Lidia Catalano: “Stanislavsky no nos enseño a usar el Zoom, pero hay que adaptarse”
Artista integral, apta para todo terreno: el humor, la comedia, el drama y el musical, el off y la tevé; de la vanguardia teatral a Esperando la carroza
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A Lidia Catalano le gustaría sentarse cara a cara, en su querida confitería El Greco, muy cerca de donde vive, en Caballito. Quizá más adelante, ahora no. Tal vez entonces, entre cafecitos, ricas tortas y una charla informal e impublicable, admita contar cuántas veces esos ojos invariablemente brillantes estuvieron enamorados. Pero no hay distanciamiento que impida que, de pantalla a pantalla, declare su romance apasionado con el arte y el trabajo, la devoción por el rigor, el respeto a los colegas, el recuerdo de sus maestros.
“Todo lo que hice fue a gusto, con pasión, con entrega”, dice la alumna de Hedy Crilla –como nunca olvida mencionar–, con un currículum nutridísimo en teatro, televisión y cine y, siempre, en todos los casos, la misma regla: “No elijo por nada en especial, sigo los consejos que me enseñaron. Primero, el texto; después, el director; y los compañeros, con quiénes vas a trabajar. Si todo eso te cierra, ¿cómo no lo vas a hacer?”.
En septiembre, posiblemente, se estrenen dos películas en las que participó. Una es El secreto de Maró, de Alejandro Magnone, con Norma Aleandro con quien no trabajaba desde Las tumbas (Javier Torre, 1991).
“Somos dos cocineras armenias –yo como buena comilona probaba todo- que trabajan en un club que quiere cambiar ese tipo de comida por fast food. Y está el secreto de Maró, que es Norma, que no te voy a contar”, dice sobre la primera. La otra es Yo nena, yo princesa, dirigida por Federico Palazzo y protagonizada por Eleonora Wexler y Juan Palomino, basada en la historia escrita por Gabriela Mansilla sobre su hija trans Luana, el primer caso de reconocimiento de identidad de género en el mundo sin judicializar el reclamo. Filmada en abril, Lidia interpreta a la abuela de los mellizos: “La mamá, Luana y su hermano mellizo siempre estuvieron presentes. La nena trans que hace Luana se llama Isabella y es una maravilla. Y los cuidados que tuvieron durante la filmación fueron muy meticulosos”.
A finales de septiembre pasado, debutó en el streaming para el ciclo Conexión inestable, de Timbre 4, con la obra ¿Qué ordenador? ¿el bahiut?, de Analía Malvido, junto con el actor Emiliano Farías, madre en Buenos Aires e hijo en Finlandia intentando comunicarse por Internet. “¿Cómo lo pasé? Y bueno, no estuvo Stanislavski para enseñarnos el Zoom y el streaming, hay que adaptarse”, dice Lidia que no abandona la sonrisa en ninguna respuesta. Como decía la Crilla, “hay que jugar donde cae la moneda”.
Desde que comenzó la pandemia, reconoce que no sufrió cancelaciones ni nada postergado. La última vez que subió a un escenario fue en noviembre de 2019 con Recordando a Federico, un espectáculo de poesía, música y baile flamenco, dirigido por Patricia Corradini, que la llevó de nuevo a un amor recurrente, el de García Lorca.
“Cuando viajé, gracias al premio Molière, en 1984, a Nueva York, se me ocurrió ir por Poeta en Nueva York. Me vino como un ataque de locura… Lo leí y me fui al Harlem, a las cuatro de la mañana a ver a los negros que llevaban sus grabadores en la mano, en invierno, les salían bocanadas de humo así que era bien lorquiano, hice todos esos recorridos. Cuando volví a Buenos Aires, le pedí a María Esther Fernández que me ayudara a llevar adelante Poeta en Nueva York. Un agregado cultural me había entregado las conferencias que daba Lorca cada vez que presentaba textos nuevos. Él iba de una forma coloquial cotidiana a otra más poética hasta, pum, poner un poema. Y así lo hice yo en mi espectáculo, en 1987 en el Cervantes, cuando dirigía Osvaldo Bonet. El público se ubicaba en el escenario, yo entraba por la platea y me sentaba en una enorme mesa y tenía a todo la gente enfrente. En 2011, lo reestrenamos en El búho que era el teatro que dirigía María Esther. Y en 1989 gané el premio Federico García Lorca que anda en la repisa de por allá”, dice, riéndose, la ganadora de estatuillas, entre otras, el ACE, en 2009, por Otros tiempos de vivir, de Thornton Wilder y dirección de Agustín Alezzo; otro ACE, en 2012, por ¡Jettatore!, de Gregorio de Laferrère, también dirigida por Alezzo; el que más menciona por las puertas que le abrió, el Molière por dos obras de 1984, De pies y manos, de Tito Cossa y dirección de Omar Grasso, y por Del sol naciente, de Griselda Gambaro y dirección de Laura Yusem; y el Martín Fierro, en 2011, por Ciega a citas y Lo que tiempo nos dejó.
