equilibrio, se anuda con las lágrimas que le arranca Fernando Cerolini cuando la descalifica por comentar como comentan las señoras gordas. Del Moro interviene con una cantidad de plantillas predeterminadas: "Chicos, chicos, vamos a tratarnos con respeto". O: "Por favor, chicos, por favor". O también: "Paz, les pido un poco de paz". Los invitados también forman parte del tejido de la ofuscación y Luis D’Elía toma el piso para convertirse en el conductor del ciclo durante los minutos que dura su arenga contra el narcotráfico y, según él, su principal responsable, el zabeca de Banfield. Después D’Elía se descompone, dice que es insulinodependiente y se va. Intratables queda temblando hasta que Del Moro, otra vez: "Chicos, chicos, a ver".
Por Alejandro Seselovsky
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