Linda: el deseo, la rebelión y la lucha de clases, en un perfecto microcosmos diseñado para sorprender
Logrado debut de Mariana Wainstein en la dirección, que habla de prejuicios sociales y de género con inteligencia e ingenio
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Linda (Argentina/2024). Dirección: Mariana Wainstein. Guion: Mariana Wainstein, Mariano Sánchez, Diego Bliffeld, Sabrina Campos, Luciano Cocciardi, Horacio Convertini, Juan Cordoni, Nancy Gay. Fotografía: Marcos Hastrup. Edición: Miguel Colombo. Música: Manu Moreno. Elenco: Eugenia ‘China’ Suárez, Julieta Cardinali, Rafael Spregelburd, Minerva Casero, Felipe Otaño, Agustín Della Corte. Calificación: apta para mayores de 13 años. Distribuidora: Disney. Duración: 100 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
Ya hace varios años, casi una vida podríamos pensar, Pier Paolo Pasolini pensó las dinámicas sociales a escala familiar tomando como punto de partida una parábola. “Se trata de la llegada de un visitante divino a una familia burguesa. Esa visita lanza por los aires todo lo que los burgueses sabían de sí mismos: ese huésped llegó para destruir”, señalaba el director en una entrevista con Lino Peroni citada en el libro Pasolini por Pasolini. Esa es la síntesis conceptual de Teorema (1968), pieza clave en la obra pasolineana. Pero, además, ese misterioso recién llegado tenía la belleza como estandarte: el rostro lozano y perfecto de Terence Stamp como desencadenante de una crisis profunda que se dispersa desde ese entorno familiar hacia un sustrato social más profundo, el que la burguesía había legado al siglo XX ¿Qué vigencia tienen esas reflexiones hoy que el mundo parece no plantearse demasiados interrogantes?
La ópera prima de Mariana Wainstein, aún con menos ambiciones teóricas que las del director de Teorema, logra actualizar esa idea en sintonía con el movimiento del cine contemporáneo, y no solo explora tensiones de clase sino de género a partir de una visita que también tiene efectos disruptivos en una familia, y también tiene el rostro de la belleza. Linda (Eugenia ‘China’ Suárez) llega a la moderna casa de sus acaudalados empleadores para reemplazar a su prima Lorena, quien ha tenido un accidente.
En cuanto sustituta, su estancia será temporal y por ello cierta displicencia en el aprendizaje del oficio, cierta distancia en sus reacciones de cortesía y algunas pequeñas transgresiones realizadas a escondidas (comerse una aceituna del frasco, revolver el café con el dedo) parecen autorizadas por la brevedad de su labor. Los integrantes de la casa son Camilo (Rafael Spregelburd), un exitoso publicista; su esposa Luisa (Julieta Cardinali), decoradora de interiores y perfecta anfitriona de las reuniones sociales, y sus hijos, Martina (Minerva Casero) y Ceferino (Felipe Otaño); la primera estudiante universitaria, el segundo, un adolescente rebelde. Todos y cada uno se verán sacudidos por la llegada de la nueva mucama.
Desde que comienza la película, Wainstein trabaja con paciencia y rigor la progresiva tensión que genera Linda en el entorno a partir de una consistente idea de acumulación. Al comienzo las ambiguas reacciones de la protagonista ante un pedido como el uso del uniforme o el cumplimiento de alguna orden generan cierto desconcierto: no solo en su aspecto “no parece una mucama” –como afirma más de uno-, sino que su comportamiento no responde al ideal de subordinación.
Su funcionamiento inicial en la casa recuerda el planteo de Claude Chabrol en La ceremonia (1995), película en la que la “descortesía” de Sandrine Bonnaire se justificaba en un secreto y las disputas de clase devenían en un torbellino de furia homicida inesperada. Linda, en cambio, se corre del ejercicio del thriller para utilizar apenas su clima de creciente incomodidad, que se sostiene en la falta de información –pocos son los destellos de la vida de Linda fuera de su trabajo- y que se dispara en tanto la tensión sexual se distribuye entre Linda y los integrantes de la casa.
El relato se estructura con un gran acontecimiento como meta: la celebración del 25° aniversario de casados de Camilo y Luisa, evento que se prepara a lo largo de toda la película. Wainstein utiliza ese hecho en su dimensión simbólica, como confirmación de la vigencia del matrimonio como unión y de la familia como resultado, para ir tallando sobre su base las muescas que podrán o no precipitar su caída. Esa lógica resulta perfecta en la primera mitad, sostenida en la seducción de Linda y la perturbación de sus “víctimas”, diseñada en una magnífica puesta en escena de los espacios –con un gran uso del fuera de campo en la referencia a un perro invasor de la sacralidad del jardín-, y se torna un poco más artificial en la dilatación de algunas escenas de coqueteo sexual –Linda, Luisa y el perfume; Linda, Ceferino y la cicatriz- que arropan un efectismo que roza la promesa de un estallido final.
Pero Linda nunca da el mal paso, y recorre su último tramo con astucia y solvencia, concentrada en una mirada inteligente sobre los deseos y las dinámicas represivas que los ahogan. Suárez ofrece a su personaje, opaco y transparente al mismo tiempo, tanto en esa dimensión crística que podía intuirse en Stamp, como en su aura desafiante, que combina disfrute y convicción. Nunca los temas de reflexión que propone la película –prejuicios sociales, roles de género –obturan la potencia de un relato que elige la carnalidad de su universo como efectiva forma de rebelión.
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