Si se le pregunta, buscando entre tantos títulos alguna línea de generalidades, que la comedia y el humor fueron sus constantes en el audiovisual mientras que lo dramático, más en el teatro, dice que no tanto. “En Pericones, de Mauricio Kartun, en el San Martín, con dirección de Jaime Kogan, hacía una mujer que hablaba por su sexo: como cómico era cómico”, dice la actriz con ejemplos para todo. Pero algunos hitos, por popularidad o por lo que significan hoy a la distancia, son incontrastables. En primer lugar, le puso el cuerpo a la pobre Emilia Musicardi de Esperando la carroza: “Es una de mis películas preferidas. Alejandro Doria era inigualable. Todos los directores son formadores, siempre te despierten algo nuevo”. Pero, en especial en televisión, fue parte de Juana y sus hermanas, ya un clásico para una generación que conoció a la cantante Juana Molina como actriz, y de un programa que a esta altura podría considerarse de culto, Chabonas, en 2000, sketchs cómicos escritos y actuados por mujeres. “Y con Rodrigo (Bueno) que trabajó con nosotras (hizo el tema ‘Chabonas’ de cortina). Los libros eran de Mariana Briski, una joya esa muchacha, y con eso nos poníamos a jugar a pleno, porque es eso. Estaban Mónica Ayos, Paola Barrientos, Jorgelina Aruzzi, Eugenia Guerty, Florencia Peña… Y cuando aparecía Rodrigo, nos tirábamos todas encima. En Juana y sus hermanas, con Lorenzo Quinteros éramos los padres de Juana, hacíamos unos dúos musicales que eran un plato, yo tocaba el piano”, cuenta de manera salpicada, según le aparecen esas escenas en el anecdotario. Siempre los recortes de su memoria apuntan a los ratos compartidos a pura risa o a un costado marginal, no rescatado por la mayoría. De la todavía hoy recordada secretaria del consultorio de Oscar Martínez y Cecilia Roth, su personaje en la serie Nueve lunas (1994/5), cuenta que los taxistas le confiaban historias durante los viajes, que ella transmitía a los autores y se tomaban para el programa. O de Tiempo de revancha (Adolfo Aristarain) –otra de las películas antológicas del cine nacional en la que participó junto con La historia oficial (Luis Puenzo) y Camila (María Luisa Bemberg)–, guarda el momento en que con Haydée Padilla, para soportar el frío durante la filmación en Tandil tomaban el particular caldo calentito que hacía la maquilladora: “¿Sabés que le ponía? Grapa. En unos tazones de metal. Maravilloso”.
Una vez le tocó un personaje antipático: la esposa “legítima” del padre de Eva Duarte en Evita, de Alan Parker (1996). Para ese casting, todas las actrices que se presentaron llevaron canciones norteamericanas. Menos Lidia, que llevó un aria de ópera, “Ser madre es un infierno”, ante el estupor del pianista. “Cuando le di la partitura al chico del piano, me miró con cara de ¿y esto? ‘No te preocupes’, le dije. Y le avisé a Alan Parker que me iba a acompañar a mí misma así que toqué los acordes y canté. Pero mi personaje no cantó nunca. Fue una experiencia maravillosa. Imaginate llegar a la prueba de vestuario e ir al lado de la encargada de eso por hangares llenos de vestidos y sombreros, me elegí uno con una pluma. Y Parker hablaba castellano, conocía a autores argentinos, era un hombre culto”, dice. Acerca de su personaje, la encargada de no permitir entrar al velatorio a la madre de Eva y su familia, no duda: “¡Pero cómo no lo iba a querer hacer! Es algo que se da por única vez. Una encarna todo, hay papeles únicos que te caen, no va contra mi ideología, en absoluto. Te toca mala, sos mala, te toca cómica, sos cómica”.
Si Lidia se presentó al casting de Alan Parker con un aria es porque estaba preparada. En la casa de la infancia, en Villa Urquiza, todos cantaban e improvisaban al piano. La “bendita vitrola”, a cuerda y con discos de pasta de Enrico Caruso, de Tito Schipa, de Beniamino Gigli, sonaba todo el día. Y hasta el mismo Caruso, según le contaron, iba a visitar al abuelo y a comer los fideos con la salsa que le rinde homenaje. Quizás por eso, a los 16 años, la edad en que los maestros dicen que está armada la voz, comenzó a estudiar canto. Primero con María Castaña Falán, que había sido mezzosoprano en Milán y ella llamaba Marietta, y después con Carmen Fabre. Sin embargo, el primer amor de Lidia no fue el canto ni la actuación sino las artes plásticas. Egresada de la Escuela Superior de Bellas Artes, es profesora y artista. Con solo correr unos centímetros su netbook, la cámara hace foco en un enorme cuadro en la pared, la cara de un niño en crayones blanco, negro y pastel. Nunca dio clases de teatro pero sí de plástica, desde joven. Todavía hoy, de vez en cuando, prepara alumnos para el ingreso a Bellas Artes. Y sigue dibujando, siempre. “Vendo pero tengo que moverme más en ese mundo porque mi taller va a rebosar de cuadros guardados”, dice la admiradora de Carlos Alonso, Spilimbergo, Goya.
“Mi abuelo era pintor, medallista, hacía gobelinos y pergaminos. Tenía el estudio arriba y yo golpeaba antes de entrar. Me mostraba lo que hacían sus alumnos y me preguntaba, en italiano, qué me parecía. Yo criticaba todo. Hasta que un día me dijo que tenía que hacerlo yo misma. Me sentó en un banco alto y frente a mí puso a una papa. ‘Contame dibujando cómo es la papa. Fijate bien, no, así no es’, decía hasta que tomó mi mano e hicimos a la papa. Fue una revelación. Por eso estudié en Bellas Artes, esa escuela que está en la Costanera y tenés que visitarla porque es el paraíso”, recuerda Lidia, la única mujer de tres hermanos, uno mayor y otro menor, más un montón de primos corriendo por la casa de los abuelos. “Éramos dos nenas y todos varones. Cuando jugaban a los vikingos, nos molían a palos”, dice con una sonrisa.
Nadie iba a oponerse a que la nena estudiara teatro. El mandato tradicional para las mujeres estaba presente pero se diluía en una familia de mesas largas, comida potente, canciones, risas y poesías. A la joven Catalano no le alcanzaba con la pintura, la cerámica, el barro, la madera: “Yo quería vivirlo, quería actuar. Fui a una charla con Hedy y así empecé a estudiar”, dice sobre esos años que la marcaron en la disciplina y en el goce. “A mí me gusta lo que está hecho en serio, cuando se juega en serio, lo que se hace de taquito, no me gusta. En el off y en el comercial. Se aprende y aprehende de lo que está bien hecho. Estoy acostumbrada a trabajar con mucho rigor. Estudiábamos cinco horas, todos los días de la semana. Los viernes había expresión corporal que daba Lito Cruz. Otro día nos mandaba a observar, por ejemplo, a Las Violetas, y te hacías una historia mirando a las señoras cómo tomaban el té. Aprendí de ese entrenamiento y de los directores con los que trabajé, Alezzo, Kogan, Jorge Lavelli, Julio Ordano, con Lía Jelín, con quien nunca me divertí tanto, con muchos compañeros talentosos, con esa misma escuela”.
De todos esos momentos, lo que hoy más añora es el encuentro en bares para comentar obras, para leer textos, para compartir miradas. Imagina y espera que volverá aunque ya no estén algunos amigos queridos. Pero entre tantos proyectos cumplidos y soñados, el que nunca asomó fue el de radicarse en otro país: “Gracias al Molière, estuve en Francia, en Polonia, en Nueva York, hice las mil y una: El bochicho, de Emeterio Cerro; La coronela, de Alicia Muñoz; lecturas de Borges, de poesía argentina; actué en lugares maravillosos, imborrables, palacios, teatros al lado del río Vistula, pero… ¿Para qué quedarme? ¿Me quedaba y qué? ¿Y la familia? ¿Y los amigos? ¿Y tu país, tu lengua, tu identidad? Mi lugar es este”, dice la Catalano, los pies en la tierra, los ojos en el horizonte, dispuesta a jugar donde caiga la moneda.
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